lunes, octubre 13, 2008

Stay


Y te vuelves hacia mí
sonriéndome. Yo pienso
en cómo ha pasado el tiempo
y te recuerdo así.
Jaime Gil de Biedma


–Sabía que no podías faltar, Arthur- dijo cuando por fin distinguió la silueta en la cocina recargada en el punto del pretil donde faltaba el azulejo. Se acercó a él.
–Claro que no, Michael, aquí me tienes un año más, aunque ahora venga desde tan lejos. Qué silencio tan grande hace en nuestra memoria, ¿no te parece?
–Sí, mucho silencio. Pero ya era así al principio, seguro lo recuerdas, esta calle siempre ha sido una tumba de noche.
–Sería mejor buscar otra metáfora, dadas las circunstancias…
Los dos se rieron brevemente y se abrazaron. La intensa luz de la luna llena aprovechaba todos los ventanales para entrar a la casa y dibujar las losas del piso, la sombra de las rejas, el aire de sus cuerpos.
–Te he extrañado- dijo Michael.
–Mentira. Seguro has pasado la eternidad dando vueltas por los mismos lugares, una y otra vez, sintiéndote más libre aunque sea en el engaño. Después de todo, esta es nuestra memoria, no el mundo verdadero que se quedó allá atrás el día del accidente. Por eso todo es tan perfecto, tan conocido, vacío también…
–¿Vacío? ¿Qué quieres decir?
–No lo que te imaginas, claro, veo que lo paranoico no se te ha quitado, ¿eh? ¿todavía crees que no volveré el año entrante? Nuestra memoria está vacía de los demás porque nunca contaron. En este mundo inmenso sólo estamos tú y yo y los objetos, cómplices para siempre de una escenografía congelada- Lo tomó del brazo y lo acercó a la ventana haciendo a un lado la cortina. –¿Ves esas burbujas de aire? ¿alcanzas a percibir el murmullo?
–Es el vapor de la madrugada, los grillos… ¿de qué me estás hablando?
–No. Son el rastro de recuerdos indefinidos y nuestra memoria está llena de ellos. Son, de hecho, la mejor prueba de nuestra pertenencia, Michael. Sólo en mi ausencia vuelve el mundo, el resto, los demás…
–Yo he hablado con todos. Todo sigue en su lugar, créeme.
–Acompáñame.
Y tomándolo de la mano, Arthur lo elevó por los cielos atravesando la montaña que daba a la ciudad. Se detuvieron en una antena y miraron hacia abajo.
–¿Ves lo que te digo, Michael?
–No hay nadie, ¡pero si yo estuve aquí hace poco! Es decir…
–Entiendo, tu lógica no hace falta para describir el tiempo- Volvió a tomarle la mano y con la otra le acarició el rostro.
–Estás sudando- y rió con franqueza- ¿todavía te dan miedo las alturas?
–Preferiría que siguiéramos hablando allá abajo, si no te importa.
Entonces lo llevó hasta aquella esquina donde los murmullos eran ensordecedores.
–Aquí te conocí, ¿lo recuerdas?- dijo Arthur cortándole a Michael los vellos de la nariz con unas tijerillas diminutas. –Dios, qué descuidado eres con tu persona.
–Claro que me acuerdo, pero ¿por qué hay tanto ruido?
–No seas maleducado, ¿no ves todas las burbujas? ¿el espesor del aire? Han venido a felicitarnos. No siempre se cumplen cien años.
–Pero si yo no veo a nadie.
¿De verdad hace falta que te lo explique otra vez? Si quieres verlos me voy…

–No, por favor, quédate conmigo. Quédate siempre, siempre… hasta la noche.

lunes, octubre 06, 2008

Veinte años después (u Octubre, Octubre, Octubre)

Aquel jueves tuvo una confirmación del inevitable regreso del pasado y, lejos de abrumarse, sonrió como quien sabe de antemano lo que sigue y no por ello se ahorra la visión ni pretende intervenir para acelerarlo o conducirlo. Es verdad que en principio debería haberse indignado, aunque fuese sólo formalmente y mientras transcurría aquel bochorno, una mera anécdota destinada a colorear las notas de los principales periódicos para sacar momentáneamente de la abulia a los lectores, no con ideas, por supuesto (¿quién podría ahora hacer algo semejante?) ni con grandes tragedias que al final sólo se traducen en cifras de muertos y heridos, sino con un simple evento inesperado y casi humorístico estilo Greenpeace o, para el caso, estilo Vamos México.
Nadie notó su sonrisa –demasiado al margen como para salir a cuadro- pero aun si alguien tenía la vista puesta sobre él y no sobre el exaltado que parecía bailar una sevillana delante del presidente y sólo después se supo que le había llamado espurio negándose a estrechar su mano, no habría detectado la mínima intención sardónica o aprobatoria, crítica o lúdica, vacía de todo contenido interpretable su expresión y, sin embargo, sonriente sin abrir los labios, casi mueca sin llegar a ésta porque no había tampoco amargura ni moral, nada torcido en su gesto momentáneo –sólo unos segundos, y luego nada- cuyo verdadero origen estaba en su pensamiento, aunque no pudiera explicar tampoco él por qué dicha causa se correspondía con aquel rostro fugaz.
Quizá fuese un exceso llamar pensamiento a lo que fue la condensada ráfaga de una conversación que tuvo lugar veinte años atrás en la oficina del orientador Hierba, quien le mandó llamar por un reporte de indisciplina ocurrido esa misma mañana durante la premiación del concurso de matemáticas.

–¿Por qué lo hiciste?

–No me había peinado, maestro, no quise hacer el ridículo.

–No me vengas con tonterías, Valero. Sé por tus compañeros que lo hiciste a propósito: pasaste a recoger el diploma y se te antojó lucirte con gorra para mostrar el poco respeto que tienes por la escuela, ¿no es así?
–No, maestro, yo sólo quería pasar sin el cabello revuelto.
–Mira, hijo –de vez en cuando Hierba les llamaba así: había sido sacerdote- la rebeldía no es mala, pero tiene sus queveres. La que tú haces suele ser patrimonio de los imbéciles. Yo conocí unos cuantos y puedo decir que no es eso lo que quieres, simplemente no te corresponde. Y no creas que lo pienso por las buenas calificaciones que sacas o por los concursos a los que asistes, no, sino porque tu naturaleza es todavía más escéptica que la de un simple cerebrito…
–No le entiendo, maestro, ya le dije que…
–No me interrumpas- dijo en tono grave el orientador Hierba mientras sacaba sus cigarrillos del cajón –Es probable que no entiendas a qué me refiero ahora, pero indudablemente lo entenderás más tarde; es sólo cuestión de tiempo. Te he visto leyendo libros que no puedes entender y no por ello te los arrebato, ¿verdad? Y bien sabes que tendría razones de sobra para hacerlo, ya me han dicho varios maestros que haces preguntas espinosas y sutiles, tramposas, amparado en textos como los que reparten en la plaza impresos en mimeógrafo… esos cabrones sólo quieren acabar de repartir lo que les dan sin saber a quién lo entregan, ¡dárselo a un mocoso de doce años! ¡es ridículo!
El ex abad se echó a reír dejando caer una larga ceniza sobre su escritorio. Con la mano derecha la barrió de la superficie hasta echarla por la orilla sobre la izquierda, luego la arrojó al basurero. Sacó del cajón un pesado cenicero y continuó.
–Yo estuve ahí, Valero. A mí puedes preguntarme qué pasó esa noche y diré lo mismo que todos: no tengo idea. Yo era el abad de Santiago Tlatelolco hace veinte años y el único que estaba encerrado en la iglesia desde las tres de la tarde en que me visitaron varios agentes vestidos de civil para advertirme que no saliera. Yo era el que se quedó ahí, cagado de miedo mientras una balacera intensa se abatía sobre la multitud, escuchando gritos desesperados y golpes en la puerta, pisadas y rugidos, masas de aire desplazadas por la multitud despavorida, la pesada vibración de los tanques avanzando, el olor a pólvora… y ahora vienes tú con tu gorrita, ¿eh? ¿qué quieres que te diga?
–¿Por eso dejó de ser padre, maestro?- preguntó tímidamente a sabiendas de que el orientador Hierba había pasado casi quince años en Cuba. Le encantaba escucharlo hablar de la Revolución Cubana, del hombre nuevo, del marxismo cuya idea de igualdad tanto le seducía. Pero Hierba no dijo nada al respecto.
–Eh… en parte, sí- respondió el ex abad como saliendo de una ensoñación profunda. Luego retomó la diligencia de su discurso –Comprendí dos cosas, Valero: que tenía que dejar el sacerdocio para transformar el mundo y que para hacerlo no podía seguir la ruta de esos pobres diablos que murieron aquella noche sin saber por qué. Esto último es lo que intento hacerte comprender, aunque no haya tanques en la calle ni te vayan a colgar por haberte puesto esa cachucha: la rebeldía suicida no es para gente inteligente, sino para rebaños, Valero, como los que nunca han faltado a cualquier bando… Estudia, lee, entérate, acomódate bien para estar luego en posición de imponerte, no te cierres el horizonte desde ahora, no seas estúpido en una palabra…

En la junta de la coordinación de eventos sociales de la presidencia, Valero fue felicitado por haber impedido que el jefe del Estado mayor presidencial arrestara al enloquecido estudiante que convirtió una vulgar premiación en un divertido circo. El pese a todo premiado creyó explicar en una atropellada entrevista los motivos de su proceder: “quería producir con un acto el surgimiento de una real democracia con oportunidades para todos aprovechando una fecha histórica” (sic). Valero apagó el televisor y se colocó los tapones para los oídos. Se puso calcetines porque a pesar de ser octubre ya hacía frío. “Estoy vivo” dijo en voz baja antes de dormir. Y sólo él sabía que aquello era un rezo por Hierba que había muerto en 1991 muy lejos de ahí, en Moscú, tratando de evitar la desaparición de la Unión Soviética con una gorra puesta. Nosotros agregaremos que aquellos eran otros tiempos.