martes, julio 31, 2018

Hacer amigos

Cuando hubo advertido en los primeros años el poco interés que yo tenía en hacer amistades, mi madre se sintió en la obligación de vencer mis resistencias y convencerme de su necesidad, apenas tuve uso de razón ya estaban mis vecinos del piso de abajo visitándome por instrucciones de ella, que les abría la puerta y servía chocolate caliente, que ante mi mirada desconcertada les presentaba los juguetes y libros que yo tenía y les ponía los discos que me gustaban, ellos no hacían demasiado caso de ella ni de mí y se instalaban en el salón volcando la caja que contenía cientos de piezas de madera de todos los colores y, con las manos llenas de grasa y suciedad, montaban inestables torres a las que luego pateaban en medio de salvajes carcajadas, al principio yo también hacía caso omiso de ellos y construía mis propias torres sin que ellos se atrevieran a patearlas, pero mi madre tuvo a bien explicarme que no bastaba con invitarlos, sino que debía agradarles, y así paulatinamente me atreví a dirigirme a ellos mediando algún dulce o rosquilla, evadiendo sus miradas con nerviosismo, consiguiendo que en cuanto se sintieran en confianza arremedaran mis gestos e imitaran mi voz con exageración grotesca, creía yo que como simple juego sin darme por ofendido, pero no bien comprendieron que no me causaban daño cuando redoblaron sus esfuerzos atascando dulces y chocolates en los huecos de mis juguetes, escupiendo sobre las páginas de mis libros y rayando con sus largas uñas la superficie de mis discos, hasta emprenderla a patadas contra mis torres de madera llamándome joto, lo que a su vez y para no defraudar a mi madre me obligaba a pensar en nuevas formas de ganarme su amistad, una tarea cada vez más angustiosa a la que traté de aliviar invitando a casa a compañeros de la escuela que sólo de mala gana o por hambre accedían a acompañarme, sin que pasara demasiado tiempo para que también en las aulas y en los patios de recreo propalaran la versión de que yo era maricón y se atrevieran a encabezar corrillos que me arrebataban el refrigerio a punta de patadas ante la indiferencia pedagógica de mis maestros, así entristecido visitaba a mi madre en su recámara donde trataba de reponerse de alguna jaqueca con las cortinas abajo y cubierta por la sobrecama de diseños extravagantes sobre la que aún jugaba yo largas horas imaginando carreteras y vías férreas, y con los ojos cubiertos de lágrimas le confesaba avergonzado mi fracaso en la tarea de hacer amistades, a lo que ella, luego de cuestionarme sin que yo me atreviera a confesar los suplicios e insultos que me prodigaban y de los que ocasionalmente ella era testigo por haber invitado a nuestros vecinos del piso de abajo, me instruía sin yo habérselo siquiera insinuado sobre la necesidad de hablar con mayor firmeza y modular los agudos de mi voz, cuidar los gestos de mis manos y observar mejor cuáles eran los intereses de aquellos con los que hablaba a fin de hacerles conversación y conseguir su consideración y afecto, me abrazaba al final con parquedad para dar por terminada la plática en tanto yo aguantaba el dolor que sus brazos me causaban en las costillas pateadas esa misma mañana por al menos media docena de compañeros a los que había que seguir dirigiendo la palabra para no estar siempre solo ni entregado a la abusiva exploración del propio cuerpo, ya mi madre me había puesto de rodillas frente al crucifijo de la habitación por una larga hora a fin de expiar los pecados de los que la puso al tanto la profesora del quinto grado, que no hallándome en el patio a la hora del recreo y experimentando como mis propios compañeros una antipatía natural hacia mi persona de la que no me salvaba tener las mejores calificaciones de la escuela, subió a nuestra aula vacía sólo para descubrirme con horror detrás de la puerta, pantalones abajo, masturbándome con tal denuedo que no reparé en su presencia ni quiso ella, más por atender al escándalo que se sentía obligada a experimentar que por juiciosa consideración para con mi privacidad y satisfacción, interrumpir, yendo directamente a la dirección a poner un reporte y exigiendo ver a mi madre para ponerla al tanto de mi enfermedad, así la escuela pública probaría por primera vez en mi vida (pero habrían de seguirle muchas más) su extraordinaria capacidad para rebasar a la escuela privada y aún a la abiertamente religiosa en el ejercicio de la moral más rancia, fue entonces cuando surgió la idea de que me faltaba hacer deporte, preferiblemente uno que me obligara a trabajar en equipo, así podría, según mi madre, agradar a mis compañeros y curarme de los malos pensamientos que, con la angustia del resultado de mis gestiones, me atormentaban día y noche, esperando pacientemente a que mi hermana se durmiera para tocarme o encerrado en los baños de la escuela para espiar a los niños de mayor edad que fingían no verme, podría explotar mi altura en el baloncesto o mis piernas largas en el taekwondo, ambos muy de moda gracias a la televisión y al desempleo de aquellos años que indujo a muchos a improvisar academias en los sitios más inverosímiles, no fueron atendidos mis reparos para que se me permitiera hacer ejercicio en casa, 'ese no es el punto', aclaró mi madre, 'sino integrarte de manera adecuada con tus compañeros para que dejes de sufrir la soledad', entonces no encontré las palabras para explicarle que yo me hallaba bien en casa sin que mis vecinos del piso de abajo vinieran a estropear mis juguetes, sin que mis compañeros de escuela vinieran a insultarme como complemento al maltrato que ya me prodigaban en el aula y el patio de recreo, no encontré las palabras porque entonces ya estaba envenenado con la idea de que necesitaba hacer amigos y de que para lograrlo no era malo inventarse un entusiasmo que no sentía, aunque este probara ser insuficiente para encestar un balón o encajar una patada al adversario sobre el dojo, no quedó más remedio que incluirme en un equipo de futbol en el que al menos podía pasar inadvertido como un poste al que había que evitar en los escasos minutos en que me llamaban al campo, pues la mayor parte del tiempo se me veía en la banca leyendo libros forrados en plástico por mi madre o dibujando mapas de ciudades imaginarias, sólo así podía evitar que otros se percataran de que yo seguía de una mirada lasciva a los chicos en sus pantalones cortos, sudados, deseando ser su amigo efectivamente para acercármeles y rozar mis piernas con las suyas cuando el autobús escolar pasara por nosotros, para que me invitaran a sus casas y ahí pudiéramos ducharnos juntos o pasar la noche en la misma cama, siguiendo los consejos de mi madre y encontrando poco conveniente ponerla al tanto de mis verdaderos entusiasmos hasta el punto de que la mayor parte del tiempo resultaban ocultos incluso para mí, pasaría los siguientes años confundiendo, primero ingenuamente y luego con intención, el sesgo de mi trato con los demás, prendiéndome irracionalmente de algunas personas con una obsesión tan decidida como luego lo era la decepción que me causaban, pero incluso la infancia más tenaz termina un buen día y cuando ello ocurrió prescindí de mi madre y sus consejos, me opuse a ella con toda energía proscribiéndola de mi habitación y, en medio de cálculos y dibujos, lecturas y escritos por ella censurados, dejé fuera al mundo y sus amistades para ser enteramente feliz con las ocasionales interrupciones de mi hermana que me llamaba a comer y me cuidaba con silencioso comedimiento, años que hubieran sido siglos de no haber aparecido primero Dulcino y luego Bomar, heraldos de la realidad que no admite excepciones y que por vía de ellos vino a reclamarme para con la sociedad porque sólo su trato nos hace humanos, 'tal vez', me digo ahora luego de semanas de no hablar con nadie, 'demasiado humanos'.

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