sábado, mayo 30, 2020

Notas sobre el (inexistente) racismo mexicano

Es curioso que predomine la opinión de que México no es un país racista. Lo afirman los intelectuales mexicanos que aparecen en televisión, los que firman artículos en prestigiados periódicos y revistas, los que tienen detrás una sólida carrera académica en instituciones extranjeras y dirigen o han fundado las mexicanas: los Krauze, los Zuckermann, los Maerker. Todos reconocen la hospitalidad nacional en la ceremoniosa obediencia de meseros y sirvientas, pero también en la política gubernamental de puertas abiertas que acogió a sus familias cuando huyeron de la guerra o la persecución en Europa. No del conflicto armado en Centroamérica, no de la remota África subsahariana, tampoco de China: ninguno de los inmigrantes de estas regiones comparte el encanto de aquellos para con el país que los recibe a regañadientes. No aparecen en televisión ni a la cabeza de instituciones mexicanas, sino compartiendo el destino de la mayoría de sus anfitriones que se ganan la vida como pueden. Es fácil explicar esta asimetría alegando que los inmigrantes del primer grupo son individuos educados que llegaron hace cien o doscientos años mientras que los del segundo son inmigrantes recientes sin educación ni recursos. Que los primeros sean blancos y no lo sean los segundos es sólo una casualidad: los mexicanos los acogen igual permitiéndoles hallar un sitio según sus capacidades.
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En los tiempos en que vivía en el extranjero, una vez extintas mis amistades con gente de paso o residentes desadaptados, solía salir los fines de semana para dar largos paseos solitarios que incluían visitas a las librerías del lugar. De vez en cuando, movido por la nostalgia, hojeaba las guías de viajes que sobre México se publicaban en otros idiomas. En el silencio de salas alfombradas o con suelos de madera, al lado de los consabidos clichés sobre los peligros ciertos de secuestro, extorsión o robo, leía textos donde se hablaba despreocupadamente sobre los hábitos culturales del país: 'Salvo ciertas zonas sobre las cuales remitimos al lector a los consejos del departamento de estado, México es relativamente seguro y los ataques a turistas son muy infrecuentes. Si bien es verdad que el país vive una situación de violencia cuyos saldos permiten compararlo con los de países en guerra, estas cifras se alcanzan en sitios alejados de las zonas turísticas. La mayoría de la población en el centro y sur del país es extraordinariamente servicial y condescendiente para con los turistas blancos; de manera similar, la delincuencia no suele hacer a éstos objeto de sus agresiones. El pasado colonial con los españoles a la cabeza y la mayoría indígena sometida, la independencia y los subsecuentes gobiernos que, sin importar su presunta filiación política, han sido casi invariablemente dirigidos desde hace doscientos años por minorías blancas criollas, ha desembocado en la aceptación tácita de situaciones que en otros países serían impensables: dueños del capital y de los medios de producción, blancos; empleados y personal, morenos; dirigentes de instituciones y empresas, blancos; personal de limpieza y mantenimiento, morenos. El turista que encienda el televisor luego de visitar ruinas arqueológicas, ciudades coloniales o playas de suave arena, se preguntará dónde están los canales mexicanos porque todo lo que aparece en pantalla son individuos blancos o ligeramente bronceados, como si se hallara en Suecia o Italia. La mayoría de los mexicanos encuentran esto completamente normal'. Incómodo, devolvía la guía de viajeros al estante y completaba mentalmente con una mueca: 'es normal, claro, porque los mexicanos no son racistas'.
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El grupo de trabajo del Doctor Kurva está constituido por doctorantes de la universidad nacional con los mejores promedios: mexicanos morenos de trato suave que se dirigen a él como doctor y le hablan de usted, que aguantan las furiosas invectivas que les dispensa cuando algo no es de su agrado o no ha amanecido de buen humor, que pelean entre sí por el favor del jefe. Frente a los medios, entrevistado por haber ganado un premio a la productividad, este hombre blanco al que la corrupción soviética no convino tanto como la mexicana, explica con tono emocionado y dulce que el mérito es de sus estudiantes, no de él. Elevado a los más altos niveles del consejo científico mexicano junto con otros extranjeros blancos que faltaba más han encontrado en México un país acogedor, sin racismo, en donde pueden desarrollarse profesionalmente en libertad, el Doctor Kurva se asegura de que sus colegas mexicanos sepan de su influencia o, cuando menos, la crean, administrando detalles confidenciales sobre los procesos de evaluación en que participa, deslizando chismes selectos y desde luego imposibles de corroborar sobre otros colegas y las entrañas de la administración científica, invitando bajo veladas amenazas a la colaboración entendida como la inclusión de su nombre en investigaciones originales que corren enteramente a cuenta de los invitados. Se sabe intocable en la torre donde lo han puesto los propios mexicanos y, ya sea por el recuerdo atávico de antiguos privilegios pre-revolucionarios sobre el campesinado, ya por su formación judía que lo acostumbró a saberse diferente a los demás, acepta de buen grado el servicio de los indios que cuidan su coche, cortan su jardín, lavan sus baños, instalan el cableado, limpian la piscina, hacen de comer, pulen su calzado, almidonan su ropa, ordenan su oficina. 'El mundo está en regla', parece decir, satisfecho, mientras organiza un ágape para sus subordinados, a quienes la semejanza física con los que llevan y traen bebidas y antojitos, no les impide tratar a éstos con un desprecio que el Doctor Kurva ha aprendido a mantener disimulado en las formas e implacable en los hechos.
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Las transmisiones desde los hogares de los distintos opinadores con motivo de la pandemia han permitido asomarse a su intimidad. La mayoría escoge aparecer en pantalla con libreros detrás, rodeados de cuadros, plantas o ventanas. Los libreros son, en general, de buena factura y en madera de tonos claros, con algunas figuras metálicas o de porcelana en sus repisas delante de títulos sobre economía (en inglés), memorias de ex-presidentes, historia de México y literatura (en español), libros de bolsillo de reconocibles lomos blancos sobre sociología o filosofía (en francés). Algún despistado tiene Cosmos de Sagan o la enciclopedia británica en papel. En cuanto a los cuadros, la mayoría son manchones pretendidamente abstractos enmarcados en costosas maderas. Arte contemporáneo, dirían algunos. Reminiscencia del muralismo mexicano, dirían otros. Las ventanas son de doble apertura, francesas, como no existen en prácticamente ningún lugar de México; igualmente excepcionales son las duelas de madera o las tapicerías de exquisitos diseños más o menos orientales. Los mexicanos que acuden a estos domicilios a realizar los que eufemísticamente se denominan servicios domésticos no viven en hogares así: sus pisos son de tierra, cemento o barro cocido; sus ventanas tienen rejas como prisiones para que no entren los delincuentes; sus cuadros se reducen a la imagen religiosa de un calendario de papel. Casualmente, tampoco comparten el color de piel de los opinadores, que son todos blancos. Éstos externan preocupación por los efectos económicos de la prolongada suspensión de actividades, por la quiebra de negocios, por el paso de millones de mexicanos sus compatriotas a la pobreza. Opinan. Analizan. Explican. Se compadecen. Una prueba más de que la empatía humana no conoce límites ni obliga a vivir en el mismo país de los compadecidos.

sábado, mayo 16, 2020

Purpose

'The serial killer...daily observes people throwing their entire lives away on repetitive jobs, territorial obsessions, promotions to a particular desk, key to the executive toilets... To his eyes this is insanity. He craves excitement. Vibrant meaning. Purpose. But it never seems to come.'
-The Gates of Janus, Ian Brady 

Las librerías de Inglaterra y Norteamérica tienen siempre un estante dedicado a sus asesinos. Los estudian y entrevistan, publican sus obras, investigan sus vidas. No corren la misma suerte los magnicidas que siempre comparten crédito con sus víctimas. Las motivaciones políticas o religiosas no interesan tanto como las irracionales o perversas, pero ayudan a librar mejor los juicios. No es lo mismo, pues, asesinar niños y enterrarlos en las afueras de Manchester que pegarle un tiro al concejal de un pueblo vasco por la independencia de Euskadi. O eso dicen. Porque lo que es a mí, cuando nadie me pide una opinión y estoy a solas, me apetece matar y no logro decidirme por ninguna opción. Los tiempos son ideales, me digo, tanto por la calidad de las víctimas como por las facilidades que brindan estas geografías. Pero luego dudo. No por razones morales, que es sencillo repetir como hace toda la gente citando lugares comunes, tampoco por impedimentos logísticos, aunque haya dos o tres cosas que deba aprender antes de dar el primer golpe, sino precisamente porque no vivo en Inglaterra ni Alemania. En estos países sujetos a leyes el asesino goza de una consideración inteligente con la que no puedo ni siquiera soñar en este voluptuoso trópico: tanto si mato prostitutas como si asesino al presidente mis actos no significarían nada para una sociedad tan primitiva, tan pauperizada en lo material e intelectual, tan envilecida. Sin entrevistas ni libros, probablemente sin acceso a material de lectura, mientras el país sigue a lo suyo que son las comilonas y las borracheras, me pudriría en la cárcel anónimamente sin merecer más que un párrafo mal escrito en una entrada de Wikipedia; los expedientes de mi proceso serían legajos ilegibles de redundancias sin interés, manchados de salsa y refresco; las audiencias una instancia más de la imposibilidad de comunicar nada a una sociedad tan impermeable como embrutecida. 
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Está muy a la mano sonreír con la malicia de quien cree haber entendido lo que el otro no logra explicar y mirarle con condescendencia desde una atalaya de superioridad intelectual o moral: '¿Así que quieres ser asesino para ser conocido? ¿Crees que matar a alguien significa necesariamente algo? Pero esto no es más que un egocentrismo enfermo que busca atajos al esfuerzo que supone trabajar hasta llegar a lo más alto. En la pintura, en la física, en las matemáticas. En la política, en la poesía, en la novela. Ser asesino para atraer la atención inmediata de una sociedad cuyo reconocimiento es tan importante como el desprecio que se tiene por ella, es absurdo. ¿Que no se baste por sí misma la calidad de nuestro trabajo para obtener el favor del mundo tiene remedio en el asesinato? Lo dudo'. Y yo también lo dudaría si hubiera crecido en Norteamérica o Alemania, incluso en Francia, donde el talento encuentra cauces más allá de los que provee la mera suerte, donde existen la jerarquía y el orden, donde hay un canon que dominar antes de proponer uno nuevo. Así en las ciencias y las artes, pero también en los crímenes que superan las motivaciones más elementales para convertirse en genuinos actos filosóficos. En este páramo tropical que el mundo civilizado tiene a bien ignorar por ser un amasijo informe de inconsistencias sólo capaz de proveer materias primas y mano de obra, existe el injustificado orgullo de no haber causado más guerras que las civiles, pero esto ha sido únicamente consecuencia de nuestras patológicas pereza y desorganización que nos limitan a matarnos entre sí, cobardemente, por los motivos más inmediatos y utilitarios. No existe el arte, sino las manualidades. No existe la literatura, sino el club. No hay ciencia, sino becarios de gobierno. Las puertas están cerradas para que sigan a salvo los mismos individuos blancos que siempre aparecen en televisión. Los que ganan premios que ellos mismos han creado. Los que opinan sobre un país que sólo vive en su imaginación. No estaría mal, pues, espabilar nuestra sociedad con afirmaciones existenciales a costa de la vida de unos cuantos, aunque no sepa si privilegiar las víctimas inocentes o las claramente culpables; las primeras más llamativas por su irracionalidad, las segundas por las consecuencias históricas de su desaparición. Comprendo ahora el dilema de los terroristas entre volar una estación de tren llena de individuos anónimos o el coche en el que viaja el presidente megalómano, pero también el del asesino serial que duda entre atacar desconocidos o cobrarse viejas deudas con individuos plenamente identificados. Como aún no doy los pasos necesarios para distanciarme de la ordinariez, me apetecería esto último, pero la venganza personal devaluaría todo el asunto al volverlo, precisamente, explicable.
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Se presume que somos pacifistas. Que somos de izquierdas. Que rechazamos los privilegios y amamos la república. Que nunca ha habido aquí lugar para el fascismo. Todo esto es, desde luego, mentira. No somos ni siquiera anarquistas como han querido demostrar los más cínicos. He pasado mi vida censurando distintas posiciones políticas por las que no tengo ninguna simpatía, aquellas que a izquierda y derecha desdeñan la libertad: los franquistas, los pro-soviéticos, los teólogos de la liberación, el régimen cubano, los pinochetistas, los tridentinos. Fui uno de los pocos ingenuos que se tomaron la discusión en serio. De los que leyeron y estudiaron. No advertía que lo verdaderamente nuestro es la confusión irresponsable, la coprolalia descarada, la ausencia más completa de significado facilitada por la firme voluntad de ignorar. Ahora ya es tarde para cambiar la sociedad con base en la discusión lógica y la honestidad intelectual, por medios políticos o artísticos o literarios. Esto no es Francia. La inteligencia ha pasado de moda y me encamino hacia el medio siglo de vida arrinconado por este país. En estas circunstancias, privado de toda interlocución, solo con mis ideas y deseos, echo profundamente de menos a esos formidables fascistas del bachillerato con los que estaba en completo desacuerdo y a los que me opuse con grave riesgo para mi futuro. No puedo menos que agradecerles su capacidad de discutir acaloradamente una idea en vez de ampararse en el respeto para encubrir su indiferencia. Porque en esta geografía tropical ya no se oponen unas ideas a otras, sino lo inteligible del signo que sea al desorden. Qué dulce nostalgia del combate a muerte entre hombres. Qué amarga tristeza la paz entre gusanos.
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¿Cómo no admirar la capacidad alemana para ir hasta las últimas consecuencias por una idea? ¿Cómo no advertir en la solidez de las calles inglesas y norteamericanas una traducción material de su consistencia lógica, base de toda construcción? ¿Cómo convidar a esta república bananera de un poco, sólo un poco, de la estructura moral e intelectual de los verdaderos países? Si las vías que éstos facilitan al talento están vedadas en el trópico, si se agota el tiempo vital para una obra que sólo puede ser recibida ahí donde no hace falta, si no podemos llevar el país a la guerra para que aprenda dos o tres lecciones importantes y adquiera densidad filosófica, me digo, sólo queda el recurso de corregirlos a título personal. Quizá no sean necesariamente exclusivos el asesinato político y el serial, la venganza por agravios o la muerte gratuita, pero sin duda obligan a cierto orden. El magnicidio es, lógicamente, el último paso; el asesinato serial, el primero. En medio quedan las venganzas personales en las que desde luego hay que invertir mayores sigilo y distractores que con víctimas inocentes escogidas al azar. No crean que no me doy cuenta de lo mal que quedan estos razonamientos que bien pueden juzgarse de criminales. No estoy loco. Tampoco soy un genocida. Pero deben tomar en cuenta que existen abundantes antecedentes para justificar acciones de este tipo: para el asesinato político donde no faltará quien diga 'se lo buscó'; para los asesinatos en masa tan propios del antiguo testamento (aunque deteste los motivos religiosos); para las afirmaciones individuales más o menos existencialistas sobre la irrelevancia última del ser. Chocan estas ideas con la ñoñería contemporánea, desde luego, pero no son nuevas. Sin embargo, yo quiero matar para acabar con el ruido. Porque no escucho nada legible en el vocinglero de la república tropical. Porque deseo sinceramente que mis coterráneos vuelvan a pensar. Sólo imaginar el silencio y la reflexión que se crearían tras el momento en que el presidente megalómano cae ultimado a balazos o con la garganta cortada, aunque sólo fuera por unas horas o unos días, me inunda una paz inmensa. Lo mismo con los ajustes de cuentas o con el ahorro de vidas ahorrables: disminuir el ruido. 
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No me engaño: los crímenes no pueden cambiar la realidad. Encima, no deseo que se interpreten mis acciones, ni siquiera mis deseos, como una alineación con los objetivos de la derecha. Faltaba más. En la confusión reinante es seguro que ya la mayoría considera izquierdista sólo el desorden, sólo el río revuelto y la inconsistencia, la contradicción; que por oposición es de derechas cualquier intento de organización, aún el necesario para la coherencia lógica del discurso. Ahora es de izquierdas pelear contra la inteligencia como antes lo hizo la derecha. Pues muy bien. Veremos a dónde me conducen los deseos de matar, aunque debo advertir que sería más cómodo y productivo hacerlo en Alemania o Norteamérica, en Francia o Inglaterra. Disfrutaría de la debida atención a mis pensamientos y biografía, a mis escritos y declaraciones; se harían reportajes y análisis sensatos en prensa y televisión; se realizaría un juicio donde se hiciera despliegue de lógica y conocimiento; me admiraría de los servicios penitenciarios y la oportunidad de poder leer y escribir a costa del erario por el resto de mis días, probablemente en medio de conversaciones interesantes; tal vez hasta tendrían uno o más ejemplares sobre mí en la sección true crime de sus librerías. Pero el insoportable ruido me alcanzaría desde el trópico.

viernes, mayo 01, 2020

Retirada

A los chicos que vivimos solos con nuestra madre se nos pone una cara especial, más seria de lo normal, como de intelectual o escritor, en mi caso es normal porque además yo soy escritor.
Todo sobre mi madre, Pedro Almodóvar.

Cuando mamá dejó de trabajar y se quedó en casa a cuidar de sus plantas y el perro, a leer los libros que durante su agitación laboral no pudo leer y a ver más películas de las que vio durante años en los escasos márgenes del descanso dominical, me reproché el deseo de acompañarla en su retiro del mundo activo como si con ese pensamiento estuviera traicionando mis obligaciones morales y el espíritu productivo de la vida. Con ser el principal obstáculo, que no pudiera permitírmelo económicamente no era la única consideración que me lo impedía: también pesaba el éxito alcanzado en el ejercicio de mi profesión que, a pesar de sumar cada vez más responsabilidades, ejercía con crecientes placer y eficacia. '¿Por qué entonces quiero irme?', me preguntaba, '¿no es una debilidad inexcusable desear guardarse en casa de las injusticias de los hombres? ¿alejarse del trabajo para ponerse a salvo de la idiotez y la abyección?'. Debía ser más pusilánime de lo que me suponía porque cada cierto tiempo una nueva atrocidad me hacía desear abandonarlo todo y cambiar definitivamente de rumbo; hubo una época en que ello fue posible y, amparado por la juventud, descartaba sin considerandos el empleo mortal, la amistad perniciosa, la autoridad deleznable. 'Pero construir requiere residencia', pretextaba, 'y la residencia exige tolerancia'. Fue así que me transformé en el hombre asentado que intercambió los papeles con mamá.
'Quien se ahorra fatigas no puede producir ninguna obra y quien produce obras no puede prescindir de sus semejantes', me decía con poca convicción en los momentos en que otros hacían mi vida miserable. Volvía así al trabajo en vez de abandonarlo, hundiendo la cabeza en el escritorio hasta dejarme absorber por la actividad. Cuando levantaba la cabeza habían desaparecido la ira y la frustración, sustituidas por un mínimo envejecimiento. Fruncía la boca, resignado, y en los escasos minutos que entre una tarea y otra me quedaba solo en la oficina, alegaba: '¿Pero es obra este trabajo intrascendente, este pudrirse en una obscura universidad de provincias a medio camino entre la industria y la burocracia? ¿lo es acaso abrirse paso entre la canalla internacional de especialistas cuya vanidad manda por encima de cualquier apetito de verdad?'. Incómodo, me provocaba: 'Supongamos que fueras diez veces mejor en lo que haces. Mucho mejor. ¿Abre esto la posibilidad de mudarse a un lugar superior? ¿Un lugar donde las personas compartan tus intereses? ¿Tal vez uno donde en vez de sentirte avergonzado sientas estímulo, donde no se te reprima o ignore, sino aliente y tome en cuenta? Si es así, y puesto que no puedes cambiarte, debemos pensar que no eres todo lo bueno que deberías ser y que, contrario a tu opinión, tu inteligencia no es tan inadecuada como tú la crees para el lugar y circunstancias que padeces, no tiene tu obra la suficiente luz propia como para subir de nivel y es una pretensión sin fundamento suponer que pudieran acogerte como a un par quienes habitan en estratos superiores. ¿No sueles decir a los estudiantes que se califican resultados y no esfuerzos? ¿Y no es la convicción a todas luces falsa de que mereces algo mejor una prueba de que deseas ser elevado por tu esfuerzo y no por tus resultados?'.
En alguna ocasión aislada comía a mediodía en casa junto con mi madre. Sentados uno frente al otro, a veces caía en la tentación de compartirle mis frustraciones y le preguntaba por sus años laborales. 'El trabajo nunca se acaba', me decía, 'y aunque entiendo que tus actividades no son tan repetitivas ni tan ordinarias como las que me tocó hacer, tampoco son tan originales. Todo lo remunerado es industria. Hasta escribir, si te pagan por ello. Y no es que condene el dinero los seres humanos no encontramos otra manera de arreglar las cosas pero una vez que se hace algo en serio vienen las exigencias, las condicionantes. La mayoría son directas porque tenemos jefes o clientes, las cosas están hechas así. Pero hasta aquello que uno cree más personal, más ajeno a la rueda del mundo, suele estar atado a ella: si tú escribes querrás que alguien te lea, si haces un dibujo querrás mostrarlo, no hay actividades desinteresadas y menos ajenas a la sociedad. Tú querrías quedarte en casa conmigo, pero serías incapaz de seguir mi rutina, que juzgas improductiva. No sabrías ver la televisión. No podrías sólo leer. Mantener la casa te parecería aburrido, tratar con familiares o amigos que sólo hablan del clima o de cómo se sienten, bobo. Harías pues, algo trascendente, lo único que estás dispuesto a considerar productivo. Un libro. Una obra. Qué sé yo. No niego que si pudieras quedarte respirarías aliviado de deshacerte de tantos individuos mezquinos o vulgares con los que te ves obligado a tratar, que tendrías la sensación liberadora de haber dejado atrás una actividad sin sentido, tal y como yo sentí cuando me jubilé. Pero tu obsesión con la productividad te llevaría de nuevo al mundo porque necesitas su reconocimiento. No te basta con hacer'. 'Mamá, qué cosas dice', le respondí levantándome para servirme un café esperando que no me notara la voz entrecortada.
Por la noche, recordando sus palabras, pensé que buscar el reconocimiento de los demás era tan natural como obsceno. 'No quiero que me aplaudan los burros', escribí en mi diario, 'así que estaría bien el reconocimiento, pero sólo de unos cuantos, de los iniciados'. Cuando me quedaba dormido en medio de una de esas sudoraciones extrañas que a veces aparecen en la duermevela, creí escuchar un murmullo de indistinguibles voces que iban transformándose en un zumbido como de enjambre hasta que, callando de repente, dieron paso a una voz que decía claramente 'resígnate a morir'. Desperté sobresaltado, la luz de la mesita de noche aún encendida, el pecho húmedo. Repetí las palabras que me habían sido susurradas y hube de reconocer ahí mismo que detrás de la inconformidad para con mi obscuro trabajo brillantemente ejecutado y para con la sociedad de cuyas miserias era testigo, se hallaba el temor a morir disfrazado de intrascendencia, de mediocridad. 'Por eso he llevado mi trabajo hasta estos extremos', me acusé, 'para ponerme por encima de los demás; por eso me hiere su vulgaridad, su estupidez, porque así su reconocimiento no me sirve; por eso busco desesperadamente otras geografías más entendidas y deseo abandonar mi industria por esferas más espirituales como el arte. Sí, tengo miedo a morir, ¡no quiero morir! No me disuade saber que el mundo terminará ni que no hay en realidad nada que vaya a sobrevivir, aún si el tiempo achata cualquier mérito hasta hacerlo polvo y acaba por igualar lo grande con lo pequeño, no me importa porque yo no quiero morir'.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, conté mi sueño a mamá. 'Tienes mala cara', me dijo. Mojó un bollo en el café y luego se lo llevó a la boca con placer. 'Hijo, yo no tengo tus problemas. Entiendo que quieras hacer algo antes de morir y que no te resignes a que sea algo de poca monta. De acuerdo. Yo nunca me lo plantee. Creo que la mayor parte de la gente no piensa de esa manera'. Volvió a mojar el bollo en el café, esperó unos segundos a que escurriera dentro de la taza y luego le dio otro mordisco. 'La mayoría trabajamos para poder disfrutar la vida, comer, vestir, ir al cine... ¿Una obra? No, creo que no. Quizá nuestra obra consista en criar hijos, mantener amigos, construir una casa. No sé. Ese tipo de cosas. La mayoría acepta su finitud, su intrascendencia, de hecho no suele pensar en ellas'. El último pedazo del bollo lo comió sin mojarlo. Se tomó el resto del café de un largo trago. Empujó las migajas con una mano hacia el cuenco de la otra. 'Ahora bien, quizá haya gente como tú que está llamada a realizar otro tipo de obras, obras científicas, obras literarias, obras de arte. Pero la motivación no debería ser muy distinta de la del resto de nosotros, ¿no te parece? Si así fuera dormirías mejor, no querrías mudarte, no encontrarías a la gente tan imbécil. Aunque lo sea, no creas que no me doy cuenta. Y ahora vete que se te hace tarde'. Mamá sonrió y me puso sus manos sobre las mejillas. Tomé mi portafolio y abrí la puerta. Hacía un día soleado.