domingo, abril 19, 2020

Que se mueran

Con la llegada de la cuarentena forzosa, él en su rincón, yo en el mío, no pasó demasiado tiempo para que soltáramos las habituales fanfarronadas a través de nuestras pantallas. 'Es una gran oportunidad', le dije, no sé si por el ordenador o el insoportable móvil, 'para que causen baja algunos nombres en nuestra larga lista de hijos de puta, limpiamente, sin consecuencias ni responsabilidades para nosotros, basta con que alguno de esos miserables dé un mal paso e inadvertidamente se contamine al cruzarse con un infectado, tal vez en el supermercado o un estacionamiento, quizá después de tocarse la cara al sacar la basura'. Él se reía a carcajadas porque éramos amigos, pero también por considerar que todo era una broma cuya naturaleza le permitía a él ir más lejos todavía en la expresión de nuestros presuntos deseos: 'Sería magnífico que se muriera el coordinador, ese funcionario miserable cuyo trabajo consiste en desterrar de la universidad cualquier actividad relacionada con el conocimiento, aunque sólo sea por darme un gusto, aunque su muerte no fuera a traducirse en ningún cambio permanente, sería agradable librarse por una vez de quien nos somete día con día a la embrutecedora tarea de llenar informes y formatos, tablas y estadísticas, asistir a juntas y reuniones, atender monólogos interminables y órdenes contradictorias, ya lo creo que sí, sería un pequeño gesto de justicia por parte de la providencia, el azar o el diablo, tanto da, yo les estaría agradecido'. Yo estaba persuadido de la justicia de algunas muertes que nunca se producían, pero exhortaba a mi amigo a mirar más alto: 'Déjate de coordinadores y capataces de universidad, recuerda cuántas veces nos vimos atrapados entre la imbecilidad de los maestros y la imbecilidad de sus administradores, no sabía uno a quién darle la razón sencillamente porque ninguno la tenía. Y como no pueden morirse todos porque no es realista, debemos pensar en una selección reducida, pero de mayor impacto. Por supuesto que produciría una satisfacción inmediata la noticia de la muerte de quien nos ha perjudicado directamente, de acuerdo; también la de quien, siéndonos antipático, haya desdeñado la epidemia con argumentos dignos de un albañil, desde luego, sobre todo si hemos tenido que oírlo en persona. Pero estos son los peones del tablero. Una satisfacción más duradera y para un mayor número de gente podría hallarse en la muerte de los oligarcas y políticos, con el jefe de gobierno a la cabeza, ese descerebrado que además cumple el criterio de haber dicho repetidamente que no pasaba nada, demagogo incansable, gran imbécil que merece llamarse representante de este país'. Comprendíamos que en regímenes democráticos la vía electoral era la única legítima para hacer cambios de gobierno por encima de magnicidios, revoluciones y golpes de estado, una limitación a la que nos sujetábamos a regañadientes, ¿pero un virus? No podíamos descartar que una contaminación así nos facilitara un cambio que ya para entonces se antojaba urgente. Él se reía de nuevo; luego reconsideraba fingiendo compostura: 'Es posible que se mueran altos funcionarios del gobierno, efectivamente, después de todo el sexagenario a cargo contrató vejestorios para el gabinete y, encima, se precian de dar la cara y darse baños de pueblo. Pero, azares aparte, ¿cómo puede aumentar la probabilidad de que esto ocurra? Supongamos que es usted portador del virus o que incluso tiene muestras del mismo convenientemente encerradas en un tubo de vidrio. ¿Va entonces a liberar las muestras en presencia de su víctima? Supongamos que su objetivo no es el jefe de gobierno al que, pese a su gusto por la exposición, vigilan muchos ojos; se lo pongo más fácil: pensemos en uno de estos burócratas cuya existencia es un continuo vejamen para la universidad y cuya muerte constituiría para mí una satisfacción quizá más grande que la de un político. Y no consideremos salidas dramáticas que nunca han sido nuestro estilo (de haberlo sido ya habríamos realizado uno de esos tiroteos à l'americaine para luego volarnos la tapa de los sesos), sino algo más sencillo, más de andar por casa: ¿sería capaz, ya no digo de abrir esa hipotética muestra del virus en la oficina del ajusticiado, sino de meramente pasar un trapo contaminado por el pomo de la puerta luego de asegurarse de no ser visto? ¿puede hacerlo? Nadie lo castigaría por eso, supongamos, pero ¿podría hacerlo?'. Si desearles la muerte a nuestros malquerientes y enemigos, incluso a quienes simplemente considerábamos nocivos para el avance de la sociedad, hubiese sido considerado un pensamiento absolutamente serio, su expresión en el ámbito privado, nuestra nula intervención en su cumplimiento, pero también el descrédito de la superstición que supondría creer que con sólo desearlo podíamos conseguirlo, cooperaban a anular su importancia. Podíamos, pues, bromear tan pesadamente como nos diera la gana entre amigos. Pero el deseo, sin importar cuan fuerte es y a menos que se apliquen categorías del orden religioso que no vienen al caso, sigue siendo completamente distinto al acto. Repliqué con enfado: 'Le quita usted todo lo divertido a las cosas. Para reír a gusto hay que desear la muerte de nuestros hijos de puta, esperar pacientemente la noticia de su deceso para celebrar, sí señor, para celebrar: porque una cosa es que no seamos asesinos y otra muy distinta que estemos obligados a ser buenas personas con todo el mundo, una cosa es no pasar el trapo contaminado por el pomo de la puerta y otra es no experimentar placer al saber que la han palmado. Yo sí me alegraré de la muerte de algunos imbéciles, personales y públicos, si es que tengo la suerte de ver que se produce, pero no tengo los huevos de ir a por ellos, quizá porque no me han causado tanto perjuicio como para decidirme, quizá porque no me compensa los riesgos. Después de todo a un hijo de puta siempre le sucederá otro igual o peor, ¿no? Es un método poco efectivo, sin contar el manido argumento de que las soluciones de fuerza son para gente poco inteligente, ¡como si todas las pacíficas fueran ingeniosas!'. Volvimos a reírnos, aunque no nos quedara muy claro por qué. 'Somos cobardes', me dijo, 'han conseguido volvernos meros apéndices desgraciados del aparato burocrático estatal, sustituibles y obedientes, abyectos y cobardes, moscas del presupuesto que merecen ser aplastadas y sacudidas. Personas tranquilas. Personas de bien. Envidio los tiempos en que un hombre podía causar la muerte de otro sin sentir ningún cargo de conciencia. No sabemos qué es eso, nunca lo sabremos ya porque si lo conseguimos seríamos lo que las sociedades cursis de estos tiempos las sociedades más hipócritas y santurronas que jamás ha visto la humanidad llaman un psicópata, un enfermo, un loco. No queda sino encomendarse al virus.' Volvieron las risas, breves, me puse didáctico sin desearlo; lo que es peor, sin creerlo: 'Bueno, siempre podemos alegar que no nos deshacemos de nuestros hijos de puta porque los seguimos considerando humanos, es decir, porque no conseguimos realizar esa operación mental por la que un asesino retira esa calidad a sus víctimas, a veces desde la insania, a veces desde la sólida convicción que dan la nación, las ideas o la religión. ¿Pero no seremos asesinos en potencia por desear que se mueran? Malas personas, sin duda, muy condenables y repugnantes, que juegan con lo sagrado, que se divierten con el sufrimiento, en fin, poco cristianos en un mundo de seres perfectos en el que no se explican las maldades infligidas a tanta gente, pero ¿también somos asesinos? Habrá que esperar a que se muera alguien y ver qué tal nos sentimos. Lo más seguro es que, como siempre, esperemos en vano. Lo más retorcido: que nos muramos nosotros. ¿No desearían eso las buenas personas cuya muerte deseamos si se enteraran de nuestros deseos?'. Él se pasaba un dedo por los rulos y, como saliendo de una ensoñación, contestó rápidamente con una risa apagada: 'Sí, sí, por supuesto que nos matarían. Esos cabrones sí son capaces de apretar el botón. No confíe en ellos. ¡Qué buenas personas van a ser...! ¿Sabe? Pensaba que todo esto es parte de esa idea antigua de castigar el mal e instaurar el bien por medio de un cataclismo, a veces un diluvio o una lluvia de fuego, a veces una guerra apocalíptica o una epidemia, le aseguro que los debe haber ahora que sienten que están pagando por sus pecados, si no en lo individual, sí en lo colectivo, los hay porque ya los he escuchado que aseguran que habrá un antes y un después de esta epidemia, otro ejemplo del egocentrismo contemporáneo que cree que lo que le pasa es original y nunca antes se había dado en la historia de la humanidad, me aburre, en fin, tanta mierda...' Se hizo una pausa. Nos vimos de una pantalla a otra, sonriendo, con la boca cada vez más hacia afuera de quien está a punto de soltar algo. 'Que se mueran nuestros hijos de puta', dije al fin. 'Sí, chingada madre, ¡que ya se mueran!' estalló él. Y volvimos a reír a carcajadas.

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