sábado, abril 25, 2020

Nosotros

Cuánta violencia entraña amar a alguien o empeñarse en amarlo a costa de los propios sueños, cuántos ajustes y explicaciones, cuánto tiempo perdido. Uno se pregunta si eso es amor por el otro o por una idea, por un nosotros que sólo vive tercamente en el futuro o que hay que rescatar distorsionado del pasado. Pero es que ni siquiera reconozco mis opiniones y propósitos más allá del hecho de haberme hecho su pareja. Yo asumí, como todos en principio, que bastaba con la voluntad expresa de ambos para hacer una vida juntos, encontrarnos aceptables, física y mentalmente, aunque sólo fuera desde la superficie y como punto de partida. Pero me equivoqué, tanto por abrazar sin cuestionamientos las esperanzas más rancias que sobre una relación sentimental se pueden tener como por no haber hecho lo correcto para conseguirlo. Creí en la monogamia y el amor para siempre, en el carácter providencial de nuestro encuentro, en la trascendencia espiritual como una escala superior a la física. Tenía pues, ideas vulgares que se correspondían a la época y la geografía en que crecí, lo que, sumado a mis pocas luces intelectuales y morales, dio como resultado que me hallara desarmado frente a la modernidad y la tontería de mi pareja. Si hubiera estado más seguro de mí mismo, si no hubiera cultivado el temor a la soledad o el culto a su persona, si mis creencias, tan ñoñas u ordinarias como fueran, hubieran sido defendidas con firmeza, jamás habría cedido a sus tan innovadoras como injustas propuestas y, aunque sin él, habría dispuesto de más tiempo por delante para entablar relaciones más adecuadas a mis deseos o modificar en forma más paulatina mi cultura.
Recuerdo que él citaba a Rimbaud con eso de par delicatesse, j'ai perdu ma vie, pero si alguien ha perdido su vida por miedo a no estar a la altura he sido yo, que justifiqué por amor el continuar con quien al poco tiempo de estar conmigo se dijo dueño de su cuerpo con el solo objeto de acostarse con quien le apeteciera sin dar por liquidados nuestros compromisos. Yo supuse entonces como supongo ahora que existían relaciones abiertas con diferentes reglas: los que eran conscientes de que el otro podía follar con quien quisiera pero no querían enterarse, los que condicionaban esa libertad a que sólo fuera sexual y nunca sentimental, los que juntos buscaban a terceros para enriquecer la cama. Cobardes, pienso ahora, que se cebaban en la buena fe e indecisión de ignorantes como yo para gozar de una garantía contra la soledad, pusilánimes que sólo en apariencia prescindían de las categorías para mejor servirse de ellas con iniquidad. Porque aunque no lo quisiera para mí yo no era ningún mojigato: había visto películas muy liberales y conocido a amigos promiscuos, apreciando cuanto tenían de inteligencia y honestidad sin que me hiciera cosquillas la tentación de juzgarles por sus excesos y elecciones; pero estas personas se plantaban frente al mundo por la cara, sin considerandos ni cortapisas, dispuestos a perderlo todo con tal de mantener su libertad, no eran en modo alguno parecidos al individuo refrenado y neurótico que, creyéndose inteligente sólo porque tenía a su merced a un palurdo, negociaba conmigo una relación que deberíamos haber concluido en aquella primera disyuntiva. Si él hubiera sido un hombre valiente sobreponiéndose a su temor a perder, un hombre ingenioso sin cortedad de miras, me habría ahorrado muchos años de sufrimiento con sólo haber tomado la libertad entre sus manos y haberme apartado con todas sus fuerzas de su vida; habría sido un acto de consideración que tiempo después yo habría aplaudido y admirado, que habría comprendido, pero no fue tan brillante como él suponía ni fui yo capaz de apartarme de su retórica, transigimos con el pretexto del amor y así, inconscientes, nos condenamos. 
Tuve dudas que debí haber escuchado, sobre todo cuando fue evidente que las nuevas libertades no bastaban y que a mí me iba acorralando en un altar de amor y ternura teóricos, alejado del sexo, una escisión reforzada por su alejamiento físico de años con pretextos vagamente profesionales puntuados de visitas y vacaciones, largo tiempo de oportunidades perdidas para ponerle fin a lo que sólo crecía en compromisos y formalidades, pero no en placeres ni contenidos, viviendo en la esperanza de la reanudación que llegaría, primero en tres años, después en otros tres, finalmente luego de algunos más, cuando ya la juventud nos había abandonado y el mundo era otro y los promiscuos habían fallecido y las películas no eran más liberales, sino predecibles y educativas, una época a la medida de nuestra insoportable insipidez y enfermedad e impotencia. Yo pude haberlo ayudado poniendo fin a nuestra relación cuando lo vi por primera vez enamorado, que no fue cuando lo estuvo de mí porque eso no ocurrió nunca, sino al poco tiempo de negociar sus libertades sexuales: lo veo sentado frente a la mesa rústica de pino con el mismo gesto con que lo vi años después frente a la pulida de nogal, allá con un vaso de tequila, acá con uno de whisky, con la mirada perdida en un punto muy lejano mientras atardece y yo preparo la cena o lavo los trastes, escuchando música hasta que le rodaba una lágrima por la mejilla y, resignado a curarse de sus obsesiones para volver a mis brazos o, mejor dicho, a nuestra brutal normalidad sin sorpresas, me pedía perdón y se acurrucaba conmigo en la cama, medio borracho, quedándose dormido en una habitación de cargados humores cuya penumbra invadía la obscuridad conforme llegaba la noche. Yo le pasaba una mano por el cabello en vez de abofetearlo, me quedaba dormido también en medio de inquietantes pesadillas y al día siguiente le preparaba el desayuno en vez de anunciarle que me iba o pedirle que se fuera, dar por terminada nuestra relación con toda la entereza de que fuera capaz y continuar, cada uno por su lado, nuestras vidas. 
Nos hicimos cada vez mejores en la repetición de esta rutina a través de los años, aunque a veces él pasara varios veranos sin enamoramientos, aunque éstos no terminaran siempre en la cama ni fueran correspondidos ni aún tuvieran la menor posibilidad de realizarse. Así, pensé estúpidamente con el cinismo acumulado de los años, desprovisto ya de ilusiones y atenido a la dureza del suelo, que por fin iba ganando porque pronto seríamos irremediablemente viejos y ya no encontraríamos sentido en separarnos: que podríamos casarnos por fin, sancionando una vida de resistencia y de no darnos por vencidos uno al otro; que podríamos dar rienda suelta a justificaciones teóricas sobre nuestra idoneidad y jactarnos de nuestro éxito económico e inmobiliario, que con el declive físico vendría la despreocupación del sexo que ya no podríamos dar ni recibir ni apenas apetecer, convertido en mera anécdota para reírnos de nosotros mismos y de todos aquellos que se quedaron por el camino. Pero me equivoqué. Él siempre estuvo dispuesto a dejarlo todo por algo superior, ya no en esa escala universal en la que decía creer en su juventud, sino en la más modesta de su simple alegría de vivir. Un enamoramiento correspondido le permitió rebelarse contra el destino y superar el malentendido de su vida que era la mía. Es verdad que había sido un cobarde, un abusivo, un imbécil que debió pasar muchos años solo en vez de conmigo para encontrar su camino. Pero también es verdad que consentí jugar ese papel, primero por ingenuidad, luego por cálculo: si no viviría el amor, al menos tendría su sucedáneo.
Hoy vivo solo. Pienso en la gente que creció con las mismas ideas que yo acerca del amor y que resolvió sus problemas por el simple expediente de casarse con alguien de su clase, alguien que conoce su papel. Relaciones duraderas gracias a la falta de alma y de cerebro. La fórmula perfecta. Pero en su imperfección y doloroso desenlace, en su injusticia, yo sigo prefiriendo mi fracaso a su triunfo. Sin duda.

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