sábado, marzo 30, 2019

Consideración del magnicidio

Desde luego, yo compartía con Luis Gala la repulsa hacia el descarado y folclórico culto a la personalidad del nuevo presidente, promovido por él mismo, pero también por toda su administración y aún sus simpatizantes, una propaganda brutal y primitiva que hacía suponer la existencia de un plan concertado cuando en realidad debía su uniformidad a la alienación colectiva y al carácter indistinguible de las diversas manifestaciones de la idiotez. Nos reíamos de algunos políticos y situaciones, acusábamos solemnidad de vez en cuando guardando silencio, aprovechábamos las oportunidades más visibles para provocar a los fanáticos con observaciones cínicas o paradójicas, cuyo sentido siempre daba en el blanco precisamente porque su significado les resultaba obscuro. El carácter aciago de la administración y la alevosa transmutación de los vicios nacionales en virtudes, se correspondían dolorosamente con el abandono de mi mujer y las niñas, pero también con la divorciada vida de Luis Gala, quien elevaba a la categoría de fatalidad cósmica la correspondencia entre un mundo trastocado en lo público y nuestras vidas privadas vueltas del revés. 
Aquel viernes llevábamos una hora bebiendo aceleradamente en su descuidado departamento (no solía llevarlo a casa y siempre me resistía a sus invitaciones, que luego aceptaba a regañadientes) y discutiendo la tragedia recurrente de este país canalla cuando, teniendo por fondo a Wagner con volumen muy bajo, Luis Gala concluyó su retahíla de bromas, dio un trago muy largo terminando su whisky y encendió un cigarrillo con aire grave para decirme: 'Hay que matarlo'. Me reí limpiamente, a gusto, como quien escucha algo extraordinariamente ridículo que se dice en son de broma, pero luego me puse serio al notar que Luis Gala no había sonreído siquiera. '¿De qué diablos hablas?', dije como quien concede la oportunidad al otro de desdecirse y volver al camino abandonado, 'todavía es tiempo', trataba de decirle con la mirada y mis manos extendidas, 'de que sigamos esta reunión de viernes sin molestarnos porque a uno de los dos se le pasaron las copas y se puso necio o sentimental, agresivo o idiota', pero yo sabía muy bien a lo que se refería. Él recogió parcialmente mi invitación a relajarnos y explicó en un tono casi divertido:
'Sí, sí, hay que matarlo. Este país anda escaso de magnicidios y no veo forma de que aprenda nada, ni siquiera trastocando su presunta voluntad popular eliminando al ungido. Debe ser fácil porque el tipo es un idiota. Ya lo ves, no se cuida. Repite hasta el hartazgo lo mucho que lo quiere su pueblo y lo muy seguro y protegido que se siente en su compañía. Nada más hay que verlo saludando a la gente, haciéndose fotos con ella, maltratando el lenguaje hasta que no significa absolutamente nada con tal de que lo consideren uno de los suyos, ¡como si alguien lo dudara, por dios! Llevábamos décadas sin tener un presidente tan representativo como él, ¿quién se lo puede negar? Es, en efecto, la personificación de la corrupción moral de nuestros compatriotas: embustero, tergiversador, víctima, acomplejado, inconsistente, incumplido, fanfarrón, abusivo, necio y estúpido, ¿qué perjuicio puede haber que supere el beneficio de suprimirlo? Ya sé, ya sé, dirás que la caterva de ambiciosos lambiscones que lo rodean harán pedazos al país para beneficiarse de su desaparición, que las finanzas nacionales se irán al suelo por la incertidumbre y que las inversiones correrán a países más dictatoriales y menos inciertos, ¿no? De acuerdo, de acuerdo. ¿Y? ¿Debe eso detenernos?'
Se puso de pie y fue hacia la nevera para poner hielo en su vaso. Yo experimenté un súbito cansancio y sólo atiné a decirle 'Estás loco como una cabra', como quien finge que lo que se dijo fue una broma para que el otro recoja esa invitación y adopte también un tono de guasa. Así lo hizo parcialmente mientras dibujaba una sonrisa divertida y vertía whisky sobre los hielos que empezaron a crujir:
'Ah, pero no creas que quiero proceder como el católico ese que se hizo pasar por caricaturista para sorrajarle balazos al manco para que no se reeligiera. Tampoco quiero ser el caballero águila que en un marco tan poco solemne como La culebra descargue un revólver en la cabeza de otro sonorense. Qué horror narrativo. Qué vulgaridad. No, no, no. Yo quiero matarlo con mis propias manos, usarlo de parapeto por si el estado mayor o alguno de sus achichincles quiere quitarme de en medio. Le permitiría que me mirara una última vez, horrorizado, antes de morir. Tendríamos que intercambiar algunas palabras que quedaran registradas antes del final, palabras mínimas que no le permitan al hijo de puta morir como mártir, que es a lo que aspira todo ñoño de envergadura y éste es el peor de todos, un santurrón peor que mi abuela, de esos que tienen la hipocresía tan interiorizada que ya ni la notan. No quiero que se muera, por ejemplo, cerrando los ojos y uniendo sus manos con devoción como un San Esteban lapidado. No quiero que, en un postrero acto de su inagotable demagogia, se dirija a la multitud que nos rodee diciendo que se me perdone o que conserven la calma o que se someta a consulta si debe morir o no, el muy cretino. No quiero darle ese gusto. Quiero, al contrario, exhibirlo en un espacio de tiempo mínimo. Desenmascararlo. Que su verdadera naturaleza tiránica e intolerante, su Torquemada interior, quede expuesta de manera contundente antes de hacer mutis. Que no queden dudas sobre la raíz egocéntrica de su conducta, esa misma que la mayoría alelada e indulgente con el poderoso juzga de desprendida, como si repartir el dinero de los que trabajamos, el dinero que no es de él fuese una virtud. Es una lástima que no haya guerras y que, de haberlas, no sea este país para llevarlas a cabo. Por holgazán. Por acomodaticio. Por corrupto. Prefiere seguir en su hedonismo miserable y depredatorio en vez de hacer purgas a la antigüita. Una cosa así nos ahorraría el recurso del magnicidio como medio de renovación moral, que, en comparación con la guerra, es indudablemente menos efectivo y, para colmo, congruente con la pereza que nos caracteriza. Pero no me dejan otra alternativa: hay que matarlo.'
Se hizo un silencio y se oyó el golpeteo de los hielos en nuestros respectivos vasos mientras bebíamos mirándonos uno al otro por encima del ámbar del whisky. Nos reímos repentinamente rociando parte de nuestras bebidas sobre la mesa. 'Eres un pendejo', le dije casi cariñosamente. 'Lo sé', me contestó Luis Gala limpiándose con una servilleta. 'Pero son tiempos tan obscuros que hasta tú no tienes nada mejor que hacer que pasar las altas horas de la noche de viernes conmigo'. 'Te deseo suerte en tu empresa', le dije. 'Salud'. Y dando un nuevo trago recordé a mi mujer y las niñas con la mirada fija en el ventilador del techo.

lunes, marzo 18, 2019

Piedras al mar

Nos recuerdo al final, matando las horas frente al mar mientras esperábamos el ferry que había de llevarnos de regreso al otro lado. Una playa llena de piedras de todos tamaños sobre la que anduvimos con paso inseguro mientras atardecía bajo un cielo despejado. Las gaviotas. Las alargadas sombras contra la luz amarillenta, lejana. El gordo, la rubia, el hombre cara de caballo que aún parecía joven. Y yo el único extranjero entre ellos, aunque extranjeros éramos todos en aquella isla que estábamos a punto de abandonar para volver al continente. Nos detuvimos a poca distancia del agua verde y gris de razonable olor a pescado, la rubia cogida del brazo del gordo y éste conversando con el hombre cara de caballo que aún parecía joven, gesticulando teatral, enfático. Ellos hablaban en su lengua materna y yo en la de ellos, que no era aquella con la que yo había crecido, pero que ahora entendía y no tenía más remedio que expresar reflejando, aún imperfecta y con faltas, mi carácter cáustico que tanto celebraban cuando se dirigía hacia los demás y tanto aborrecían cuando les quemaba a ellos. Civilizados. Tolerantes. Con buena conciencia, también, ese pequeño defecto que hacía infranqueable la distancia que me separaba de ellos. Fue el hombre cara de caballo que aún parecía joven quien se inclinó para tomar una piedra pequeña y la lanzó al agua con la intención de hacerla saltar sobre ella. Consiguió hacerla saltar una vez y la piedra se hundió. El gordo se soltó repentinamente de la rubia, su mujer, miró con intensidad al hombre cara de caballo que aún parecía joven, y con una de sus pequeñas manos regordetas tomó otra piedra y la arrojó frenético haciéndola saltar hasta tres veces sobre el agua antes de hundirse. Nos miró a todos complacido, orondo, triunfal. La rubia se apartó el cabello del rostro con una mano y luego apoyó su palma sobre la mejilla y sus dedos sobre la sien, frunciendo ligeramente el ceño y la nariz como si la situación la consternara y le hubiera sobrevenido un súbito dolor de cabeza. Dio algunos pasos hacia atrás teniendo cuidado de no resbalar y nos miró a los tres hombres arrojar piedras al mar. Luego de varios días de escucharme hablar con soltura la lengua de la isla y haber ganado así una momentánea ventaja sobre ellos, el gordo disfrutaba de ver que las cosas volvían a su lugar. Porque ninguno de mis tiros conseguía hacer saltar las piedras más de una vez sobre el agua. Porque incluso el hombre cara de caballo que aún parecía joven consiguió hacer tres saltos en un par de ocasiones. Porque ya la rubia volvía a comentar con soltura mis insuficiencias, así llamadas por ella, culturales. La forma de coger una copa de vino o la de mover las manos, pero también el lanzamiento de piedras al mar. No me importaba. El goce de haberme internado en la isla compensaba la compañía. Las colinas y los ríos, las casas de piedra. Las librerías abundantes y cuidadosamente organizadas. Los caminos húmedos entre prados y arboledas. Pero también así la comprobación de mi desenvolvimiento dentro de esa sociedad tan alejada de la ceremonia. Así el ojo atento de quienes en la isla me reconocieron como uno de los suyos, un espíritu que podía integrarse el día en que así lo decidiera. Aunque ese día no llegara. Aunque a poco de conocerme comprendieran que no me quedaría, no en esta ocasión en que viajaba con tres personajes del continente, pero tampoco en ningún otro momento. El gordo hizo un mohín con la boca y movió la mano para dictar, sin decirlo, que no se arrojarían más piedras. Miró con severidad al hombre cara de caballo que aún parecía joven porque se le escapó un tiro más. Se enfundó las manos en el saco, pues empezaba a soplar un viento frío, y fue en busca de la rubia, su mujer, para darle el brazo y andar con ella, seguidos de nosotros, de vuelta al malecón. La luz del sol ya sólo iluminaba la parte alta de la colina donde se alzaba el castillo. Entramos en un bar donde ordenamos cerveza y los cristales tenían ese último fulgor que los convierte en espejos antes del anochecer. El gordo buscaba provocarme, pero también obligarme al mismo tiempo a reconocer que era un gran amigo, de modo y forma que no le tuviera en cuenta las múltiples ocasiones en que había intentado hacerme quedar en ridículo durante nuestra estancia en la isla, una mezquindad que contó con la anuencia cobarde del hombre cara de caballo que aún parecía joven, ese sí, su incondicional. Yo traté de que la rubia, su mujer, interviniera en favor mío en aquellos episodios. Porque yo creía que ella me veía con simpatía, como a un hijo. Porque era una artista y debía tener más sensibilidad. Pero fundamentalmente porque yo no entendía lo que era un matrimonio de verdad y el del gordo y la rubia lo era. Yo no era nadie frente a eso. 'No soy nadie', pensé con una sonrisa mientras daba un sorbo a mi cerveza y veía los ojos encendidos del gordo que me azuzaba con la mirada, su rostro atravesado de muecas por contener una carcajada que finalmente soltó, sólo para empezar a hablar inopinadamente de las grandes diferencias entre éste y el otro lado del Canal. Asentía el hombre cara de caballo que aún parecía joven haciendo breves acotaciones. Comentaba la rubia, a veces con gran disgusto del gordo que hacía ademán de encontrar sus opiniones escandalosamente estúpidas o inaceptables, así que conseguía que ella guardara silencio unos minutos mirando distraída las otras mesas para luego reparar en mí y hacer alguna observación vagamente denigratoria que gozaba del inmediato aplauso del gordo y la casi siempre tardía, pero segura emulación del hombre cara de caballo que aún parecía joven. No me importaba. Dentro de poco todos estaríamos en el ferry camino del continente, dejando atrás la isla. Dentro de un poco más se vería el perfil blanco y fantasmagórico de los acantilados de la costa continental. Más tarde estaría en mi habitación y dentro de pocos meses ya no habría ni isla ni continente, ni gordo ni rubia, ni siquiera el hombre cara de caballo que aún parecía joven. Dentro de pocos meses se extendería una inmensa llanura desértica y meridiana frente a mí. En ella todas estas vanidades serían recordadas de vez en cuando sólo como un sueño. Un sueño iluminado por esa misma luz del despejado atardecer en la isla. Sentiría de nuevo ganas de arrojar piedras, pero no habría mar donde hacerlas saltar. Ni siquiera un vaso donde hundirlas.

sábado, marzo 02, 2019

Museos

No he anunciado a nadie que tengo las llaves de la casa. Tampoco que él me ha encargado cuidar de ella. Cuando las turbulencias del día me agobian demasiado suelo venir aquí a descansar. Me siento en los sillones de la sala o en alguna habitación y, como es lógico, nos recuerdo aún adolescentes hablando sobre cualquier cosa, saludando o despidiendo a su madre y hermana que se hallaban en esta misma sala viendo televisión, o apostándonos a los costados de la ventana del cuarto para fumar, circunspectos, a puerta cerrada. Hace muchos años de todo esto. Al alivio que me produce venir a este lugar en el que nadie me imagina se une siempre el extraño placer de considerar el tiempo transcurrido desde que la casa quedó deshabitada y el todavía más largo desde que él se fue de aquí. Años apilados sobre otros años a los que me asomo como a un desfiladero, poseído a partes iguales de fascinación y vértigo.
La casa no ha cambiado demasiado: los libros de su madre que fueron los de la infancia de él siguen aquí; la barra del desayunador todavía divide la cocina y se halla rodeada de bancos; en mitad de la sala aún se descarapela el techo por influencia de la viga que lo soporta. Es casi como estar de vuelta de un largo viaje en el tiempo. Como una oportunidad de empezar de nuevo. Diríase que en cualquier momento va a entrar él por la puerta de cristales nublados arrastrando al abrir el guardapolvos que la remata y barriendo así el suelo de linóleo. O que la luz de los faros del Fairmont de su madre inundará la penumbra de la sala a la hora del crepúsculo mientras toca el claxon para que alguien salga a abrir la cochera. Pero luego no se produce ninguna de estas cosas. Nada vuelve a comenzar. Cae la noche y, sin encender una sola luz para no llamar la atención, salgo de vuelta a mi vida y recorro deprisa el trayecto que me separa de mi casa. No soy más el adolescente que salía de aquí acompañado de él algunas mañanas de domingo para bajar la barranca y robar mangos en la huerta del fondo. No soy muchacho de nuevo, pese a los minutos transcurridos entre las paredes de esa casa tan parecida a la de mis recuerdos, así lo compruebo ya frente a mi espejo: los belfos caídos y la calva incipiente. Si algo ha de reanudarse es el hoy que no ha terminado conmigo.
Esta casa en la que vivo desde hace años, separado de mi mujer y autorizado a ver a mi hija una vez a la semana, es prestada. La mayor de mis tías, solterona y acaudalada, ha tenido la generosidad de rentármela por poco dinero ya que, dice, no encuentra gente confiable a la que meter en ella. Es curioso que él tampoco quiera rentar la casa de su madre, que fue la de él hace muchos años, y prefiera darme las llaves para que cuide de ella como de un museo. Guardián de la memoria, me ha llamado. Él como mi tía, pienso, es ahora un hombre solitario. Yo soy un hombre solitario. Ella y él han reunido una pequeña fortuna con el paso del tiempo. Yo no he reunido nada. A él le ha abandonado su mujer y se ha llevado a sus hijas, yo me he separado de la mía y apenas puedo ver a la pequeña una vez a la semana. Mi tía y él se han hallado solos y con propiedades en la madurez de sus vidas, ella sin descendencia y él con un par de niñas cuyo paradero ignora, lo que en cierto modo es lo mismo. No viven ya su madre ni su hermana que veían la televisión en la casa que él me ha encargado, sentadas en los sillones en que a veces tomo siesta y tengo sueños delirantes. Sueños en que me levanto de ese mismo sillón y voy a la tienda de la vuelta donde los dependientes me amarran y retienen entre costales de azúcar y aserrín. Sueños en que mi madre asmática fuma sin parar quejándose de que no he vuelto de la tienda. Sueños en que mi padre me mira con la cara negra y los ojos desorbitados gritándome maricón. Pero al despertar encuentro que sólo se trataba de muertos, muertos hace mucho tiempo. Y medito sobre las dificultades de los hombres y mujeres solitarios vivos. Como él y mi tía. Como yo.
No fui práctico en la vida y, como resultado, no soy yo quien debe enfrentar los problemas de haber reunido un patrimonio en solitario. Los hay que, abandonados por sus familias, entregan todo a iglesias y cultos que siempre están al acecho; otros, con menos ínfulas religiosas pero igualmente desesperados, se ven obligados a heredar a parientes que no han visto nunca o cuyo trato fue siempre un suplicio. Él ha optado por congelar el tiempo. Para conseguirlo ha pedido mi ayuda. Pero el pasado no puede habitarse y, por lo tanto, la casa de su madre que es la de su infancia debe permanecer yerma, ya no sólo porque él se halle a miles de kilómetros de ciudad natal en la remota Santa Teresa donde aún abriga la esperanza de que su mujer y las niñas vuelvan, ya no sólo porque a mí no me falte donde vivir, aunque sea en calidad de préstamo gracias a mi tía soltera y acaudalada, sino porque instalarse entre sus paredes haría entrar el presente de manera inevitable, destruyéndolo todo. Es así que yo tengo estas llaves para resguardar el pasado. A cambio de ello el pasado me resguarda a mí cuando el presente no es benigno. Sólo un poco, el plazo de un sueño o una meditación. Sólo un poco, el tiempo de retomar fuerzas.
En el viejo buzón, cuya herrería fundiera su abuelo, he hallado una carta suya. Me dice que ha decidido cerrar también la casa en que viviera con su mujer y las niñas. Se ha buscado otro sitio sin llevarse un solo mueble de ella, ningún libro, ninguna ropa. A fresh start, aclara en inglés sin tanta convicción de ese comienzo como de la sensatez de su decisión frente al pasado. Debe estar ahora sereno en algún otro lugar de Santa Teresa, aunque no aclara si sigue ahí o ha decidido mudar de ciudad también, construyendo otro patrimonio en solitario al que habrá que buscar herederos o, cuando menos, un depositario. Para el amor, mucho me temo, ya es demasiado tarde. Para él, para mi tía. Pero también para mí.