viernes, mayo 01, 2020

Retirada

A los chicos que vivimos solos con nuestra madre se nos pone una cara especial, más seria de lo normal, como de intelectual o escritor, en mi caso es normal porque además yo soy escritor.
Todo sobre mi madre, Pedro Almodóvar.

Cuando mamá dejó de trabajar y se quedó en casa a cuidar de sus plantas y el perro, a leer los libros que durante su agitación laboral no pudo leer y a ver más películas de las que vio durante años en los escasos márgenes del descanso dominical, me reproché el deseo de acompañarla en su retiro del mundo activo como si con ese pensamiento estuviera traicionando mis obligaciones morales y el espíritu productivo de la vida. Con ser el principal obstáculo, que no pudiera permitírmelo económicamente no era la única consideración que me lo impedía: también pesaba el éxito alcanzado en el ejercicio de mi profesión que, a pesar de sumar cada vez más responsabilidades, ejercía con crecientes placer y eficacia. '¿Por qué entonces quiero irme?', me preguntaba, '¿no es una debilidad inexcusable desear guardarse en casa de las injusticias de los hombres? ¿alejarse del trabajo para ponerse a salvo de la idiotez y la abyección?'. Debía ser más pusilánime de lo que me suponía porque cada cierto tiempo una nueva atrocidad me hacía desear abandonarlo todo y cambiar definitivamente de rumbo; hubo una época en que ello fue posible y, amparado por la juventud, descartaba sin considerandos el empleo mortal, la amistad perniciosa, la autoridad deleznable. 'Pero construir requiere residencia', pretextaba, 'y la residencia exige tolerancia'. Fue así que me transformé en el hombre asentado que intercambió los papeles con mamá.
'Quien se ahorra fatigas no puede producir ninguna obra y quien produce obras no puede prescindir de sus semejantes', me decía con poca convicción en los momentos en que otros hacían mi vida miserable. Volvía así al trabajo en vez de abandonarlo, hundiendo la cabeza en el escritorio hasta dejarme absorber por la actividad. Cuando levantaba la cabeza habían desaparecido la ira y la frustración, sustituidas por un mínimo envejecimiento. Fruncía la boca, resignado, y en los escasos minutos que entre una tarea y otra me quedaba solo en la oficina, alegaba: '¿Pero es obra este trabajo intrascendente, este pudrirse en una obscura universidad de provincias a medio camino entre la industria y la burocracia? ¿lo es acaso abrirse paso entre la canalla internacional de especialistas cuya vanidad manda por encima de cualquier apetito de verdad?'. Incómodo, me provocaba: 'Supongamos que fueras diez veces mejor en lo que haces. Mucho mejor. ¿Abre esto la posibilidad de mudarse a un lugar superior? ¿Un lugar donde las personas compartan tus intereses? ¿Tal vez uno donde en vez de sentirte avergonzado sientas estímulo, donde no se te reprima o ignore, sino aliente y tome en cuenta? Si es así, y puesto que no puedes cambiarte, debemos pensar que no eres todo lo bueno que deberías ser y que, contrario a tu opinión, tu inteligencia no es tan inadecuada como tú la crees para el lugar y circunstancias que padeces, no tiene tu obra la suficiente luz propia como para subir de nivel y es una pretensión sin fundamento suponer que pudieran acogerte como a un par quienes habitan en estratos superiores. ¿No sueles decir a los estudiantes que se califican resultados y no esfuerzos? ¿Y no es la convicción a todas luces falsa de que mereces algo mejor una prueba de que deseas ser elevado por tu esfuerzo y no por tus resultados?'.
En alguna ocasión aislada comía a mediodía en casa junto con mi madre. Sentados uno frente al otro, a veces caía en la tentación de compartirle mis frustraciones y le preguntaba por sus años laborales. 'El trabajo nunca se acaba', me decía, 'y aunque entiendo que tus actividades no son tan repetitivas ni tan ordinarias como las que me tocó hacer, tampoco son tan originales. Todo lo remunerado es industria. Hasta escribir, si te pagan por ello. Y no es que condene el dinero los seres humanos no encontramos otra manera de arreglar las cosas pero una vez que se hace algo en serio vienen las exigencias, las condicionantes. La mayoría son directas porque tenemos jefes o clientes, las cosas están hechas así. Pero hasta aquello que uno cree más personal, más ajeno a la rueda del mundo, suele estar atado a ella: si tú escribes querrás que alguien te lea, si haces un dibujo querrás mostrarlo, no hay actividades desinteresadas y menos ajenas a la sociedad. Tú querrías quedarte en casa conmigo, pero serías incapaz de seguir mi rutina, que juzgas improductiva. No sabrías ver la televisión. No podrías sólo leer. Mantener la casa te parecería aburrido, tratar con familiares o amigos que sólo hablan del clima o de cómo se sienten, bobo. Harías pues, algo trascendente, lo único que estás dispuesto a considerar productivo. Un libro. Una obra. Qué sé yo. No niego que si pudieras quedarte respirarías aliviado de deshacerte de tantos individuos mezquinos o vulgares con los que te ves obligado a tratar, que tendrías la sensación liberadora de haber dejado atrás una actividad sin sentido, tal y como yo sentí cuando me jubilé. Pero tu obsesión con la productividad te llevaría de nuevo al mundo porque necesitas su reconocimiento. No te basta con hacer'. 'Mamá, qué cosas dice', le respondí levantándome para servirme un café esperando que no me notara la voz entrecortada.
Por la noche, recordando sus palabras, pensé que buscar el reconocimiento de los demás era tan natural como obsceno. 'No quiero que me aplaudan los burros', escribí en mi diario, 'así que estaría bien el reconocimiento, pero sólo de unos cuantos, de los iniciados'. Cuando me quedaba dormido en medio de una de esas sudoraciones extrañas que a veces aparecen en la duermevela, creí escuchar un murmullo de indistinguibles voces que iban transformándose en un zumbido como de enjambre hasta que, callando de repente, dieron paso a una voz que decía claramente 'resígnate a morir'. Desperté sobresaltado, la luz de la mesita de noche aún encendida, el pecho húmedo. Repetí las palabras que me habían sido susurradas y hube de reconocer ahí mismo que detrás de la inconformidad para con mi obscuro trabajo brillantemente ejecutado y para con la sociedad de cuyas miserias era testigo, se hallaba el temor a morir disfrazado de intrascendencia, de mediocridad. 'Por eso he llevado mi trabajo hasta estos extremos', me acusé, 'para ponerme por encima de los demás; por eso me hiere su vulgaridad, su estupidez, porque así su reconocimiento no me sirve; por eso busco desesperadamente otras geografías más entendidas y deseo abandonar mi industria por esferas más espirituales como el arte. Sí, tengo miedo a morir, ¡no quiero morir! No me disuade saber que el mundo terminará ni que no hay en realidad nada que vaya a sobrevivir, aún si el tiempo achata cualquier mérito hasta hacerlo polvo y acaba por igualar lo grande con lo pequeño, no me importa porque yo no quiero morir'.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, conté mi sueño a mamá. 'Tienes mala cara', me dijo. Mojó un bollo en el café y luego se lo llevó a la boca con placer. 'Hijo, yo no tengo tus problemas. Entiendo que quieras hacer algo antes de morir y que no te resignes a que sea algo de poca monta. De acuerdo. Yo nunca me lo plantee. Creo que la mayor parte de la gente no piensa de esa manera'. Volvió a mojar el bollo en el café, esperó unos segundos a que escurriera dentro de la taza y luego le dio otro mordisco. 'La mayoría trabajamos para poder disfrutar la vida, comer, vestir, ir al cine... ¿Una obra? No, creo que no. Quizá nuestra obra consista en criar hijos, mantener amigos, construir una casa. No sé. Ese tipo de cosas. La mayoría acepta su finitud, su intrascendencia, de hecho no suele pensar en ellas'. El último pedazo del bollo lo comió sin mojarlo. Se tomó el resto del café de un largo trago. Empujó las migajas con una mano hacia el cuenco de la otra. 'Ahora bien, quizá haya gente como tú que está llamada a realizar otro tipo de obras, obras científicas, obras literarias, obras de arte. Pero la motivación no debería ser muy distinta de la del resto de nosotros, ¿no te parece? Si así fuera dormirías mejor, no querrías mudarte, no encontrarías a la gente tan imbécil. Aunque lo sea, no creas que no me doy cuenta. Y ahora vete que se te hace tarde'. Mamá sonrió y me puso sus manos sobre las mejillas. Tomé mi portafolio y abrí la puerta. Hacía un día soleado.

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