sábado, marzo 02, 2019

Museos

No he anunciado a nadie que tengo las llaves de la casa. Tampoco que él me ha encargado cuidar de ella. Cuando las turbulencias del día me agobian demasiado suelo venir aquí a descansar. Me siento en los sillones de la sala o en alguna habitación y, como es lógico, nos recuerdo aún adolescentes hablando sobre cualquier cosa, saludando o despidiendo a su madre y hermana que se hallaban en esta misma sala viendo televisión, o apostándonos a los costados de la ventana del cuarto para fumar, circunspectos, a puerta cerrada. Hace muchos años de todo esto. Al alivio que me produce venir a este lugar en el que nadie me imagina se une siempre el extraño placer de considerar el tiempo transcurrido desde que la casa quedó deshabitada y el todavía más largo desde que él se fue de aquí. Años apilados sobre otros años a los que me asomo como a un desfiladero, poseído a partes iguales de fascinación y vértigo.
La casa no ha cambiado demasiado: los libros de su madre que fueron los de la infancia de él siguen aquí; la barra del desayunador todavía divide la cocina y se halla rodeada de bancos; en mitad de la sala aún se descarapela el techo por influencia de la viga que lo soporta. Es casi como estar de vuelta de un largo viaje en el tiempo. Como una oportunidad de empezar de nuevo. Diríase que en cualquier momento va a entrar él por la puerta de cristales nublados arrastrando al abrir el guardapolvos que la remata y barriendo así el suelo de linóleo. O que la luz de los faros del Fairmont de su madre inundará la penumbra de la sala a la hora del crepúsculo mientras toca el claxon para que alguien salga a abrir la cochera. Pero luego no se produce ninguna de estas cosas. Nada vuelve a comenzar. Cae la noche y, sin encender una sola luz para no llamar la atención, salgo de vuelta a mi vida y recorro deprisa el trayecto que me separa de mi casa. No soy más el adolescente que salía de aquí acompañado de él algunas mañanas de domingo para bajar la barranca y robar mangos en la huerta del fondo. No soy muchacho de nuevo, pese a los minutos transcurridos entre las paredes de esa casa tan parecida a la de mis recuerdos, así lo compruebo ya frente a mi espejo: los belfos caídos y la calva incipiente. Si algo ha de reanudarse es el hoy que no ha terminado conmigo.
Esta casa en la que vivo desde hace años, separado de mi mujer y autorizado a ver a mi hija una vez a la semana, es prestada. La mayor de mis tías, solterona y acaudalada, ha tenido la generosidad de rentármela por poco dinero ya que, dice, no encuentra gente confiable a la que meter en ella. Es curioso que él tampoco quiera rentar la casa de su madre, que fue la de él hace muchos años, y prefiera darme las llaves para que cuide de ella como de un museo. Guardián de la memoria, me ha llamado. Él como mi tía, pienso, es ahora un hombre solitario. Yo soy un hombre solitario. Ella y él han reunido una pequeña fortuna con el paso del tiempo. Yo no he reunido nada. A él le ha abandonado su mujer y se ha llevado a sus hijas, yo me he separado de la mía y apenas puedo ver a la pequeña una vez a la semana. Mi tía y él se han hallado solos y con propiedades en la madurez de sus vidas, ella sin descendencia y él con un par de niñas cuyo paradero ignora, lo que en cierto modo es lo mismo. No viven ya su madre ni su hermana que veían la televisión en la casa que él me ha encargado, sentadas en los sillones en que a veces tomo siesta y tengo sueños delirantes. Sueños en que me levanto de ese mismo sillón y voy a la tienda de la vuelta donde los dependientes me amarran y retienen entre costales de azúcar y aserrín. Sueños en que mi madre asmática fuma sin parar quejándose de que no he vuelto de la tienda. Sueños en que mi padre me mira con la cara negra y los ojos desorbitados gritándome maricón. Pero al despertar encuentro que sólo se trataba de muertos, muertos hace mucho tiempo. Y medito sobre las dificultades de los hombres y mujeres solitarios vivos. Como él y mi tía. Como yo.
No fui práctico en la vida y, como resultado, no soy yo quien debe enfrentar los problemas de haber reunido un patrimonio en solitario. Los hay que, abandonados por sus familias, entregan todo a iglesias y cultos que siempre están al acecho; otros, con menos ínfulas religiosas pero igualmente desesperados, se ven obligados a heredar a parientes que no han visto nunca o cuyo trato fue siempre un suplicio. Él ha optado por congelar el tiempo. Para conseguirlo ha pedido mi ayuda. Pero el pasado no puede habitarse y, por lo tanto, la casa de su madre que es la de su infancia debe permanecer yerma, ya no sólo porque él se halle a miles de kilómetros de ciudad natal en la remota Santa Teresa donde aún abriga la esperanza de que su mujer y las niñas vuelvan, ya no sólo porque a mí no me falte donde vivir, aunque sea en calidad de préstamo gracias a mi tía soltera y acaudalada, sino porque instalarse entre sus paredes haría entrar el presente de manera inevitable, destruyéndolo todo. Es así que yo tengo estas llaves para resguardar el pasado. A cambio de ello el pasado me resguarda a mí cuando el presente no es benigno. Sólo un poco, el plazo de un sueño o una meditación. Sólo un poco, el tiempo de retomar fuerzas.
En el viejo buzón, cuya herrería fundiera su abuelo, he hallado una carta suya. Me dice que ha decidido cerrar también la casa en que viviera con su mujer y las niñas. Se ha buscado otro sitio sin llevarse un solo mueble de ella, ningún libro, ninguna ropa. A fresh start, aclara en inglés sin tanta convicción de ese comienzo como de la sensatez de su decisión frente al pasado. Debe estar ahora sereno en algún otro lugar de Santa Teresa, aunque no aclara si sigue ahí o ha decidido mudar de ciudad también, construyendo otro patrimonio en solitario al que habrá que buscar herederos o, cuando menos, un depositario. Para el amor, mucho me temo, ya es demasiado tarde. Para él, para mi tía. Pero también para mí.

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