martes, julio 31, 2018

Hacer amigos

Cuando hubo advertido en los primeros años el poco interés que yo tenía en hacer amistades, mi madre se sintió en la obligación de vencer mis resistencias y convencerme de su necesidad, apenas tuve uso de razón ya estaban mis vecinos del piso de abajo visitándome por instrucciones de ella, que les abría la puerta y servía chocolate caliente, que ante mi mirada desconcertada les presentaba los juguetes y libros que yo tenía y les ponía los discos que me gustaban, ellos no hacían demasiado caso de ella ni de mí y se instalaban en el salón volcando la caja que contenía cientos de piezas de madera de todos los colores y, con las manos llenas de grasa y suciedad, montaban inestables torres a las que luego pateaban en medio de salvajes carcajadas, al principio yo también hacía caso omiso de ellos y construía mis propias torres sin que ellos se atrevieran a patearlas, pero mi madre tuvo a bien explicarme que no bastaba con invitarlos, sino que debía agradarles, y así paulatinamente me atreví a dirigirme a ellos mediando algún dulce o rosquilla, evadiendo sus miradas con nerviosismo, consiguiendo que en cuanto se sintieran en confianza arremedaran mis gestos e imitaran mi voz con exageración grotesca, creía yo que como simple juego sin darme por ofendido, pero no bien comprendieron que no me causaban daño cuando redoblaron sus esfuerzos atascando dulces y chocolates en los huecos de mis juguetes, escupiendo sobre las páginas de mis libros y rayando con sus largas uñas la superficie de mis discos, hasta emprenderla a patadas contra mis torres de madera llamándome joto, lo que a su vez y para no defraudar a mi madre me obligaba a pensar en nuevas formas de ganarme su amistad, una tarea cada vez más angustiosa a la que traté de aliviar invitando a casa a compañeros de la escuela que sólo de mala gana o por hambre accedían a acompañarme, sin que pasara demasiado tiempo para que también en las aulas y en los patios de recreo propalaran la versión de que yo era maricón y se atrevieran a encabezar corrillos que me arrebataban el refrigerio a punta de patadas ante la indiferencia pedagógica de mis maestros, así entristecido visitaba a mi madre en su recámara donde trataba de reponerse de alguna jaqueca con las cortinas abajo y cubierta por la sobrecama de diseños extravagantes sobre la que aún jugaba yo largas horas imaginando carreteras y vías férreas, y con los ojos cubiertos de lágrimas le confesaba avergonzado mi fracaso en la tarea de hacer amistades, a lo que ella, luego de cuestionarme sin que yo me atreviera a confesar los suplicios e insultos que me prodigaban y de los que ocasionalmente ella era testigo por haber invitado a nuestros vecinos del piso de abajo, me instruía sin yo habérselo siquiera insinuado sobre la necesidad de hablar con mayor firmeza y modular los agudos de mi voz, cuidar los gestos de mis manos y observar mejor cuáles eran los intereses de aquellos con los que hablaba a fin de hacerles conversación y conseguir su consideración y afecto, me abrazaba al final con parquedad para dar por terminada la plática en tanto yo aguantaba el dolor que sus brazos me causaban en las costillas pateadas esa misma mañana por al menos media docena de compañeros a los que había que seguir dirigiendo la palabra para no estar siempre solo ni entregado a la abusiva exploración del propio cuerpo, ya mi madre me había puesto de rodillas frente al crucifijo de la habitación por una larga hora a fin de expiar los pecados de los que la puso al tanto la profesora del quinto grado, que no hallándome en el patio a la hora del recreo y experimentando como mis propios compañeros una antipatía natural hacia mi persona de la que no me salvaba tener las mejores calificaciones de la escuela, subió a nuestra aula vacía sólo para descubrirme con horror detrás de la puerta, pantalones abajo, masturbándome con tal denuedo que no reparé en su presencia ni quiso ella, más por atender al escándalo que se sentía obligada a experimentar que por juiciosa consideración para con mi privacidad y satisfacción, interrumpir, yendo directamente a la dirección a poner un reporte y exigiendo ver a mi madre para ponerla al tanto de mi enfermedad, así la escuela pública probaría por primera vez en mi vida (pero habrían de seguirle muchas más) su extraordinaria capacidad para rebasar a la escuela privada y aún a la abiertamente religiosa en el ejercicio de la moral más rancia, fue entonces cuando surgió la idea de que me faltaba hacer deporte, preferiblemente uno que me obligara a trabajar en equipo, así podría, según mi madre, agradar a mis compañeros y curarme de los malos pensamientos que, con la angustia del resultado de mis gestiones, me atormentaban día y noche, esperando pacientemente a que mi hermana se durmiera para tocarme o encerrado en los baños de la escuela para espiar a los niños de mayor edad que fingían no verme, podría explotar mi altura en el baloncesto o mis piernas largas en el taekwondo, ambos muy de moda gracias a la televisión y al desempleo de aquellos años que indujo a muchos a improvisar academias en los sitios más inverosímiles, no fueron atendidos mis reparos para que se me permitiera hacer ejercicio en casa, 'ese no es el punto', aclaró mi madre, 'sino integrarte de manera adecuada con tus compañeros para que dejes de sufrir la soledad', entonces no encontré las palabras para explicarle que yo me hallaba bien en casa sin que mis vecinos del piso de abajo vinieran a estropear mis juguetes, sin que mis compañeros de escuela vinieran a insultarme como complemento al maltrato que ya me prodigaban en el aula y el patio de recreo, no encontré las palabras porque entonces ya estaba envenenado con la idea de que necesitaba hacer amigos y de que para lograrlo no era malo inventarse un entusiasmo que no sentía, aunque este probara ser insuficiente para encestar un balón o encajar una patada al adversario sobre el dojo, no quedó más remedio que incluirme en un equipo de futbol en el que al menos podía pasar inadvertido como un poste al que había que evitar en los escasos minutos en que me llamaban al campo, pues la mayor parte del tiempo se me veía en la banca leyendo libros forrados en plástico por mi madre o dibujando mapas de ciudades imaginarias, sólo así podía evitar que otros se percataran de que yo seguía de una mirada lasciva a los chicos en sus pantalones cortos, sudados, deseando ser su amigo efectivamente para acercármeles y rozar mis piernas con las suyas cuando el autobús escolar pasara por nosotros, para que me invitaran a sus casas y ahí pudiéramos ducharnos juntos o pasar la noche en la misma cama, siguiendo los consejos de mi madre y encontrando poco conveniente ponerla al tanto de mis verdaderos entusiasmos hasta el punto de que la mayor parte del tiempo resultaban ocultos incluso para mí, pasaría los siguientes años confundiendo, primero ingenuamente y luego con intención, el sesgo de mi trato con los demás, prendiéndome irracionalmente de algunas personas con una obsesión tan decidida como luego lo era la decepción que me causaban, pero incluso la infancia más tenaz termina un buen día y cuando ello ocurrió prescindí de mi madre y sus consejos, me opuse a ella con toda energía proscribiéndola de mi habitación y, en medio de cálculos y dibujos, lecturas y escritos por ella censurados, dejé fuera al mundo y sus amistades para ser enteramente feliz con las ocasionales interrupciones de mi hermana que me llamaba a comer y me cuidaba con silencioso comedimiento, años que hubieran sido siglos de no haber aparecido primero Dulcino y luego Bomar, heraldos de la realidad que no admite excepciones y que por vía de ellos vino a reclamarme para con la sociedad porque sólo su trato nos hace humanos, 'tal vez', me digo ahora luego de semanas de no hablar con nadie, 'demasiado humanos'.

domingo, julio 29, 2018

Otro día no esperado

Todos los días, armado con los recursos de mi razón, pero también echando mano de ficciones plausibles extraordinariamente bien articuladas, me veo obligado a justificar para mis adentros una variedad de insuficiencias de las que hallarme en Santa Teresa es ya un primer síntoma, porque aquí no es la isla extranjera de donde volví hace ya muchos años ni la ciudad natal en la que creí viviría con mi mujer para siempre, no hay colinas verde esmeralda donde visitar las ruinas de una iglesia románica ni pendientes rocosas en cuyo musgo resbalar durante la época de lluvias, hay una atmósfera envenenada que obliga a vivir puertas adentro para desde ahí mirar los patios invadidos de mosquitos de malaria y las calles indistinguibles por donde circulan muy lentamente autos de cristales obscuros detrás de los cuales nos vigilan depredadores ojos anónimos, hasta aquí me ha alcanzado la soledad más completa que resulta no ya de pasar un día tras otro poniéndose a la mesa frente a cinco sillas vacías ni de acumular noche tras noche en una cama inmensa donde se forma un único valle, sino en la muy acuciante de vivir rodeado de lo que no alcanza, el penoso esfuerzo de quienes aún no se han ido para quedarse al lado de este hombre al agua que sólo por piedad no les despide como es debido ni les interpela con evidencias cuya contundencia no sería comprendida jamás, 'la contingencia', me digo, 'se ha apoderado de mi vida y he de aguantarla en tanto reúno fuerzas para desafiarla', pero la energía que requiere desplazar aunque sólo sea un milímetro la realidad actual es ya mayor a cualquiera de las empleadas en el pasado para recorrer miles de kilómetros y llegar hasta la isla, reunir documentos y rellenar formularios, celebrar como ocurrencias ingeniosas los comentarios de quienes acabamos de conocer y habrán de demostrar en el plazo más breve su escasez de miras, instalarse para siempre en un espacio provisional convenciéndose de que necesitamos más bien poco para la vida plena del espíritu por la cual hemos llegado hasta ahí y dejado atrás amores y familias y amigos y costumbres, todos los elementos que juzgamos obstáculos insalvables y aún mortales para la supervivencia del espíritu, todo lo que amamos y que por ello mismo había de ponerse a salvo en la infinita distancia para ser congelado y recordado desde la isla, pensado desde la más invariable provisionalidad, aquella vida plena del espíritu consistía en la muerte del mundo conocido y su sustitución por la condición de fantasma, así lo entendía la sociedad de la isla que adoptaba a quienes buscaban una elevación moral e intelectual a condición de que se tornasen invisibles, un programa de vida que conducía al éxito económico o profesional de muchos adoptados en sustitución de una existencia humana, los había que no reparaban en ello jamás ni comprendían nunca las causas de su profunda insatisfacción, quienes terminaban sucumbiendo a la desesperación y eran recogidos por ciudadanos de la isla en los espacios provisionales donde hubieran decidido colgarse o pegarse un tiro, pero también había quienes advirtiendo la trampa creían posible deshacerla simplemente emprendiendo el camino de regreso a los amores y familias, los amigos y costumbres que habrían de reanudarse como quien vuelve a echar a andar la cinta de una película que sólo se hubiese mantenido en pausa, no era así, desde luego, primero por cuanto aquel que vuelve siempre descubre que el lugar de donde partió ya no existe, no las personas ni las conversaciones y ni siquiera el paisaje, pero también porque la isla no queda atrás sino que viaja con ellos, les contiene y separa del resto un mar no por intangible menos infranqueable, así ciudad natal me negó lo mismo que yo no pude aceptarla más, sus habitantes habían consentido en su desplazamiento por insaciables advenedizos sin memoria que conducían todas las formas del negocio de la destrucción, no sobrevivía nada ni nadie y aún mi mujer me pareció extraña a la vuelta, sus propósitos modernos y foráneos, actualizados de manera atroz e inexplicable sin que pudiera acudir en su rescate el cinismo solipsista y resignado, casi elegante, con que deseaba proteger la memoria de un mejor tiempo y un mejor lugar, pues no bastaba la atalaya más alta para ponerme a salvo ni la humildad más sincera para aceptar lo inaceptable, emprendí entonces una huida que, no pudiendo ser hacia la isla donde sólo me esperaban la soga o la bala, contaminadas para siempre las visiones que desde el bachillerato privado me hacían soñar con bibliotecas de maderas nobles donde otros estudiosos y yo dedicábamos nuestro tiempo al saber, no tuvo más remedio que apuntar al desierto de Santa Teresa como forma de expiación en tanto se evaporan las aguas que me mantienen preso en la isla y se abre un puente de arena hasta la tierra firme, ya me pregunto todos los días si ese es el día mientras empleo todos los recursos de mi razón y ficciones para dar por buena la incoherencia circundante, la de las instituciones y sus dueños, la de los buenos hombres que desean domesticarme, la de quienes piensan en mi bien y exigen que transite por sus raíles, 'soledad es consistencia', me digo entre sueños mientras doy un paso y el agua me ahoga, veo a mi mujer hablando sin parar de la mano de mis dos hijas, pero no comprendo una palabra de lo que me dice, así sus motivos, 'debo vender todas mis propiedades, salir de aquí mientras todavía es tiempo', me susurra una voz que no es la mía, el agua se vuelve lodo y me voy hundiendo mientras unos pocos conocidos caminan sobre mí estirando sus manos para ayudarme, '¡estúpidos, imbéciles!', les insulto lleno de rabia cuando me despierta otro día. Otro día.
Y no es el esperado. 

jueves, julio 26, 2018

Si yo me quedo aquí

Cuando conocí a Gustavo en la universidad privada yo ya contaba con tres años de conocerla a través del bachillerato privado, una dependencia de aquella que se hallaba a un costado del acueducto de ciudad natal y sobre las faldas de la cuenca de un arroyo que sería embovedado durante mi primer año ahí, un sitio muy arbolado y lógicamente hecho de muchos niveles que se comunicaban por pasillos, jardines y escaleras, un sitio al que llegaba desde muy lejos todas las mañanas hasta media hora antes de las siete, a veces cuando aún estaba obscuro, y en algunas de cuyas bardas me tiraba a lo largo a mirar las estrellas o a continuar las lecturas que permanentemente conducía en mi habitación o en los ya desde entonces atestados autobuses de ciudad natal, tiempo feliz sólo parcialmente interrumpido hacia su tercer año, primero por Dulcino y luego por Bomar, heraldos de la transformación todavía más profunda que ocurriría una vez hube abandonado el bachillerato privado y conocido la universidad privada, se equivoca quien asuma que por ser aquel una dependencia de ésta, los profesores y directivos en él, así como sus actividades y filosofía, eran meras sombras de ella, nada más lejos de la realidad, todo en el bachillerato privado era sólido y terminante, consistente y definitivo, aunque para conseguirlo se prescindiera por completo de la indulgencia y no se escatimara la mayor energía en la aplicación de las reglas, disposiciones recogidas de la tradición tridentina cuya injusticia y obsolescencia no obstaban para que prefectos y secretarias, profesores y directivos, creyeran en ellas y las pusieran efectivamente en práctica no sólo al interior de la escuela sino incluso en el seno de sus familias, algo muy distinto de la universidad privada donde todos fingían en la forma más ridícula e inverosímil creer en lo que no creían de ninguna forma, en lo que ni siquiera habían reflexionado ni deseaban reflexionar, antes bien preferían sacudírselo improvisando solemnidades sólo a duras penas extraídas del ánimo de conservar sus miserables empleos, nunca de la más remota convicción que no conocían ni deseaban conocer, así pues los de la universidad privada eran personas adelantadas a su tiempo por cuanto hoy se hallarían absolutamente reivindicadas por el necio utilitarismo del mundo que, al no atenerse a ninguna ley superior ni inferior, tridentina o laica, obra con la más completa arbitrariedad e injusticia, aquella vanguardia ya se habrá sumado a la masa balbuciente, insaciable y estúpida que constituye el mundo moderno y habrá empujado al suicidio a los formidables fascistas del bachillerato privado que, ahora comprendo, vivían sus últimos momentos antes de la universalización de la idiotez, cuánto hube de hallarme en los años que siguieron echando de menos las diversas enseñanzas del bachillerato privado contra las que hube de rebelarme sin tregua leyendo todos los libros por ellos condenados, entablando todas las discusiones por ellos prohibidas, formando desde mi más sagrada soledad una convicción propia que se opusiera a su mortal escolástica, me prepararon así, por oposición, para el rigor lógico y científico que habría de estrellarse con la realidad apenas traspasar sus puertas y acceder a la universidad privada, un sitio donde, insisto, a nadie le importaba discutir nada ni seguir razonamientos ni mucho menos sostener convicciones o ideologías, toda ella era administración bruta y negocios, y por tanto la forma de combatirla ya no podía consistir en las discusiones que me llevaron a la prefectura o a la dirección cuando estaba en el bachillerato privado, donde mis interlocutores consideraban de verdad lo que yo decía y me condenaban de verdad con la energía que da la convicción, pues no, ahora tocaba seguir a Gustavo en la aparente vacuidad del nihilismo, combinando los mejores resultados académicos con putas, alcohol y cocaína, un tiro que también acertaba a liquidar la ñoñería de Dulcino y Bomar, su insuficiencia propia del bachillerato público donde estudiaban y de la universidad pública a la que posteriormente irían, instituciones inmensamente ricas que padecían inacabables carencias crónicas y donde se persuadieron de representar los deseos de superación de un pueblo del que todo ignoraban y al que, andando el tiempo, cobrarían cara su representación, nunca como en las instituciones públicas conocí años después la rapacidad más feroz y vulgar, cínica e ignorante, en contraste con los formidables fascistas del bachillerato privado que vivían convencidos de pensar y enseñar lo correcto pagados con miserables salarios de los que vivían frugalmente, llegaban al lado opuesto de la cuenca del arroyo donde se hallaba la escuela en el mismo autobús que yo, con sus zapatos sucios y un cigarrillo en las manos, no se permitían familiaridades excesivas e hipócritas y trataban a aquellos mimados hijos de industriales y altos funcionarios con autoridad, sin distingos para con los becarios como yo que se hallaban ahí como resultado de la tenacidad neurótica de una madre decidida a conseguir la familia perfecta, nunca como en aquel claustro decididamente jerarquizado tuve oportunidad de estudiar y discutir entre iguales, nunca más sería escuchado por los miembros de ninguna institución ni podría colegirse nada del galimatías de mis interlocutores como en aquellas aulas con vistas a jardines en pendiente, arbolados, donde además de enseñar álgebra e historia, lógica y química, se oponían argumentos a otros argumentos, aunque de ellos sólo emanara un mundo ordenado y obscuro al que debía oponérsele una resistencia también ordenada, 'si yo me quedo aquí', solía pensar entonces con ingenuidad en la desesperación de terminar unos estudios que se me antojaban interminables por mi corta edad, 'moriré sin conocer la libertad', pero los asesinos del espíritu esperaban afuera, libres, afilando cuchillos.

lunes, julio 23, 2018

El motor de la culpa

Hizo mucho Gustavo, inadvertidamente, por sacudirme el sentimiento de culpa que me había sido instilado por mi madre desde la infancia, no así sus amigos de la universidad privada que fueron más bien comparsas bobos de aquel drama sobre el que ni él ni yo solíamos expresar opinión alguna, asentíamos con la cabeza y redondeábamos con monosílabos, así gastábamos las veladas recorriendo la ciudad mientras se acumulaban las botellas de cerveza en el piso del auto y alguna mujer generosa se desnudaba en el asiento trasero luego de esnifar rayas de coca, una mujer de la que ni él ni yo solíamos sacar provecho como sí lo hacían en cambio sus amigos de la universidad privada de cuyas bromas y cháchara reíamos a carcajadas acotándoles mínimamente, algunas veces animándoles, más él que yo, con provocaciones ridículas que nos ahorrábamos entre nosotros, nuestros momentos solemnes llegaban cuando la embriaguez ya había adormecido a casi todos los que nos acompañaban, entonces él encendía un cigarrillo y me proporcionaba un dato mínimo sobre su familia, casi siempre sobre su padre ausente, ese putarraco, decía, que los había dejado para mejor trepar en la burocracia cultural de la capital a la sombra de un ministro invertido de cuyo favor gozaba, ya entusiasmándose con la promesa de conciertos, ya con la de recitales y publicaciones en gran formato, su padre se creía de gustos refinados y destinado a una obra, decía, a cuya altura no estaban ni su mujer ni sus hijos que sólo lastraban su capacidad creadora, yo sonreía casi con una mueca y apenas terminado su enunciado aprovechaba la pausa para encender a su vez mi cigarrillo y pensar en mi padre que a diferencia del suyo no parecía tener grandes proyectos ni se decidía aún a abandonarnos como finalmente lo hizo, un individuo más bien gris del que apenas supe nada y en contra de cuyo conocimiento mi madre hizo cuanto estuvo en su mano, una gran voluntad la de nuestras madres, en ello coincidíamos sin apenas mencionarlo, mujeres-hombre dispuestas a devorar al padre de sus hijos y, una vez emasculados, continuar su monstruosa tarea de cretinización sobre nosotros, sus maridos vicarios, no escatimando para ello ni la razón ni el chantaje ni la fuerza, contra la culpa que constituía su principal herramienta nos levantábamos Gustavo y yo llamándoles a deshoras para decirles a las claras que no volveríamos esa noche, despreciando sus advertencias de los riesgos que encerraba la ciudad, cerrando de un golpe las puertas de nuestros dormitorios para que no continuaran inoculándonos con su veneno cuando por excepción coincidíamos en casa, torturaban a nuestras hermanas para que fueran sus instrumentos, pero ellas se apiadaban de nosotros y a hurtadillas nos deslizaban comida o dinero, nos abrían sigilosas las puertas de nuestras respectivas casas y nos advertían de peligros en contra de nuestras respectivas madres, no había pues más tiempo que perder que contradecir una y cada una de las disposiciones enfermizas que nos fueron dadas desde la así denominada más tierna infancia, un período que Gustavo y yo aborrecíamos como al que más y en el que ambos tratamos por todos los medios de ganarnos el favor de nuestras distantes madres, mujeres que entonces se hallaban exclusivamente ocupadas en retener a sus hombres, bien por medio de hijos como nosotros a los que despreciaban tanto como nos ignoraron sus maridos, bien echando mano de contratos civiles y religiosos como quien asegura la tapa de un ataúd, apenas notaron que sus acciones no conseguían los efectos deseados y se embarazaron de nuevo al tiempo en que nos educaban de la manera más estricta, pensaban así convertirnos en ejemplos a los que nuestros padres admirarían, aprender a bien vestir y comer sin abrir la boca, a rezar y ayudar en la casa, a leer precozmente y escribir sin faltas de ortografía, nuestras manos se llenaron de ampollas gracias a las varas de mimbre que emplearon para conducirnos como a un ganado, Gustavo fue sin duda más inteligente que yo porque aborreció la escuela desde el principio y yo hube de pasar años dedicado a ella para mejor agradar a mi madre y ayudarle así a agradar a mi padre, una tarea destinada al fracaso por muchos cuadros de honor y concursos victoriosos que se acumulaban, a mi padre no le interesaban en lo más mínimo aquellos a los que mi madre llamaba logros, vulgares pedazos de papel llenos de firmas y sellos, trofeos con columnas y figuras ridículas, medallas que compraba de mala gana la secretaria de la escuela media hora antes de la ceremonia de premiación, aquello no era su asunto como tampoco lo éramos sus hijos en su totalidad, un hombre inafectable, mi padre, que apenas consumó su unión con mi madre comprendió que debía abandonarla y que no le sería fácil, ya estaría decidiéndose en esos mismos días en que Gustavo y yo recorríamos la ciudad con sus amigos de la universidad privada, escuchando música por encima del ruido de las botellas del piso y humedeciendo nuestros dedos en la entrepierna de la mujer de turno, sólo para terminar en alguna obscura esquina fumando nuestros cigarrillos, Gustavo riendo de mis atroces comentarios sobre la estupidez de los maestros a quienes yo superaba en conocimientos y originalidad, yo desahogando así los muchos años perdidos por una familia contumaz que en definitiva no cuajó nunca y contra cuyos principios me alzaba ahora y aún desde la aparición de Dulcino y Bomar, ese par de jóvenes de brillante porvenir cuya única función consistió en sacarme del mundo ordenado y discretamente alegre que había construido en mi habitación para mejor mantener el horror fuera de sus muros, ahora era tarde incluso para sentir admiración o afecto por Gustavo, ni él los necesitaba ni yo estaba en condiciones de dárselos, nos acompañábamos y reconocíamos, y ello bastaba para confirmarnos en la licitud de nuestro comportamiento, a él no podían atacarle porque estaba custodiado por la posición económica y política de su madre, pero a mí tampoco podían someterme porque gracias a la crueldad de la mía descollaba irritantemente en el terreno académico, no fue bastante con ser mucho, sin embargo, todo lo que inadvertidamente hizo Gustavo para sacudirme el sentimiento de culpa, muchos años después se manifiesta y yo lo reconozco, así en la aguda desesperación de las tardes a solas, así en la energía renovable que opongo a estos tiempos idióticos, así la culpa envenena todavía las aguas de un río subterráneo que me recorre y no hay más Gustavo ni universidad privada ni ciudad natal, mi hermana fue sustituida por mi mujer que a su vez se ha marchado con mis hijas y no queda pues sino mi madre, principio motor de un malentendido, para consolarme en los años que vienen de todo el mal que me ha hecho.

domingo, julio 08, 2018

Consejos de los que no saben amar

No ha hecho falta demasiado tiempo para que, azuzada por las declaraciones de mi padre, la prensa haya tenido a bien ponerlo al día sobre mi divorcio y los rumores sobre una relación con una mujer veinte años más joven que yo, algo que a él le habrá supuesto una reivindicación por analogía, aunque mi situación y la suya no permitan establecer ningún paralelismo digno de tal nombre, en mi opinión por hallarnos los dos en marcos intelectuales absolutamente incompatibles y, aún más, opuestos, pero en la de él, según informa precisamente la prensa, por la influencia excesiva de mi madre que me habrá llenado la cabeza de extravagantes teorías, pero también por la escasa influencia de él que no consiguió transmitirme los elementos necesarios para el sostenimiento de una relación exitosa, no bien he terminado de leer sus declaraciones me he puesto a rebatirlas para mis adentros, aún sabiendo cómo debían leerse cada una de sus palabras para ser interpretadas correctamente, he querido destruir su sentido cebándome en la abundancia de conceptos no definidos como relación exitosa o neurosis, palabra esta última que utilizó en sus declaraciones para referirse indistintamente al método empleado por mi madre para abordar sus distintas relaciones, de amor o de amistad, de familia o trabajo, así como al resultado de emplear dicho método, mismo que a ella la mantenía en soledad y a él en familia, a ella sin su marido ni pareja alguna, a él con su mujer y numerosas amantes, a ella distanciada de sus hijos egoístas entre los que me contaba, a él con una descendencia leal que le reconocía como su cabeza, 'para mantener una relación', declaraba, 'hay que saber hacerse acompañar sin que las posturas románticas nos hagan perder la cabeza, entender bien qué busca uno en cada cual y atenerse a ello: si sexo, no mezclar con sentimientos, si matrimonio, pensar en el contrato y ventajas y no en la parafernalia, si asistencia, procurar pagarla con regalos y chantajes, pero no esperar que el sexo obligue a responsabilidades más allá de la cama, ni el matrimonio suponga obligación de querer o desear, ni la asistencia implique otra cosa que el pago por unos servicios específicos de cara a una sociedad cuyo correcto funcionamiento depende de estas fachadas', así los consejos de mi padre, cuya eficacia quedaba demostrada en la realidad, se oponían a los de mi madre cuya aplicación práctica no produjo uno solo de los resultados esperados, guías gobernadas por principios para la consecución del máximo ideal que, a poco que se hubiera meditado, suponía el congelamiento de la realidad, su imposible cristalización mortal luego de la cual nada puede moverse de su sitio sin resultar inferior a lo perfecto, un combate en el que mi madre, aún ahora en que el ideal amoroso se había sublimado merced a la edad y las circunstancias, empleaba todas sus fuerzas, haciéndonos a quienes ella más quería los sujetos de su opresiva violencia, así invadía las casas de sus hijos para guardar en los sitios correctos lo que se encontraba fuera de ellos, una compulsión imparable que se enfadaba por la periódica invasión de la realidad que requería volver a sacar los libros de sus estantes y los platos de sus alacenas, así deslizaba comentarios hirientes para mejor debilitar la voluntad de sus hijos y obligarlos a seguir sus consejos por el sólo placer de alimentar la ilusión de que la realidad, especialmente la de quienes le eran más caros, seguía sus dictados hasta en los más mínimos detalles, 'ya que no pudo hacerlo conmigo', opinaba mi padre frenta la prensa, 'se habrá puesto manos a la obra con sus hijos sin que la pudieran arredrar argumentos ni necesidades, esta mujer les habrá instilado la idea de que existe un modo de vida perfecto al que deben aspirar, que en ella habita una pareja ideal donde deseo y sentimiento son uno y el mismo, donde las aspiraciones van de la mano en una sola dirección y los problemas se resuelven siempre de manera justa y expedita, pobres diablos, ella y mis hijos que le han creído, no me extraña que él se haya divorciado ni que le haya llevado tanto tiempo decidirse habiendo sido educado como lo fue, el trabajo que le habrá dado renunciar a su grandilocuencia, a su engreimiento, a su elevada opinión de sí mismo que habrá hecho depender de semejantes utopías', así mi padre se permitía opinar sobre lo que ventilaba la prensa luego de mi arresto y posterior liberación por el caso en contra del Estrábico y la Junta Geriátrica y a favor de la libertad de expresión, aunque los motivos que la prensa analizaba se habían deslizado ya de la esfera pública a la privada, y así me veía obligado a tolerar estas declaraciones cuyos ecos no dejaban de resonar en mi propia versión e interpretación de los hechos, la sospechosa sincronía entre mis problemas políticos que, aún acompañándome durante toda mi vida, habían adquirido notoriedad con el caso del Estrábico y la Junta Geriátrica, al tiempo en que mi mujer se separaba definitivamente de mí sin que la infinidad de conversaciones sostenidas a lo largo de los años ni la invocación de lo vivido y lo sentido ni la apelación a principios vergonzosamente parecidos a los que mi padre suponía me habían sido instilados por mi madre, hubieran podido salvar nuestro matrimonio ni mantenerme cerca de mis hijas ni ahorrarme el ahora rumorado romance con esa mujer veinte años más joven que yo a la que, mucho me temo, también ha de alcanzar el veneno de mi madre del que mi padre escapara una noche hace más de veinte años mientras yo me echaba en la cama de mi habitación completamente borracho, reproduciendo mentalmente una y otra vez las conversaciones con Gustavo y sus amigos de la universidad privada, con el fondo de unos tacones que se alejan luego de que el azote de la puerta hiciera vibrar los cristales del ventanal, así también se envenenaron todas las mujeres solas que he conocido después, amigas mías que como mi madre conocen y prodigan toda suerte de consejos sobre la manera correcta de vivir y amar sin que la realidad se haya dignado prestarles una sola evidencia, sin que ellas hayan ajustado uno solo de sus criterios, ya me digo para mis adentros que no ha de ser necesariamente cierto lo que afirman más de cinco o más de diez, no así mi padre, ni falso lo que no pudieron conseguir un puñado de mujeres ahora solas y neuróticas, no así mi madre, ya me veo recogiendo los cubiertos olvidados sobre la mesa y los zapatos tirados a un costado de la cama, ya alineando el cepillo de dientes a un costado del dentrífico para luego tomar asiento en la obscuridad y, fumando, esperarla a ella, joven carne que tampoco sabe amar, con toda su suciedad salvífica.