lunes, julio 19, 2010

Dos corazones

Cuando Luis Gala se instaló en el escritorio restante de mi oficina, no lo agradecí, no por nada relativo a su persona –aunque objetivamente también había razones de este tipo- sino porque a nadie le gusta compartir diez metros cuadrados con alguien más. El mexicano venía mal rasurado y con la ropa desgastada, aunque parecía limpio y atento, dueño de una sonrisa torva que parecía costarle mucho esfuerzo, rara vez iniciaba una conversación, pero bastaba hablarle un poco para que se soltara imparable con toda clase de meandros discursivos y retóricas imposibles, sudando como quien no controla la lengua o padece una vergüenza inexplicable. El jefe del departamento dijo que sólo estaría con nosotros seis semanas. Aguantaría.
Yo también estaba de visita en aquella universidad española aunque por más tiempo: los recortes del ministerio argentino no dejaban más opción que otros países iberoamericanos y ¿a dónde iba a ir sino a España? Me acompañó Claudia con un acta de matrimonio falsa que se tragaron en el consulado y hubo que sacar toda clase de permisos sanitarios porque ella se empeñó en traer a su perro Videlón, un french-poodle gris y nervioso que tardó una semana en adaptarse al nuevo clima y reanudar sus hábitos. Claudia pensó que el histérico animal se moriría (yo lo desee), que tal vez el vuelo lo había dañado irremediablemente y no volvería a levantar cabeza. Buena parte de los pocos euros que traíamos los gastamos en veterinarios durante los primeros días y si al principio desee enterrar a Videlón en la madre patria, la falta de sexo y la creciente abulia de una Claudia cada vez más preocupada me fueron empujando a buscarle remedio y salvar al animal. Por mi propia tranquilidad y no menos importante desahogo, desde luego.
Al principio Luis Gala llegaba antes que yo a la oficina, lo que si bien no pasaba de un mero detalle me fue resultando cada vez más antipático. Decidí llegar antes que él y por un par de días Claudia me preguntó por qué me levantaba media hora antes de lo habitual. No recuerdo lo que le dije, pero no fue la verdad. Mis esfuerzos fueron insuficientes: en ambas ocasiones Luis Gala estaba ya ahí con su sonrisita esquiva y sus ademanes afectados, fingiendo cordialidad cuando se veía claro que nos tomaba a todos por unos irredentos idiotas. Luego intenté irme después que él, pero por más que esperé hasta avanzada la tarde el pelotudo no se largó. Había apagado mi celular para que Claudia no me interrumpiera obligándome a darle explicaciones delante del mexicano, y como era de esperarse, de vuelta a casa, Claudia me echó en cara mi retraso con una discusión bizantina que un recuperado Videlón completó con una docena de bien distribuidos ladridos. Me quedé sin cenar. Y sin sexo, claro.
El trabajo iba mal. No es que esperara otra cosa de esta estancia, pero mirar todo el día a Luis Gala escribiendo con fruición y aire concentrado mientras mis ideas no cuajaban como era debido me ponía los nervios de punta. A veces el mexicano alzaba la mirada por encima del monitor y me sonreía no sé si hipócritamente o con burla, sin decir nada torcía la boca y volvía a su desenfrenada adicción laboral. Sin soportarlo, no fueron pocas las veces en que decidí interrumpirlo con un comentario tópico e incidental como el fraudulento clima mediterráneo (una mierda) o la vocación científica de nuestros países (inexistente), pero semejante acción siempre traía una cola peor para mí, pues Luis Gala hablaba entonces hasta por los codos dejando poco margen no ya para cortarlo, sino hasta para ir al baño. Lo que tenía que decir no me interesaba particularmente, de modo que intenté ser un poco más brutal en mi trato con él para ver si así reaccionaba, haciendo gala de los amigos que venían a buscarme (meros conocidos) o echándole en cara el contraste entre su muy miserable soledad y las satisfacciones (exageradas) de mi vida con Claudia. Con sorna le sugerí prestarle a Videlón, lo que declinó razonando por diez minutos sobre la relación entre las mascotas y la decadencia occidental. No parecía inmutarse.
Su actitud con el jefe del departamento era más mesurada. Hablaba poco y asentía, soportaba pacientemente un tratamiento paternal que a mí me parecía aberrante y no le importaba que el crédito se lo llevasen otros. Conmigo el jefe era distinto, parecía no conceder la menor importancia a que nuestros proyectos estuvieran detenidos por semanas y nos invitaba a Claudia y a mí a comidas y paseos por las cercanías, junto con su familia, naturalmente. Este tratamiento generoso, lejos de alegrarme, me causaba una extraña envidia hacia Luis Gala y la sensación de estar siendo tratado como mero bufón de compañía, como si en el trabajo nadie esperase realmente nada de mí que no fuera ver el fútbol los fines de semana con mi jefe, reír con las gracias de sus niños o escuchar las risas de su esposa hablando con Claudia en la cocina. ¿Qué haría el mexicano los fines de semana? Misterio.
Para tenerlo más vigilado y conocer mejor al enemigo, a las tres semanas lo invité a nadar. Aceptó de buena gana sin ahorrarme la narrativa pormenorizada de su desencuentro con todos los deportes. Yo no acostumbraba hacer natación y Claudia se extrañó que por las tardes llegara un poco después de lo habitual por ir a la piscina. Pensó que era mentira y me acompañó en una ocasión, llegando por sorpresa. Se limitó a vernos desde las gradas luego de que los empleados le explicaran que no había forma de dejarla entrar al agua con Videlón, por muchos certificados sanitarios que esgrimiera. Tampoco aceptaron encerrar al perro en uno de los casilleros. Luis Gala tenía mala técnica, pero la misma terquedad que exhibía en el trabajo: iba y venía sin parar mientras yo tenía que detenerme de vez en cuando para coger aire y mirar con rabia lo que el mexicano hacía sólo por humillarme. Las visitas a la piscina fueron haciéndose más escasas con el pretexto de que a Claudia no le gustaba dejar solo al perro ni limitarse a mirarnos. Una mentira estúpida que hasta Luis Gala debió disfrutar enormemente aunque disimulara con su cordial sonrisita de siempre.
Luego lo invité a cenar. Claudia prepararía pesto y atún, yo compraría una botella de vino barata porque al fin y al cabo los mexicanos, me dije, no eran franceses. Luis Gala pareció entenderse maravillosamente con Claudia y yo asistí a una cena que no quería ofrecer provisto solamente de monosílabos y poniéndome borracho con dos vinos baratos: el mío y el que trajo el invitado. Indigesto, tuve que vomitar con una urgencia que no esperó al retrete y luego apartar a Videlón que ya daba cuenta de la alcoholizada mezcla de cena y jugos gástricos. Claudia me obligó a meterme en la cama luego de recriminarme por el desaguisado y yo no tuve objeción en dejar al par hablando en el salón. Videlón se quedó a dormir conmigo con sus barbas tiesas y malolientes. Apenas me enteré cuando Claudia entró en la cama poco después, temblorosa.
En los días que siguieron aumentó el trabajo, pero no los resultados. Claudia salía a veces con Luis y a mí me parecía bien tener un poco de tiempo libre. Por primera vez llegué antes que el mexicano. A una semana de que se fuera, creí estarlo venciendo, me sentí superior y satisfecho cuando el jefe del departamento fue a buscarlo un día y pude decirle que no lo había visto por ahí. Luego, cuando me percaté de que había pasado tres noches seguidas sin follar y que a Videlón no le habían llenado el plato de comida por la mañana, monté en cólera y llamé a mi mujer. Saltó el contestador: llama al número de Claudia y Videlón, deje su mensaje, ¡chao! Salí furioso del departamento a buscar a mi mujer por la ciudad. Evidentemente no la encontré. De regreso a casa, agotado por el calor nocturno, los infinitos intentos de llamarle a su celular y las largas horas de caminata, me encontré a Luis Gala en los jardines del Turia.
Sin sorpresa, descubrí que ya no estaba enojado. Ni siquiera le pregunté por mi mujer. Entre los árboles y arbustos, en las bancas y los puentes viejos que antes cruzaban el río, abundantes sombras iban y venían como zombis enloquecidos. El mexicano no me dijo nada y me abrazó. Con lágrimas en los ojos, permití que me llevara a un rincón y me sodomizara. Luego me pagó un taxi a casa y, ausente como me encontraba, pude ver su torva sonrisa mientras me decía adiós con la mano.
Claudia dormía en la habitación con el perro a sus pies. Al sentir mi presencia encendió la luz y desperezándose me miró. Nos miramos. Luego ambos dijimos al mismo tiempo “Tenemos que hablar”. Y comprendimos que todo estaba dicho: Luis Gala, una vez más, había ganado.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Qué chingados es esto? No eres Polo Polo, si acaso Barney Barney. Es una parodia del típico chiste sólo cambiaste las nacionalidades: Estos eran un español, un argentino y un mexicano...

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Jajaja. Hacer homenajes a Fobia sólo puede explicarse por el calor insufrible del Mediterráneo. Imagino que la opinión de Vuesa Merced habría cambiado radicalmente de haber sido Videlón un gato sagrado...

Anónimo dijo...

Pero esto ya es homenaje de homenaje pirata, es como escribir sobre Anabel Lee de Radio Futura.