domingo, julio 29, 2018

Otro día no esperado

Todos los días, armado con los recursos de mi razón, pero también echando mano de ficciones plausibles extraordinariamente bien articuladas, me veo obligado a justificar para mis adentros una variedad de insuficiencias de las que hallarme en Santa Teresa es ya un primer síntoma, porque aquí no es la isla extranjera de donde volví hace ya muchos años ni la ciudad natal en la que creí viviría con mi mujer para siempre, no hay colinas verde esmeralda donde visitar las ruinas de una iglesia románica ni pendientes rocosas en cuyo musgo resbalar durante la época de lluvias, hay una atmósfera envenenada que obliga a vivir puertas adentro para desde ahí mirar los patios invadidos de mosquitos de malaria y las calles indistinguibles por donde circulan muy lentamente autos de cristales obscuros detrás de los cuales nos vigilan depredadores ojos anónimos, hasta aquí me ha alcanzado la soledad más completa que resulta no ya de pasar un día tras otro poniéndose a la mesa frente a cinco sillas vacías ni de acumular noche tras noche en una cama inmensa donde se forma un único valle, sino en la muy acuciante de vivir rodeado de lo que no alcanza, el penoso esfuerzo de quienes aún no se han ido para quedarse al lado de este hombre al agua que sólo por piedad no les despide como es debido ni les interpela con evidencias cuya contundencia no sería comprendida jamás, 'la contingencia', me digo, 'se ha apoderado de mi vida y he de aguantarla en tanto reúno fuerzas para desafiarla', pero la energía que requiere desplazar aunque sólo sea un milímetro la realidad actual es ya mayor a cualquiera de las empleadas en el pasado para recorrer miles de kilómetros y llegar hasta la isla, reunir documentos y rellenar formularios, celebrar como ocurrencias ingeniosas los comentarios de quienes acabamos de conocer y habrán de demostrar en el plazo más breve su escasez de miras, instalarse para siempre en un espacio provisional convenciéndose de que necesitamos más bien poco para la vida plena del espíritu por la cual hemos llegado hasta ahí y dejado atrás amores y familias y amigos y costumbres, todos los elementos que juzgamos obstáculos insalvables y aún mortales para la supervivencia del espíritu, todo lo que amamos y que por ello mismo había de ponerse a salvo en la infinita distancia para ser congelado y recordado desde la isla, pensado desde la más invariable provisionalidad, aquella vida plena del espíritu consistía en la muerte del mundo conocido y su sustitución por la condición de fantasma, así lo entendía la sociedad de la isla que adoptaba a quienes buscaban una elevación moral e intelectual a condición de que se tornasen invisibles, un programa de vida que conducía al éxito económico o profesional de muchos adoptados en sustitución de una existencia humana, los había que no reparaban en ello jamás ni comprendían nunca las causas de su profunda insatisfacción, quienes terminaban sucumbiendo a la desesperación y eran recogidos por ciudadanos de la isla en los espacios provisionales donde hubieran decidido colgarse o pegarse un tiro, pero también había quienes advirtiendo la trampa creían posible deshacerla simplemente emprendiendo el camino de regreso a los amores y familias, los amigos y costumbres que habrían de reanudarse como quien vuelve a echar a andar la cinta de una película que sólo se hubiese mantenido en pausa, no era así, desde luego, primero por cuanto aquel que vuelve siempre descubre que el lugar de donde partió ya no existe, no las personas ni las conversaciones y ni siquiera el paisaje, pero también porque la isla no queda atrás sino que viaja con ellos, les contiene y separa del resto un mar no por intangible menos infranqueable, así ciudad natal me negó lo mismo que yo no pude aceptarla más, sus habitantes habían consentido en su desplazamiento por insaciables advenedizos sin memoria que conducían todas las formas del negocio de la destrucción, no sobrevivía nada ni nadie y aún mi mujer me pareció extraña a la vuelta, sus propósitos modernos y foráneos, actualizados de manera atroz e inexplicable sin que pudiera acudir en su rescate el cinismo solipsista y resignado, casi elegante, con que deseaba proteger la memoria de un mejor tiempo y un mejor lugar, pues no bastaba la atalaya más alta para ponerme a salvo ni la humildad más sincera para aceptar lo inaceptable, emprendí entonces una huida que, no pudiendo ser hacia la isla donde sólo me esperaban la soga o la bala, contaminadas para siempre las visiones que desde el bachillerato privado me hacían soñar con bibliotecas de maderas nobles donde otros estudiosos y yo dedicábamos nuestro tiempo al saber, no tuvo más remedio que apuntar al desierto de Santa Teresa como forma de expiación en tanto se evaporan las aguas que me mantienen preso en la isla y se abre un puente de arena hasta la tierra firme, ya me pregunto todos los días si ese es el día mientras empleo todos los recursos de mi razón y ficciones para dar por buena la incoherencia circundante, la de las instituciones y sus dueños, la de los buenos hombres que desean domesticarme, la de quienes piensan en mi bien y exigen que transite por sus raíles, 'soledad es consistencia', me digo entre sueños mientras doy un paso y el agua me ahoga, veo a mi mujer hablando sin parar de la mano de mis dos hijas, pero no comprendo una palabra de lo que me dice, así sus motivos, 'debo vender todas mis propiedades, salir de aquí mientras todavía es tiempo', me susurra una voz que no es la mía, el agua se vuelve lodo y me voy hundiendo mientras unos pocos conocidos caminan sobre mí estirando sus manos para ayudarme, '¡estúpidos, imbéciles!', les insulto lleno de rabia cuando me despierta otro día. Otro día.
Y no es el esperado. 

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