domingo, enero 26, 2020

Oquedad

Cuando le faltó quiso acercar la luz a la oquedad a fin de conocer su naturaleza y contorno exactos en la esperanza comprensible de poder explicarse su ausencia con las herramientas que le eran más caras: la razón, la inteligencia. Una estructura cronológica con causas y consecuencias, con perfiles definidos y dudas acotadas como temas de una investigación futura. Se sentaba a comer a mediodía frente a su mesa de seis plazas luego de trabajar toda la mañana con una diligencia incuestionable: una porción de verduras, carne, pollo o pescado, un postre al que nunca faltaba una cucharada de miel. Orden en medio de la tentación disgregadora de los objetos familiares que rezuman historia. Al terminar de comer, con algún temor, se dejaba llevar por un breve sueño durante la siesta hacia donde le condujera un amo misterioso que sólo era capaz de comunicar sus deseos mediante símbolos oscuros y paisajes paradójicos. Desprovisto de palabras se hacía la noche en su cama aunque afuera cayera el sol como un plomo y sentía en sus huesos traspuestos el frío mortuorio que hacía en mitad de la oquedad, que no era más el interior de un tronco viejo ni el espacio ahora vacío de su mano antes colmada de unos dedos entrelazados y húmedos, sino una extensión sin fin de habitaciones blancas comunicadas por escaleras donde siempre oscurecía o estaba por amanecer ese tono suspendido, ese titubeo del cielo buscándolo o poseyéndolo igual que al humo o al misterio, apenas unos minutos del reloj firme al que había querido sujetarse cuando le faltó y a cuya indicación oportuna se ponía de pie para volver a su despacho para el turno de la tarde.
Ahuyentó a cuantos se prestaron a oírle el relato pormenorizado de los hechos y a los que creyó premiar intelectualmente con el esquema de sus deducciones, como si el despliegue de la lógica más impecable y el análisis más agudo y minucioso pudiese interesar a quienes deben a su vez vivir sus vidas y preparar sus alimentos. Sus esfuerzos por cartografiar el mundo de la oquedad parecían interminables sin importar cuánto se resistiera a pensamientos ociosos y cuánto se obligara a estructurar aún por escrito los distintos aspectos del abandono o la ausencia. La esfera diurna terminaba por sucumbir ante el olor de un cajón que había sido abierto casi siguiendo un dictado inconsciente, sin que cerrarlo en el acto pudiera impedir la inundación de corredores enteros y aún de las calles vecinas con las aguas oscuras del gran faltante. El manto de la noche brotaba incontrolable de la gaveta abierta, entretejido con el oro de los días felices que habitan el pretérito perfecto y cuya memoria se deforma con cada evocación obsesiva e irresponsable, igual que se desgasta el metal de una moneda tras un millar de intercambios.
Se disciplinaba. Espantaba a los pájaros de su cabeza con el ruido que hacía el cajón al cerrarse y, en ropa deportiva, salía a dar vueltas por la laguna con ánimo de corredor. ¿Cuál es la alternativa cuando no existen compañeros de viaje de ningún tipo capaces de acompañarlo en ese recorrido por la oquedad? ¿Qué opción si no se puede hablar con el hombre que desescama pescado a orillas del mar ni acudir a la tertulia de Madame Verdurin? ¿Qué puede quedar sino extenuarse hasta morder el polvo? Los toxicómanos quieren beberse su vino y fumar su tabaco atraídos por el olor de la sangre que mana de sus heridas. Las señoritas con pene zarandean sus encantos frente a él para reír histéricamente y conservar vírgenes sus prejuicios. Los colegas no están dispuestos a hacer nada que se aparte del mínimo exigible por las burocracias que los han emasculado para alimentarlos con desperdicios. No hay, pues, ningún prado donde perseguir ninfas que pudieran atraerle detrás de un arbusto, al interior de una cueva, a la profundidad de un estanque luego del cual podrá cruzar el puente hacia donde la oquedad no existe, ahí donde el amor es un regalo sin envidias ni posesiones, pero también sin soledad. Cada vuelta a la laguna, cada día productivo hecho de industria y progreso, cada jornada equidistante del vicio y la virtud, lo alejan del dolor a fuerza de encender una bombilla perezosa y aséptica que no calienta ni ilumina más horizonte que el de una pared desnuda. Desaparece así su humanidad para dar paso al autómata. Un cartesiano fuerte y vigoroso. Un cliente. Una mercancía.
Se duerme bien abrigado. Confía. Pero no en este empeño ilustrado cuanto en el sueño agitado y reivindicativo, la duermevela de la conciencia, el perfume perturbador. No le importa enfrentarse a monstruos ni despertar llorando de madrugada, bañado en sudor, desesperado, solo. No teme la obscuridad del cajón ni el manto negro entretejido con la luz de lo que ahora le falta, la ausencia, la oquedad. Teme más curarse y ser absorbido por el mundo solar que le invita a operar sustituciones donde entrevió originalidades, teme convencerse de la solidez de las superficies y de la trivialidad de sus angustias. Teme no creer en fantasmas. 'Un día', piensa, 'he de abandonar esta casa para siempre de la mano de quien amé y no tendré más miedo y subiré por los cielos hasta esa ciudad de interminables escaleras donde andaremos desnudos en medio de bares y eternidad, haciendo el amor y persiguiéndonos, respirando bajo el agua y en la mitad remota del espacio estrellado, un día quien amé colmará la oquedad que ha dejado en mí y se fundirá conmigo para siempre como en esta noche el dolor con mi carne, como es imborrable lo ocurrido aún en el desmemoriado transcurso de los siglos por venir, amor, amor, amor...'. 
Hasta mañana.

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