sábado, mayo 16, 2020

Purpose

'The serial killer...daily observes people throwing their entire lives away on repetitive jobs, territorial obsessions, promotions to a particular desk, key to the executive toilets... To his eyes this is insanity. He craves excitement. Vibrant meaning. Purpose. But it never seems to come.'
-The Gates of Janus, Ian Brady 

Las librerías de Inglaterra y Norteamérica tienen siempre un estante dedicado a sus asesinos. Los estudian y entrevistan, publican sus obras, investigan sus vidas. No corren la misma suerte los magnicidas que siempre comparten crédito con sus víctimas. Las motivaciones políticas o religiosas no interesan tanto como las irracionales o perversas, pero ayudan a librar mejor los juicios. No es lo mismo, pues, asesinar niños y enterrarlos en las afueras de Manchester que pegarle un tiro al concejal de un pueblo vasco por la independencia de Euskadi. O eso dicen. Porque lo que es a mí, cuando nadie me pide una opinión y estoy a solas, me apetece matar y no logro decidirme por ninguna opción. Los tiempos son ideales, me digo, tanto por la calidad de las víctimas como por las facilidades que brindan estas geografías. Pero luego dudo. No por razones morales, que es sencillo repetir como hace toda la gente citando lugares comunes, tampoco por impedimentos logísticos, aunque haya dos o tres cosas que deba aprender antes de dar el primer golpe, sino precisamente porque no vivo en Inglaterra ni Alemania. En estos países sujetos a leyes el asesino goza de una consideración inteligente con la que no puedo ni siquiera soñar en este voluptuoso trópico: tanto si mato prostitutas como si asesino al presidente mis actos no significarían nada para una sociedad tan primitiva, tan pauperizada en lo material e intelectual, tan envilecida. Sin entrevistas ni libros, probablemente sin acceso a material de lectura, mientras el país sigue a lo suyo que son las comilonas y las borracheras, me pudriría en la cárcel anónimamente sin merecer más que un párrafo mal escrito en una entrada de Wikipedia; los expedientes de mi proceso serían legajos ilegibles de redundancias sin interés, manchados de salsa y refresco; las audiencias una instancia más de la imposibilidad de comunicar nada a una sociedad tan impermeable como embrutecida. 
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Está muy a la mano sonreír con la malicia de quien cree haber entendido lo que el otro no logra explicar y mirarle con condescendencia desde una atalaya de superioridad intelectual o moral: '¿Así que quieres ser asesino para ser conocido? ¿Crees que matar a alguien significa necesariamente algo? Pero esto no es más que un egocentrismo enfermo que busca atajos al esfuerzo que supone trabajar hasta llegar a lo más alto. En la pintura, en la física, en las matemáticas. En la política, en la poesía, en la novela. Ser asesino para atraer la atención inmediata de una sociedad cuyo reconocimiento es tan importante como el desprecio que se tiene por ella, es absurdo. ¿Que no se baste por sí misma la calidad de nuestro trabajo para obtener el favor del mundo tiene remedio en el asesinato? Lo dudo'. Y yo también lo dudaría si hubiera crecido en Norteamérica o Alemania, incluso en Francia, donde el talento encuentra cauces más allá de los que provee la mera suerte, donde existen la jerarquía y el orden, donde hay un canon que dominar antes de proponer uno nuevo. Así en las ciencias y las artes, pero también en los crímenes que superan las motivaciones más elementales para convertirse en genuinos actos filosóficos. En este páramo tropical que el mundo civilizado tiene a bien ignorar por ser un amasijo informe de inconsistencias sólo capaz de proveer materias primas y mano de obra, existe el injustificado orgullo de no haber causado más guerras que las civiles, pero esto ha sido únicamente consecuencia de nuestras patológicas pereza y desorganización que nos limitan a matarnos entre sí, cobardemente, por los motivos más inmediatos y utilitarios. No existe el arte, sino las manualidades. No existe la literatura, sino el club. No hay ciencia, sino becarios de gobierno. Las puertas están cerradas para que sigan a salvo los mismos individuos blancos que siempre aparecen en televisión. Los que ganan premios que ellos mismos han creado. Los que opinan sobre un país que sólo vive en su imaginación. No estaría mal, pues, espabilar nuestra sociedad con afirmaciones existenciales a costa de la vida de unos cuantos, aunque no sepa si privilegiar las víctimas inocentes o las claramente culpables; las primeras más llamativas por su irracionalidad, las segundas por las consecuencias históricas de su desaparición. Comprendo ahora el dilema de los terroristas entre volar una estación de tren llena de individuos anónimos o el coche en el que viaja el presidente megalómano, pero también el del asesino serial que duda entre atacar desconocidos o cobrarse viejas deudas con individuos plenamente identificados. Como aún no doy los pasos necesarios para distanciarme de la ordinariez, me apetecería esto último, pero la venganza personal devaluaría todo el asunto al volverlo, precisamente, explicable.
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Se presume que somos pacifistas. Que somos de izquierdas. Que rechazamos los privilegios y amamos la república. Que nunca ha habido aquí lugar para el fascismo. Todo esto es, desde luego, mentira. No somos ni siquiera anarquistas como han querido demostrar los más cínicos. He pasado mi vida censurando distintas posiciones políticas por las que no tengo ninguna simpatía, aquellas que a izquierda y derecha desdeñan la libertad: los franquistas, los pro-soviéticos, los teólogos de la liberación, el régimen cubano, los pinochetistas, los tridentinos. Fui uno de los pocos ingenuos que se tomaron la discusión en serio. De los que leyeron y estudiaron. No advertía que lo verdaderamente nuestro es la confusión irresponsable, la coprolalia descarada, la ausencia más completa de significado facilitada por la firme voluntad de ignorar. Ahora ya es tarde para cambiar la sociedad con base en la discusión lógica y la honestidad intelectual, por medios políticos o artísticos o literarios. Esto no es Francia. La inteligencia ha pasado de moda y me encamino hacia el medio siglo de vida arrinconado por este país. En estas circunstancias, privado de toda interlocución, solo con mis ideas y deseos, echo profundamente de menos a esos formidables fascistas del bachillerato con los que estaba en completo desacuerdo y a los que me opuse con grave riesgo para mi futuro. No puedo menos que agradecerles su capacidad de discutir acaloradamente una idea en vez de ampararse en el respeto para encubrir su indiferencia. Porque en esta geografía tropical ya no se oponen unas ideas a otras, sino lo inteligible del signo que sea al desorden. Qué dulce nostalgia del combate a muerte entre hombres. Qué amarga tristeza la paz entre gusanos.
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¿Cómo no admirar la capacidad alemana para ir hasta las últimas consecuencias por una idea? ¿Cómo no advertir en la solidez de las calles inglesas y norteamericanas una traducción material de su consistencia lógica, base de toda construcción? ¿Cómo convidar a esta república bananera de un poco, sólo un poco, de la estructura moral e intelectual de los verdaderos países? Si las vías que éstos facilitan al talento están vedadas en el trópico, si se agota el tiempo vital para una obra que sólo puede ser recibida ahí donde no hace falta, si no podemos llevar el país a la guerra para que aprenda dos o tres lecciones importantes y adquiera densidad filosófica, me digo, sólo queda el recurso de corregirlos a título personal. Quizá no sean necesariamente exclusivos el asesinato político y el serial, la venganza por agravios o la muerte gratuita, pero sin duda obligan a cierto orden. El magnicidio es, lógicamente, el último paso; el asesinato serial, el primero. En medio quedan las venganzas personales en las que desde luego hay que invertir mayores sigilo y distractores que con víctimas inocentes escogidas al azar. No crean que no me doy cuenta de lo mal que quedan estos razonamientos que bien pueden juzgarse de criminales. No estoy loco. Tampoco soy un genocida. Pero deben tomar en cuenta que existen abundantes antecedentes para justificar acciones de este tipo: para el asesinato político donde no faltará quien diga 'se lo buscó'; para los asesinatos en masa tan propios del antiguo testamento (aunque deteste los motivos religiosos); para las afirmaciones individuales más o menos existencialistas sobre la irrelevancia última del ser. Chocan estas ideas con la ñoñería contemporánea, desde luego, pero no son nuevas. Sin embargo, yo quiero matar para acabar con el ruido. Porque no escucho nada legible en el vocinglero de la república tropical. Porque deseo sinceramente que mis coterráneos vuelvan a pensar. Sólo imaginar el silencio y la reflexión que se crearían tras el momento en que el presidente megalómano cae ultimado a balazos o con la garganta cortada, aunque sólo fuera por unas horas o unos días, me inunda una paz inmensa. Lo mismo con los ajustes de cuentas o con el ahorro de vidas ahorrables: disminuir el ruido. 
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No me engaño: los crímenes no pueden cambiar la realidad. Encima, no deseo que se interpreten mis acciones, ni siquiera mis deseos, como una alineación con los objetivos de la derecha. Faltaba más. En la confusión reinante es seguro que ya la mayoría considera izquierdista sólo el desorden, sólo el río revuelto y la inconsistencia, la contradicción; que por oposición es de derechas cualquier intento de organización, aún el necesario para la coherencia lógica del discurso. Ahora es de izquierdas pelear contra la inteligencia como antes lo hizo la derecha. Pues muy bien. Veremos a dónde me conducen los deseos de matar, aunque debo advertir que sería más cómodo y productivo hacerlo en Alemania o Norteamérica, en Francia o Inglaterra. Disfrutaría de la debida atención a mis pensamientos y biografía, a mis escritos y declaraciones; se harían reportajes y análisis sensatos en prensa y televisión; se realizaría un juicio donde se hiciera despliegue de lógica y conocimiento; me admiraría de los servicios penitenciarios y la oportunidad de poder leer y escribir a costa del erario por el resto de mis días, probablemente en medio de conversaciones interesantes; tal vez hasta tendrían uno o más ejemplares sobre mí en la sección true crime de sus librerías. Pero el insoportable ruido me alcanzaría desde el trópico.

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