lunes, febrero 03, 2020

La señora Wilbur

En la casa de enfrente vive la señora Wilbur. Ella se sienta a su ventana todas las tardes poco antes del ocaso. Es primero una sombra con fondo blanco, luego una sombra con fondo negro, luego sólo un cuadro obscuro. Espera. Espera día tras día, invariablemente, pero no está loca. Limpia los pisos de su casa con detergente olor lavanda y los baños con lejía. Sacude los libreros levantando cada una de las figurillas de porcelana que habitan peligrosamente el borde de las repisas. Hace pausas. Cuando las hace se sienta en la silla roja del rincón, debajo del retrato de su hijo. Espera a que su respiración se normalice. No es obesa, pero tampoco demasiado delgada. Come con alguna atención al balance y ocasionales concesiones a lo que le prohíben los médicos. A veces tiene el carácter grave y lee, concentrada; a veces lo tiene ligero y ve una serie y luego una película hasta que le quedan los ojos como platos y hay un cenicero repleto de cáscaras de pistache o cacahuetes. Otras veces le duele la cabeza y se recuesta en su cama frente a la cómoda sobrecargada de adornos. Cierra los ojos. Ve luces de colores verde y morado. Escucha una conversación real en la calle y otra imaginaria dándole el biberón a su hermano. El gato va y se sienta al pie de la cama en esas ocasiones, mirando sus pies que salen.
Un día, el timbre. Ella de pie, descalza, buscando sus pantuflas por no recordar dónde dejó sus zapatos. Sus pasos en la escalera, la puerta que se abre. Una niña. Qué ojos más grandes y qué ropa tan raída. Que la manda su madre desde el barrio al otro lado del río. Que tienen hambre y no hay comida ni para el más pequeño. La señora Wilbur pone una lata de leche en polvo en los brazos de la niña que apenas puede cargarla. La ve alejarse acariciando la lata para que no resbale. El pelo hecho una maraña, lleno de piojos que brillan. El gato se ha quedado detrás de ella y, cuando cierra la puerta, le dirige una mirada de incomprensión. Se lava las manos y luego los brazos. Inconforme, se lava el cabello con agua caliente y jabón de sávila, pero no está loca. Se examina los brazos deseando no encontrar ningún sarpullido y, un tanto enfadada, se sienta a leer en la silla roja del rincón. Está furiosa, lo que le permite impostar una concentración decidida con la que adelantar muchas páginas de la novela de un escritor recientemente fallecido. Una historia protagonizada por una niña que vive al otro lado del río en compañía de su madre y su hermano pequeño. De noche, su madre deja al bebé a su cargo y sale perfumada a dos manzanas de aquí. 'No me busques', le dice, 'pero si debes hacerlo por una verdadera emergencia y no estoy en la esquina con mis amigas díselo a Don Macario, el recepcionista del hotel'. Y añade: 'Por ningún motivo subas a buscarme. Que él me llame, ¿entendiste?'. Ella levanta la vista del libro de vez en cuando y, por encima de sus gafas, mira al gato pelear con las borlas de los cojines. Está indecisa entre llamarle la atención o asistir a sus evoluciones, ya de espaldas empujando el cojín con las patas, ya de frente erizándose de pronto como quien ha visto a un enemigo mortal. Vuelve a la novela censurando su distracción con un ligero movimiento de cabeza.
Cuando empieza a escasear la luz apoya el libro contra la mesita al lado del sillón rojo, con las páginas abiertas de par en par ahí donde se quedó. Se pone de pie y, dándose la media vuelta, mira en la penumbra el retrato de su hijo en traje de gala. Quiere coger el rosario, pero abomina de las supersticiones y entonces considera llegado el momento de sentarse junto a su ventana como todas las tardes. ¿Qué hace la señora Wilbur mirando a la calle por donde apenas pasa nadie durante más de una hora? No se mueve casi, pero tampoco duerme. Al principio es posible distinguir sus ojos abiertos, a veces muy abiertos, como quien quiere apartar de sí una visión horrible. A veces cambia la posición de las manos, recogidas ambas sobre su regazo, una sobre otra. Puede entreverse, con el último rayo de luz, cómo se ajusta el manto por encima de los hombros como si se abrazara a sí misma. No puede saberse el momento en que se levanta porque ya la obscuridad no permite distinguir nada. El aire que sopla poco antes del anochecer sacude los árboles de su jardín frontal, hace chirriar la baranda de su entrada. La hierba que cada vez le cuesta más arrancar es acariciada por el viento como el sonido de un escalofrío susurrante. Sombras. Luego el timbre de nuevo.
La señora Wilbur duda, pero el ding dong se repite perentorio y se decide a bajar las escaleras. Recorre un poco la cortina, pero no distingue nada. Con la mano en el interruptor, se reprocha no haber hecho cambiar la bombilla de la entrada, fundida desde hace días. 'Hay que poner atención a las cosas pequeñas', recuerda haber leído esa misma tarde en boca de Don Macario. Se acerca a la puerta. '¿Quién vive?' pregunta con una voz incapaz de ocultar su nerviosismo. El viento arrecia y no sabe ya si escuchó el chirrido de la baranda o el ulular del aire a través de las hojas, quizá una voz o un quejido. '¿Quién vive?', repite luego de carraspear para limpiarse la garganta. No vuelven a timbrar pero ahora tocan detrás de la puerta. Toc, toc, toc, tres golpes pausados y claros que la obligan a apartar el oído de la madera y mirar de frente a aquel límite detrás del cual está alguien. '¿Quién vive?' dice por última vez y nadie le responde. La baranda vuelve a chirriar. Luego un golpe metálico. ¿Se ha encendido la bombilla de la entrada? Habrá sido un falso contacto. Descorriendo la cortina ligeramente no ve que haya nadie a la puerta y sólo entonces percibe los pequeños golpes de sangre en sus sienes. Vuelve a su habitación donde encuentra al gato mirando a la calle con fijeza. Le apetece dormir pero no logra conciliar el sueño y entonces baja las escaleras a por su libro, que se ha quedado en la mesita al lado de la silla roja del rincón. Comprueba que las sombras son familiares. De este lado el reloj de péndulo. De aquel la antigua jaula del perico, el perfil de la lámpara de pie. Resiste la tentación de asomarse a la ventana y vuelve a su habitación.
'El niño está más inquieto que de costumbre y no deja de llorar. Ya no hay leche. Mamá le ha pedido no ir a buscarla, pero es que la situación es ya desesperada. Quizá Don Macario pueda darle algo para calmarlo, quizá él pueda buscar a mamá o ni siquiera haga falta que la busque por hallarse ella en compañía de sus amigas en la esquina. "No llores chiquito, no llores, voy a regresar de inmediato, ¿eh? no llores", le dice la niña al bebé mientras lo deja en su cuna y sale a la calle con una cobija encima porque no hay abrigos para ella. Hace más frío de lo que pensaba. En vez de ir hacia la esquina consabida piensa en cruzar el puente que está a sólo dos manzanas en la dirección contraria. Ir al otro lado del río a buscar ayuda. Mamá puede enfadarse, piensa, pero quizá se ponga contenta viendo que puede resolver ella sola los problemas. Camina hacia allá y en mitad del puente la detiene el ruido de las aguas allá abajo. Un rugido como amenaza, un griterío del infierno. Se apresura arrepentida de haberse detenido y dobla en la primera esquina por donde la calle sube hacia una pequeña colina. No hay nadie afuera y el viento ha empezado a soplar con más fuerza como si se aproximara una tormenta. No es usual en esta época del año. Repara en que tiene hambre y pasa las manos por las distintas rejas y barandas hasta pincharse con una de ellas, oxidada y baja, que chirría con el aire. Ve una luz allá arriba y se decide a tocar a pesar de la obscuridad de la entrada. Apenas alcanza el timbre. Toca.'
La señora Wilbur deja caer el libro, dormida. La despierta sobresaltada el timbre. ¿Quién puede ser tan tarde? Baja con dificultad y cree escuchar voces en la sala como cuando vinieron los soldados a avisarle del fallecimiento de su hijo. Cuatro cadetes apuestos, uno de ellos manco, que se reunieron con ella en la sala para darle la noticia. Serios, no sentimentales, la obligaron con su sola actitud a comportarse con circunspección y entereza. Apenas le salieron dos lágrimas involuntarias cuando se abrazó a uno de ellos al despedirse. Ningún gemido. Nada delante de ellos aquella tarde en que se sentó por primera vez frente a la ventana para ver anochecer. El timbre de nuevo. 'Ya voy', intenta gritar, pero apenas le ha salido la voz y es imposible que la oigan afuera. Enciende la luz de la entrada y se asoma por la ventana. Ahí está la niña de esta tarde con las mismas ropas raídas y una cobija encima. No alcanza a terminar la pregunta ¿qué quieres? cuando se apaga la bombilla de la entrada. Abre la puerta sin encender más luces y escucha cómo entra rápidamente la mocosa junto con el viento como si conociera todos los rincones de la casa. Sus rápidas pisadas se oyen en las escaleras, en la cocina, en el cuarto de estar. '¿Pero qué haces? ¿qué quieres?' dice desesperada a la obscuridad y prende la luz de la sala para volver enseguida junto a la entrada para cerrar la puerta. Luego prende otra luz. Y otra. Y otra más. La niña de ojos grandes no aparece. Sólo pisadas furtivas aquí y allá. '¿Quieres de comer? ¿pero tú estás loca? Sal inmediatamente y habla conmigo'. El gato baja las escaleras tranquilamente y la mira como si se preguntara la razón de tanto alboroto. Sube a su habitación y ve las sábanas y el cobertor abultados, en movimiento. Se acerca decidida a echarla, pero cuando descubre la cama sólo encuentra el colchón humeante, quemado por la mitad. Despierta.
La luz de la mesita de noche se ha quedado encendida, el libro en el suelo. 'Qué pesadilla', se dice. La señora Wilbur baja a tomar agua ante la mirada indiferente del gato. Se asoma por la ventana corriendo ligeramente la cortina y ve pasar a los bomberos con rumbo al otro lado del río. Un zumbido extraño. Luces verdes y moradas. Un dolor en la sien. 'Con el bote de leche entre los brazos vuelve a casa y encuentra todo en llamas. Suelta el bote y el polvo se derrama en la banqueta mientras corre hacia la esquina del hotel. Su madre está ocupada, le informa Don Macario, no puede interrumpirla ahora. Ella grita desesperada que la casa se está incendiando, que el niño está ahí dentro, que venga por favor. Y sin esperar a que ceda la incredulidad de Don Macario ella entra al hotel gritando por los pasillos hasta despertar a todos. Su madre sale envuelta en una sábana manchada y la reprende. "¿Pero tú te has vuelto loca? ¡vete de aquí! ¡este no es lugar para una niña!". Luego comprende. Corren una detrás de otra, aullando. Pero ya es inútil.' La señora Wilbur llamará al electricista mañana. Arreglarán la bombilla de la entrada. O el falso contacto. Esperará a que caiga la tarde sentada frente a la ventana. Pero no vendrá nadie.

No hay comentarios: