domingo, octubre 17, 2010

Esto no es una salida

Mientras alzo una mano con la que
podré rozar el cielo,
la otra acaricia tus entrañas con
la punta de sus dedos.
-
Nacho Vegas, Dry Martini S.A.

En estos días avinagrados en que el jefe de departamento me suplica "tratar bien a los alumnos" a fin de evitar que abandonen los cursos para los que no tienen ni voluntad ni talento, en estos días cenizos en que tanto responsables como educandos me suplican un tratamiento infantil porque la adultez es una falta de respeto, en estos días turbios de imparable y concertada alienación donde lo simulado pasa por auténtico y lo auténtico por sujeto de anatema, lo veo sentado en las afueras de la universidad, bebiendo una cerveza, con esa media sonrisa entre burlona y canalla, casi entrañable, acompañado de su inseparable Castro.

Principios de los setenta.
–Bernal, las de enfermería van a tener su fiesta esta noche, dicen que son más de quince y que tienen más amigas, ¿pa'luego es tarde, no?
–Calmado mi Castro, viejas no van a faltar esta noche, ya ves que Paquito siempre nos las consigue, ¿eh? Fácil de convencer...
–Ah, ese pinche puto. Mejor deberíamos conseguirlas por nuestra cuenta, Bernal. Últimamente se está pasando de la raya y no quisiera partirle la madre.
–Tranquilo compadre, ni se te ocurra llevarte mal con Paquito. La de la papelería es su amiga y ya está agarrando confianza, dame tiempo, cabrón, ya luego te molestas todo lo que quieras...
–No, si de aguantar se trata, aguanto: ¡todo sea por los amigos!
–¡Salud compadre!
–¡Salud!
Entrechocar de cascos. Risas. Castro enciende un cigarrillo mientras una parvada de pájaros pasa por encima de ellos, hace un par de piruetas y continúa su camino hacia la puesta de sol. Los amigos suben la cuesta del camino real para ver el pueblo desde lo alto. Pasan las casas de los trabajadores donde hombres cansados fuman en compañía de adolescentes que atentos escuchan relatos inverosímiles, pasan los lavaderos donde grupos de mujeres hincadas lavan las últimas prendas del día rodeadas de críos, pasan el Mesón donde la Tigresa, la Costumbres y la Efímera ya lucen vestidos cortos y recargados maquillajes, pasan también la huerta de Fidencio, el abuelo de Paquito.
–Preguntó por ti.
–No digas mentiras, pinche Castro, tú siempre buscándome novia, cabrón...
–Oh, pues, ¡pregúntale al Paquito si no es cierto!
–Ese cabrón estaba tan borracho como tú... y más interesado en ti que en sus amigas, compadre...
–Me ofreció dinero.
–Sí, a mí también, pero yo no me quedé en casa de don Fidencio, ¿verdad?
Un último destello anunció la obscuridad. El ambiente se hizo de insectos y aromas. Un leve frío estremeció la tierra y Castro encendió otro cigarrillo. Pareció perderse, luego salir sobresaltado de un mal sueño.
–¡Yo no me quedé ahí cabrón! Me salí de la huerta por el rancho de los Vilchis.
–Como quieras, Castro. Paquito dice...
–Paquito dice puras pendejadas. Pero lo de que la morena preguntó por ti, eso que ni qué: es la puritita verdad.
–Me la encontré la otra vez en el mercado, cuando el de las frutas se desmayó, ¿supiste? Estaba acompañando al doctor, al pinche ceguetas.
–No, no supe. Mejor, ¿no? Así ya se conocen, compadre.
–Me gusta.
–Eso es todo, Bernal, esta noche va a estar buena...

Bajaron del cerro. Bernal se duchó en casa de Castro porque en la suya no había agua corriente. Una fuerza en la entrepierna disipaba el mareo de las cervezas vespertinas, se pasaba la mano por el abdomen plano tensando muslos y bíceps, orgulloso. Se vistió lentamente, concentrado, mientras Castro pretendía leer una revista por encima de la cual se le iban los ojos, perturbado.
–Listo, cabrón, vámonos, ¿no tienes loción?
–Hay una en el cuarto de mi papá, espérate, ahorita te la traigo.
–Olvídalo, no vaya a ser que esté otra vez bien pedo y te agarre a chingadazos delante de mí, hasta ganas me dieron de ponerlo en su lugar.
–Gracias Bernal, pero es mi padre.
–Sí, sí, tu padre... ve tú a saber quién de tus hermanos es hijo de él...
–Ya estuvo pues, vámonos.
–Vámonos.

En la fiesta, Paquito lucía unos pantalones acampanados que parecían tener las sentaderas infladas. Le rodeaban cuatro mujeres, dos de ellas enfermeras, una de éstas la morena. Castro los abordó presentando su amigo a aquéllas que no lo conocían:
–Sí, creo que ya te había visto, ¿no? ¿en el mercado?
–No lo sé, me imagino que sí- dijo Bernal fingiendo no recordar sin motivo aparente.
–¿Qué están tomando, muchachos?- intervino la otra enfermera.
–¡Qué no hemos tomado!- dijo Castro riéndose solo.
–No le hagas caso a este vulgar, güerita, a mí se me antoja un vino, si es que tienen, pero no quisiera molestarlas- dijo Bernal componiendo el mismo rostro de perversa inocencia que tantos éxitos le había procurado.
–Ahoritita se los conseguimos, muchachos, nomás que no vean los profesores que andan por ahí, ya ven que luego nos regañan.
–¿Vino a éstos? Bueno, queridas, ¡qué riesgos toman de verdad!- dijo Paquito con cara de asco y horror.
–Anda Paquito, si con un poquito de alcohol nos relajamos y hasta convivimos mejor, ¿eh?- dijo Castro pasándole una mano por la cintura.
–Ay bueno, como quieran, a mí me da igual.

El grupo conversó por poco tiempo, luego se separaron. Tras un par de horas, Castro arrastró a su amigo a la terraza para fumar creyendo calmar así las náuseas de una borrachera más. Afuera hacía un frío decembrino en pleno octubre, el cielo parecía más hecho de azul marino que de negro. Y había luna.
–¡Ahí está la de la papelería, Castro, ya se me hizo!
–¿Se nos qué...?
–Mira, tú cuida que no vengan las enfermeras, voy con ella...
–Ni madres, yo también te ayudé con eso, ¿te acuerdas? Ahora voy yo también.
–Órale pues, cabrón, ya qué. Mejor le voy a pedir los favores a Paquito de aquí en adelante.
–Nomás que le pagues, Bernal, nomás eso...
–Déjate de chingaderas, vamos.
Y luego de cinco minutos de risas y bromas, los tres dieron un paseo por detrás de la casa, se internaron por entre los matorrales de las canchas, cerca de la carretera, e iluminados de vez en cuando por lentos camiones camino de Colima, desvelaban extrañas posiciones y brillos, vapores y extremidades. Ya ensayadas todas las permutaciones quedó el silencio.

Apenas volvían cuando apareció el marido. Ella se llevó las manos a la boca, él sacó la navaja y todo sucedió con rapidez. Bernal corrió hacia el cerro mientras el marido quedaba en el suelo, convertido en una fuente de sangre por su propia navaja. Castro se había esfumado. De la fiesta subieron gritos. La noche aceleró el paso. Hacia las cuatro de la mañana Paquito se levantó a ver quién era, aunque lo imaginaba perfectamente.
–Necesito dinero, Paquito, me voy del pueblo.
–Ay Bernal, qué ocurrencias, de verdad... ¿cómo andas?
–Nomás veme, toca...
La mano que se acercó no fue la de Paquito, sino la de Castro.

Siguieron permutaciones. Y un largo viaje al norte, claro. Interminable.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Dr, deje de escribir estas mafufadas, no sea que alguno de sus alumnos lo lea y concluya que está ensayando el asesinato del coordinador, jajajajaja.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Sí, puede ser que lo lea alguno de mis alumnos... y que esta noche salga el sol...
Claro.

Anónimo dijo...

oh, how i've shouted, how i've screamed: take notice, take interest, take me with you.