lunes, marzo 18, 2019

Piedras al mar

Nos recuerdo al final, matando las horas frente al mar mientras esperábamos el ferry que había de llevarnos de regreso al otro lado. Una playa llena de piedras de todos tamaños sobre la que anduvimos con paso inseguro mientras atardecía bajo un cielo despejado. Las gaviotas. Las alargadas sombras contra la luz amarillenta, lejana. El gordo, la rubia, el hombre cara de caballo que aún parecía joven. Y yo el único extranjero entre ellos, aunque extranjeros éramos todos en aquella isla que estábamos a punto de abandonar para volver al continente. Nos detuvimos a poca distancia del agua verde y gris de razonable olor a pescado, la rubia cogida del brazo del gordo y éste conversando con el hombre cara de caballo que aún parecía joven, gesticulando teatral, enfático. Ellos hablaban en su lengua materna y yo en la de ellos, que no era aquella con la que yo había crecido, pero que ahora entendía y no tenía más remedio que expresar reflejando, aún imperfecta y con faltas, mi carácter cáustico que tanto celebraban cuando se dirigía hacia los demás y tanto aborrecían cuando les quemaba a ellos. Civilizados. Tolerantes. Con buena conciencia, también, ese pequeño defecto que hacía infranqueable la distancia que me separaba de ellos. Fue el hombre cara de caballo que aún parecía joven quien se inclinó para tomar una piedra pequeña y la lanzó al agua con la intención de hacerla saltar sobre ella. Consiguió hacerla saltar una vez y la piedra se hundió. El gordo se soltó repentinamente de la rubia, su mujer, miró con intensidad al hombre cara de caballo que aún parecía joven, y con una de sus pequeñas manos regordetas tomó otra piedra y la arrojó frenético haciéndola saltar hasta tres veces sobre el agua antes de hundirse. Nos miró a todos complacido, orondo, triunfal. La rubia se apartó el cabello del rostro con una mano y luego apoyó su palma sobre la mejilla y sus dedos sobre la sien, frunciendo ligeramente el ceño y la nariz como si la situación la consternara y le hubiera sobrevenido un súbito dolor de cabeza. Dio algunos pasos hacia atrás teniendo cuidado de no resbalar y nos miró a los tres hombres arrojar piedras al mar. Luego de varios días de escucharme hablar con soltura la lengua de la isla y haber ganado así una momentánea ventaja sobre ellos, el gordo disfrutaba de ver que las cosas volvían a su lugar. Porque ninguno de mis tiros conseguía hacer saltar las piedras más de una vez sobre el agua. Porque incluso el hombre cara de caballo que aún parecía joven consiguió hacer tres saltos en un par de ocasiones. Porque ya la rubia volvía a comentar con soltura mis insuficiencias, así llamadas por ella, culturales. La forma de coger una copa de vino o la de mover las manos, pero también el lanzamiento de piedras al mar. No me importaba. El goce de haberme internado en la isla compensaba la compañía. Las colinas y los ríos, las casas de piedra. Las librerías abundantes y cuidadosamente organizadas. Los caminos húmedos entre prados y arboledas. Pero también así la comprobación de mi desenvolvimiento dentro de esa sociedad tan alejada de la ceremonia. Así el ojo atento de quienes en la isla me reconocieron como uno de los suyos, un espíritu que podía integrarse el día en que así lo decidiera. Aunque ese día no llegara. Aunque a poco de conocerme comprendieran que no me quedaría, no en esta ocasión en que viajaba con tres personajes del continente, pero tampoco en ningún otro momento. El gordo hizo un mohín con la boca y movió la mano para dictar, sin decirlo, que no se arrojarían más piedras. Miró con severidad al hombre cara de caballo que aún parecía joven porque se le escapó un tiro más. Se enfundó las manos en el saco, pues empezaba a soplar un viento frío, y fue en busca de la rubia, su mujer, para darle el brazo y andar con ella, seguidos de nosotros, de vuelta al malecón. La luz del sol ya sólo iluminaba la parte alta de la colina donde se alzaba el castillo. Entramos en un bar donde ordenamos cerveza y los cristales tenían ese último fulgor que los convierte en espejos antes del anochecer. El gordo buscaba provocarme, pero también obligarme al mismo tiempo a reconocer que era un gran amigo, de modo y forma que no le tuviera en cuenta las múltiples ocasiones en que había intentado hacerme quedar en ridículo durante nuestra estancia en la isla, una mezquindad que contó con la anuencia cobarde del hombre cara de caballo que aún parecía joven, ese sí, su incondicional. Yo traté de que la rubia, su mujer, interviniera en favor mío en aquellos episodios. Porque yo creía que ella me veía con simpatía, como a un hijo. Porque era una artista y debía tener más sensibilidad. Pero fundamentalmente porque yo no entendía lo que era un matrimonio de verdad y el del gordo y la rubia lo era. Yo no era nadie frente a eso. 'No soy nadie', pensé con una sonrisa mientras daba un sorbo a mi cerveza y veía los ojos encendidos del gordo que me azuzaba con la mirada, su rostro atravesado de muecas por contener una carcajada que finalmente soltó, sólo para empezar a hablar inopinadamente de las grandes diferencias entre éste y el otro lado del Canal. Asentía el hombre cara de caballo que aún parecía joven haciendo breves acotaciones. Comentaba la rubia, a veces con gran disgusto del gordo que hacía ademán de encontrar sus opiniones escandalosamente estúpidas o inaceptables, así que conseguía que ella guardara silencio unos minutos mirando distraída las otras mesas para luego reparar en mí y hacer alguna observación vagamente denigratoria que gozaba del inmediato aplauso del gordo y la casi siempre tardía, pero segura emulación del hombre cara de caballo que aún parecía joven. No me importaba. Dentro de poco todos estaríamos en el ferry camino del continente, dejando atrás la isla. Dentro de un poco más se vería el perfil blanco y fantasmagórico de los acantilados de la costa continental. Más tarde estaría en mi habitación y dentro de pocos meses ya no habría ni isla ni continente, ni gordo ni rubia, ni siquiera el hombre cara de caballo que aún parecía joven. Dentro de pocos meses se extendería una inmensa llanura desértica y meridiana frente a mí. En ella todas estas vanidades serían recordadas de vez en cuando sólo como un sueño. Un sueño iluminado por esa misma luz del despejado atardecer en la isla. Sentiría de nuevo ganas de arrojar piedras, pero no habría mar donde hacerlas saltar. Ni siquiera un vaso donde hundirlas.

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