domingo, enero 22, 2023

Nubia

Ahora que he reunido una experiencia relativamente amplia en los terrenos de la enfermedad mental, he de darle la razón a Patricia, quien en su primera juventud —me parece que aún antes de que cumpliera dieciocho— fue recepcionista en el consultorio de un conocido psiquiatra de Ciudad Natal. En aquellos años y geografías —los primeros tan cercanos al origen del psicoanálisis que no había dado tiempo a que se volviera la moda pseudo-intelectual en que luego devino, las segundas tan periféricas que apenas les llegaban los atenuados ecos de lo que ocurría en Viena o Nueva York— no acudía al psiquiatra nadie porque se sintiera triste o desanimado, ni siquiera los que, con un último resto de conciencia, reconocían estar perdiendo la razón, sino sólo aquellos que, casi siempre con engaños y en contra de su voluntad, eran llevados por otros a los que ya habían hecho la vida imposible tras ensayar todos los remedios que la civilización ponía a su alcance: hablar, desde luego, pero también amordazar, encadenar, golpear a mano limpia o con la ayuda de cintos y tablas, duchar con agua helada, quemar con cigarrillos o encerrar en un corral como a un animal doméstico para facilitar la limpieza de orines y excrementos. De modo que los pacientes casi nunca acudían solos y, como es lógico, rara vez se trataba de adultos, habida cuenta de que la enfermedad mental suele manifestarse desde el final de la niñez y adquirir fuerza en la adolescencia, convenciendo paulatinamente a los familiares de la necesidad de encerrar a sus enfermos en manicomios o cárceles en vez de intentar curas imposibles que sólo causaban gastos enormes en medicinas y emolumentos. Pero mientras dicho convencimiento llega, sitios como la sala de espera al cuidado de una Patricia delgada y atractiva, con el cabello recogido en una cola de caballo, blusa y falda lisas sin estampados, solía estar poblada de padres e hijos, pacientes y cuidadores, sin que fuera fácil determinar a simple vista quién era el enfermo y quién la persona a cargo, los tics nerviosos deformando los rostros de unos y otros, las manos de todos —siempre había que vigilar las manos, le advertía el psiquiatra a Patricia— sobándose entre sí con desesperación u hojeando revistas sin parar, ya se sabe que la locura es contagiosa y desde luego hereditaria, no hace falta más explicación, acaso agregar con finalidades profilácticas que de nada sirve decir que la línea que separa a unos y otros es la de la funcionalidad, pues esta última palabra, moderna y pegajosa, desde luego inexistente en aquella época mucho menos dada a engañarse que la actual, no significa nada en un mundo que coquetea cada vez más con la irracionalidad y la estupidez, tan funcional el demente como el cuerdo, tan ilegibles las palabras de un político como las de un drogadicto con el cerebro fundido, aquella sala de espera constituía, inadvertidamente, una anticipación del mundo futuro. 
No duró mucho tiempo Patricia en aquel trabajo, acaso seis o siete meses, fue lo único que su madre autorizó para que ganara un poco de dinero antes de entrar a la Normal de Maestros, entonces la llevaba y traía del consultorio por temor a que se desviara del camino seducida por alguno de los vagos del barrio que frecuentaban el enorme parque lleno de prostitutas que había que atravesar en diagonal a las tres de la tarde —para mayor rapidez— y por las orillas a las ocho de la noche —para evitar un mal encuentro—; si su madre hubiera advertido a tiempo la naturaleza misántropa de su hija se habría relajado en relación con sus preocupaciones o acaso las habría tenido de signo contrario, animándola a tener novio desde mucho antes, pretendientes no le faltaban y aún los había muy educados o con mucho dinero, pero las cualidades físicas de Patricia eran tan atrayentes como disuasiva su inteligencia que acomplejaba a cuantas personas hablaban con ella, especialmente a los hombres que en ningún caso quieren ser menos que la mujer que pretenden, es así como mantienen la idea de que son todas inferiores porque se las buscan a modo, siempre más estrechas que ellos. Pero lo que desanimaba a sus pretendientes cuerdos persuadía a los pacientes del psiquiatra para el que trabajaba, pues sin importar la edad que tuvieran o el trastorno que les aquejara, todos mostraban un interés desmedido por su persona, como si intuyeran en ella la comprensión que se les negaba o, todavía peor, la consideraran una de ellos, interpretación que ella rechazaba observando que los locos no hablaban entre sí, 'pues ni siquiera se notan'. 'Si me tomaran por uno de ellos no se fijarían en mí', concluía poco convencida, sin por eso sentirse más cómoda cuando alguno de los visitantes empleaba sus manos en masturbarse para ella, en saludarle con la palma abierta una y otra vez acompañando el gesto con una sonrisa macabra, en arrojarle pedazos de tela o papel que arrancaban de donde fuera en un descuido de sus cuidadores, para llamar su atención. Ya en la entrevista que le hizo antes de contratarla, fumando un cigarrillo de olor vagamente picante, el psiquiatra le había instruido sobre la importancia de no llamar la atención de los pacientes de ninguna forma, ya fuese deliberada o inconscientemente: 'Hay que vestir colores neutros —blanco, negro, gris, el marrón ya es excesivo—, no llevar cadenas ni brazaletes ni aretes, no tener un peinado demasiado alto ni maquillaje, los zapatos que sean bajos y cómodos, como los de una enfermera, jamás dirigirse a ellos sino a sus cuidadores, no gastar bromas ni apenas comentarios que no tengan que ver con su registro y citas médicas. Y bueno, no perderlos de vista, sobre todo las manos'.
La primera vez que quiso renunciar fue al cabo de cuatro meses, pues acaso porque ya había superado la incomodidad inicial de tratar con enfermos mentales y sus familiares, o porque ya daba por sentado que no existía ninguna dificultad en poner en su sitio a niños hiperactivos o adolescentes famélicos con la ayuda de familiares enérgicos que no escatimaban en el uso de la violencia, no advirtió nada extraño en aquella pareja —madre e hijo, supuso— que se paseaba por el consultorio lentamente mirando las plantas y tocando las paredes para luego mirarla de reojo y sonreírle. No creyó necesario preguntarles quiénes eran o qué se les ofrecía, pues se sabía la agenda de memoria: en efecto, a las seis y media de la tarde estaba citado el niño de la Señora Wilbur, doce años, más o menos la edad del que ahora se paseaba junto con su madre por el consultorio, acercándose paulatinamente al escritorio de la recepción y sonriéndole de vez en vez con dientes muy separados. Patricia aprovechó para sacar del archivero el expediente del niño, confirmó los datos del registro, anotó la hora de llegada y dispuso otros papeles en orden cronológico; nunca leía diagnósticos ni las notas del psiquiatra, no tanto por guardar la confidencialidad del expediente como por temor de que conocer los trastornos de quienes ahí se daban cita pudiera minar su capacidad para lidiar con ellos. Levantó la vista y no encontró más a la pareja, pero entonces sintió que la tiraban fuertemente de la cola de caballo hasta hacerla caer al piso: ahora tenía al niño encima, riendo a carcajadas, mientras la mujer que lo acompañaba los miraba con indiferencia inclinando la cabeza como si tratara de reconocerlos. El psiquiatra salió de su oficina, alarmado por los gritos, pero ya preparado con una jeringuilla que no dudó en aplicar sobre el hombro del niño; éste aún tardó un largo minuto en soltar a Patricia, luego de lo cual ella pudo echarlo a un lado y ponerse de pie, recomponiéndose. La mujer seguía mirándolos con indiferencia, como si no comprendiera nada, acaso con un gesto de mayor confusión y desdicha. Entonces entró agitado el cuidador de ella, la mujer, quien era en realidad la paciente de las siete: 'he tardado en hallar dónde aparcar', dijo, 'el niño es sólo un hijo problemático al que no es necesario tratar'.
'Siento lo que ha ocurrido', le dijo el psiquiatra a Patricia al final de la jornada cuando ella le anunció su renuncia, 'pero no deberías alarmarte, es normal que algunas personas reaccionen así cuando se ven rodeados de gente con trastornos, no le des importancia. Déjame que consiga una nueva asistente en vez de irte así nada más'. Patricia aceptó, pero ni el psiquiatra buscó una nueva asistente ni ella preguntó nada al respecto, reanudándose su relación laboral con entera normalidad, si es que tal palabra cabe cuando los clientes escupen en el suelo, gritan, se cagan encima, se masturban o, como mínimo, se remueven en sus asientos gesticulando horriblemente. El psiquiatra aceptó colocar unas cadenillas entre la pared y el escritorio, muy discretas, de manera que Patricia tuviera al menos tiempo de defenderse si otro paciente intentaba llegar a ella por sus flancos. Patricia, a su vez, colgó un par de campanillas a cada lado para que, al sonar, le anunciaran que un intruso había invadido su área. No parecía necesario. Día a día, semana a semana, las cosas continuaron como de costumbre, ninguna campanilla sonó ni se retiró ninguna cadena, todo siguió igual con una salvedad: los pacientes le dirigían la palabra con más frecuencia en vez de limitarse a hacerle gestos más o menos obscenos desde sus asientos. Niños, adolescentes, los contados adultos que llegaban a la consulta, le hacían comentarios y, en algunos casos, entablaban conversaciones muy difíciles de desechar como simple coprolalia, pláticas que en virtud de su extraordinaria sensibilidad o inteligencia, ya fuera por estímulo o educación, la obligaban a contestar teniendo buen cuidado de no contradecirles o agitarles. Uno de esos pacientes era una niña rubia de doce años que empezó a venir acompañada de su padre todos los lunes, hacia el final de la jornada, siempre con un libro distinto en mano del que apenas apartaba la vista. 'Le gusta mucho leer', se sintió en obligación de explicarle a Patricia el padre, 'a veces no para más que para ir al baño'. El hombre y la niña, a diferencia de otros cuidadores y pacientes, parecían no solamente normales, sino encantadores, cultivados y serenos, verlos no causaba inquietud alguna, al contrario, producían confianza y sensación de orden. ¿Por qué estarían ahí? 'Leer es un buen hábito', se limitó a decir Patricia. La niña levantó la vista, sonrió:
—¿Cuál es tu nombre?
—Patricia.
—Yo me llamo Nubia. ¿Qué te gusta leer?
—Cuentos de aventuras. Pero estudio para ser maestra de matemáticas —dijo Patricia recordando al instante que no debía decir tantas cosas.
—Las matemáticas son fáciles —contestó la niña, sonriendo.
—Es lo que mejor hace en la escuela —terció el padre —Pero insiste en que son ordinarias, ¿lo ve?
—Lo son —completó la niña dirigiendo a su padre una mirada de ligero reproche, como si quisiera decirle 'no veo cómo no lo entiendes'; luego miró a Patricia, que empezaba a inquietarse, sonrió de nuevo y le explicó: 
—La parte más simple del cerebro es la que hace matemáticas. Yo he podido darme cuenta pronto. Yo ahora busco lo difícil.
Un tanto perpleja e interesada, Patricia quiso preguntar más, pero se abstuvo. Por toda respuesta sonrió y volvió a sus papeles. 'Quizá, después de todo, la niña sí está loca', pensó para sus adentros. Pero las conversaciones no cesaron.
—No deberías estudiar matemáticas —se atrevió a decirle la niña dos semanas después, mientras ella y su padre esperaban a que el psiquiatra los recibiera —Es una incongruencia.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Patricia sorprendida de escuchar una palabra así en boca de una niña.
—Porque eres inteligente, no una máquina. Porque tienes alma. Estoy segura de que lo sabes.                 
—Oh, ya veo. ¿Y qué debería estudiar entonces?
—Deja a la señorita en paz, Nubia, por favor —intervino el padre un tanto impaciente, se mesó la barba con la mano derecha, una sombra pareció oscurecer su rostro.
—Deberías ayudarme a resolver mis preguntas, que son difíciles.
Patricia se limitó de nueva cuenta a sonreír; el psiquiatra salió en ese momento, oportunamente, de su oficina, cigarrillo en mano. 'Ya pueden pasar', anunció. El padre de la niña se puso de pie con seriedad. No sonrió.
Entonces comenzaron las pesadillas. Ella se hallaba en el balcón de su casa, de niña, con la cola de caballo que desde entonces le hacía llevar su madre, jugando con sus muñecas, cuando de pronto aparecía ésta detrás de las cortinas, vestida de negro y con un velo de encaje del mismo color, diciéndole 'Tu abuelita ha muerto, mira'. Y señalaba con el dedo hacia la calle donde su abuela hacía un gesto de adiós con la mano y echaba a andar en dirección del templo. Patricia lloraba y le preguntaba a su mamá por qué, pero ésta ya había desaparecido del balcón. Reaparecía al poco tiempo para decir 'Tu padre ha muerto, mira'. Y ahí estaba en mitad de la calle su padre despidiéndose con la mano mientras ella lloraba. '¿Por qué, mamá, por qué?'. Pero su madre ya había desaparecido. El ciclo se repetía y, consciente de que estaba soñando, Patricia intentaba despertar en vano. Sentía que se ahogaba a cada nuevo personaje. 'Tu tía Concha ha muerto, mira', 'Tu hermano ha muerto, mira', 'Tu perrita ha muerto, mira', hasta que por fin lograba despertar cubierta en sudor, luchando por respirar, haciendo un esfuerzo por identificar en las sombras del cuarto los objetos familiares y no los monstruos que inexplicablemente presentía. Tenía temor de asomarse al balcón cuyo cuadro de luz, ovalado por arriba, se veía detrás de la cortinilla blanca a la derecha de la cama. 'Son sólo tonterías', se decía al cabo de unos minutos. Volvía a dormir.
Su rutina en esos días consistía en pasar la mañana ayudando a su madre en casa, repasar los cursos de matemáticas del bachillerato terminado hacía poco tiempo a fin de ingresar a la Normal de Maestros y acudir cada tarde al consultorio del psiquiatra a trabajar, acompañada por su madre de ida, acompañada por su madre de vuelta. Las primeras veces se reprochaba haber sentido miedo la noche anterior, las pesadillas ocurrían cada dos o tres días. Pero cuando ya se hubieron repetido tres noches seguidas, empezó a tener miedo de quedarse dormida. Decidió hablar con el psiquiatra de ello un lunes a mediodía.
—¿Le has dicho a tu madre?
—No. ¿Cree que deba hacerlo?
—Bueno, ella es la personaje principal del sueño. Si no le hubieras dado importancia al principio quizá se lo habrías contado como cualquier otro ¿no?
—No le di importancia. No sé por qué no se lo dije. Pero sé que ahora me da miedo hacerlo.
—Mira, no creo que esto sea importante. Te voy a dar un medicamento en gotas, no más de tres antes de dormir por favor. Es importante que descanses, que duermas bien. No te imaginas la cantidad de enfermedades mentales que se agravan rápidamente por no dormir bien.
—¿Cree que esto es una enfermedad?
—No, mujer, en absoluto, pero no queremos que lo sea ¿verdad?
Patricia sonrió, extrañamente aliviada.
Un poco antes de las siete y media de la tarde ya estaban la niña y su padre en la sala de espera. Ella se acercó con pasos largos y lentos hasta el escritorio y la miró con atención. Chupaba una paleta que, de momento, se quedó en su mano.
—Lo noté desde la semana pasada pero no he querido decirte nada. Pensé que se te pasaría. 
—Hola. ¿Cómo estás? —dijo Patricia algo distraída, deseando que aquella conversación no tuviera lugar. Ya había recogido sus cosas. Apenas entraran con el psiquiatra cerraría el despacho y se iría a casa. No deseaba esperar, como solía, a que acabara la última consulta para salir.
—Es la misma pregunta que yo me he hecho, ¿sabes? La que no responden las matemáticas ni la física ni la química.
—¿Pero tú sabes qué cosa es la química? ¡Qué niña tan inteligente! —dijo Patricia haciendo un guiño al papá que la miró sin devolverle la sonrisa.
—No seas condescendiente conmigo. No estás prestando atención. Estás teniendo los sueños...
—¡Nubia! —le espetó el padre muy serio.
—Pero papá, ¿no lo ves tú también? ¡Y quiere ser maestra de matemáticas! ¿Para qué?
Patricia tuvo un miedo instantáneo, agudo, que su curiosidad pudo domesticar a los pocos segundos despreciando finalmente las reglas del consultorio para hablar con la paciente. Se puso de pie, retiró la cadenilla a su izquierda causando un ligero tintineo de las campanas. Se acercó a la niña.
—¿De qué sueños hablas?
—Las preguntas son lo que importa, no los sueños. ¿Para qué vivimos? ¿Por qué nos morimos? ¿Y por qué no lo averiguamos de una vez? No sé qué hago aquí ni tú tampoco. Solías preguntarte estas cosas más a menudo. Como yo. Y mírate ahora: queriendo enseñarle a los niños a sumar y restar, a multiplicar y dividir... qué desperdicio.
—¡Nubia! —insistió el padre. —Ya fue suficiente. Le suplico que la disculpe, ella...
Patricia giró la cabeza hacia donde estaba el padre y se llevó tranquilamente el dedo índice a la boca en señal de silencio.
—¿Por qué me dijiste que estoy teniendo los sueños? ¿Qué sueños?
—Tú sabes bien de qué sueños te hablo. Pero los adultos no quieren contestar. No saben por qué vivimos. No saben por qué nos morimos. Tú ya preguntaste y no te dijeron. Estás preguntando de nuevo. Yo quiero saberlo.
—¿Tú quieres saber por qué morimos?
—Señorita —intervino el padre —por favor no le haga caso o me voy a ver en la obligación de...
—Déjela hablar por favor. Nubia, tú sabes algo, ¿quieres decirme algo?
—Pensé que tú me lo dirías. Pensé que me ayudarías —dijo la niña.
El psiquiatra salió en ese momento y Patricia no consideró prudente continuar: dejó que la niña y su padre se dirigieran al despacho del psiquiatra, pero todavía se giró Nubia súbitamente para gritarle:
—¡Esta noche iré a visitarte! ¡Yo podré contestarte!
El padre la jaló más firmemente y casi la levantó en andas. La puerta del despacho se cerró y ella salió a la calle tratando de disipar su malestar con una simple frase que repitió incansablemente como un mantra: 'La niña está loca'. Claro. 'La niña está loca'.
Su madre tardó un poco más de lo habitual en pasar por ella ese día. Ambas volvieron a casa rodeando el enorme parque lleno de prostitutas y depravados que a esa hora se adivinaban entre los matorrales. Al llegar a su calle, mientras su madre abría con dificultad el portón de la casa, Patricia miró hacia el templo cuya única torre se recortaba fuertemente contra el azul marino del anochecer. Creyó ver a alguien parado en mitad de la carretera, a lo lejos, pero entonces su madre la apuró a entrar. 'Ándale, niña, apúrate', le dijo. 'Pareces boba'.
Antes de dormir buscó en su bolso las gotas que le dio el psiquiatra. No las tenía. Vació el contenido del mismo y encontró la paleta de la niña pegada a algunos de los papeles que ahí guardaba. Salió al pasillo donde estaba el teléfono de la casa y, tratando de no hacer ruido para que su madre no viniera a preguntar qué hacía, marcó el número del consultorio sin saber muy bien qué iba a decir en el remoto caso de que le contestara el psiquiatra. Nadie levantó el auricular. Volvió a su habitación, trató de calmarse, se quedó dormida leyendo. Otra vez estaba jugando en el balcón de su casa, rodeada de sus muñecas, temiendo lo peor bajo una luz crepuscular casi ámbar como la que se pone en ciertas tardes de verano antes de llover, cuando previsiblemente apareció su madre detrás de la cortinilla blanca para anunciarle 'Nubia ha muerto' y señalarle con un dedo la calle donde, en efecto, la niña rubia aparecía toda vestida de blanco y gritando a todo pulmón: '¡Lo hice gracias a ti! ¡Ahora ya sé la respuesta!'. Empezó entonces a llover a cántaros y Nubia gritó emocionada levantando los brazos y saltando. El teléfono despertó a Patricia, de madrugada, pero no pudo levantarse a tiempo para cogerlo: su madre lo había hecho en su lugar. Oyó los murmullos de una conversación breve, una exclamación, finalmente los pasos de su madre acercándose con pesadez hacia la habitación para anunciarle lo que ya sabía.