domingo, abril 04, 2021

La columna científica

Aunque ellos quedaron muy complacidos con los tres artículos que me encargaron (los privilegios de no entender nada, pero sobre todo de no querer entender), yo padecí la experiencia de principio a fin, especialmente la amenaza de contratarme para publicar semanal o quincenalmente en su así llamada columna científica, una novedad editorial que aquel periódico de provincias deseaba introducir sin desembolsar por ello las cantidades exigidas por las agencias de noticias internacionales para disponer de sus bases de datos sobre el tema, depósitos inagotables de notas mal traducidas del inglés que en estos tiempos aparecen fatigosamente repetidas desde la BBC hasta el último semanario de localidades remotas, siempre sobre la exploración espacial y la medicina, siempre sobre la naturaleza o las ciencias básicas, bobadas de interés general, información y hasta material educativo, aseguran algunos, como si bastara con declarar sus intenciones para que cualquier perogrullada o excrecencia se convierta en algo digno de consideración.
Debo reconocer que el periódico desafió la ley del mínimo esfuerzo al buscar entre los profesores de la universidad a un corresponsal científico (el término es suyo) que cobrara mucho menos que las agencias internacionales; a robar las notas directamente no se atrevían, preocupados por la posibilidad de demandas legales que otros más osados habían tenido que enfrentar. No contaban, sin embargo, con la gran disposición de los palurdos académicos a hacerse de micrófonos y reflectores o, cuando menos, de su nombre impreso en tirajes perfectamente prescindibles y sitios de Internet completamente ignorados, de modo que hubieron de improvisar criterios de selección más estrictos para reducir la enorme cantidad de candidatos que respondieron a su convocatoria. Hubieran podido cobrar, como no tardaron en comprobar cuando varios docentes intentaron sobornar al periódico para ser seleccionados, pero un inexplicable escrúpulo (que, por otra parte, no tenían cuando de recibir dinero de narcotraficantes y políticos, empresarios e iglesias se trataba) los hizo rechazar las ofertas y basarse únicamente en lo que a su pobre entender eran credenciales científicas válidas. Descartaron a todos los que no habían publicado nunca nada, pero como el grupo que quedaba seguía siendo muy grande, agregaron primero el requisito de contar con certificaciones del consejo científico nacional, luego el de no pertenecer al área de ciencias sociales y humanidades, un grupo largo y combativo éste, que alegaba estar perfectamente capacitado para la tarea y aún interpuso una demanda legal contra el periódico prontamente rechazada— por lo que juzgaron discriminación injustificada. Fue inútil: los profesores calificados que deseaban convertirse en empleados del periódico seguían siendo demasiados. '¿Cómo es posible que haya tantos científicos en esta pequeña universidad periférica?', se escandalizaba el redactor en jefe que presidía el comité de selección, 'si nunca hemos sabido de nada que hayan desarrollado o hecho, si nadie los conoce y nadie los entrevista, deben estar coludidos todos evaluándose unos a otros para mejor cobrar del erario público a través del consejo, hijos de puta'. De modo que subieron poco a poco los requisitos echando mano del escalafón que el propio consejo establecía: eliminaron primero a los de nivel uno, luego a los del dos, finalmente se quedaron sólo con los de nivel tres creyendo que así garantizarían al menos cierta calidad, pero fue un error: bastaron algunas pruebas básicas de redacción para que el comité de selección quedara horrorizado. De nuevo el redactor en jefe se exaltó: '¿Acaso no es necesario saber escribir para hacer un artículo científico? ¿Dónde diablos publica esta gentuza? ¿En revistas de variedades? ¡Dios del cielo! Miren nada más qué galimatías ha puesto esta tipa en tan breve espacio, apenas dos párrafos y ya pueden contarse diez errores gramaticales. ¿Y qué decir de este pedante? ¿Han visto los adjetivos que utiliza? ¡Pero si ni siquiera conoce sus significados! ¡Qué gran pérdida de tiempo! Habrá que replantear la estrategia'.
Y en efecto, probada la ineficacia de los métodos democráticos, el redactor en jefe acudió al director de ingeniería para que éste señalara directamente a una persona que reuniera las características buscadas. El gordo mofletudo cuyo trasero crecía inconmensurablemente en aquella poltrona del edificio de rectoría, sumido en el sopor de una digestión permanente y la firma irreflexiva de documentos embrutecedores, lo remitió en medio del estertor de su muy difícil respiración al jefe de departamento; éste, a su vez, me pidió a mí —que desde luego no me había postulado ni me había apenas enterado de la pesquisa— aceptar el encargo, pues como hombre provinciano e ignorante que él era tenía una inexplicable mezcla de temor y fascinación hacia el hecho de que yo trabajara principalmente con extranjeros y aún hubiera traído a algunos de ellos a mi precaria universidad para realizar vagos trabajos de investigación sobre cuya calidad y contenidos él o el director o cualquiera de mis colegas no podrían tener ni la más remota idea. 'No he querido decirle al jefe de redacción sobre tu idoneidad porque he preferido consultarlo contigo primero, pedírtelo ¿verdad? Porque yo he escuchado lo que les dices a nuestros estudiantes en las conferencias de la semana de la ciencia o en los concursos de talento o en los talleres de ingeniería, ¿verdad? Y pues esto sería una oportunidad de que ese público se amplíe, de que el mensaje llegue a más gente... el rector está enterado y está de acuerdo en que eres la persona correcta', mintió con dificultad el jefe de departamento cuando habló conmigo, deseoso de anotarse un tanto con el director y el periódico. Expresé algunas reservas, señalé a otros colegas que podrían hacer lo que ahora me proponían (sabiendo que no, no podrían hacerlo; o sí, sí podrían pero sólo en concordancia con la calidad del periódico, o sea, mal), pero al final, abstraído en mis pensamientos sin prestar atención alguna a la larga perorata del jefe de departamento, tuve la debilidad de decir que sí sólo porque me recordé fugazmente a los quince años diciendo a la delegada de los concursos estatales de matemáticas 'yo quiero ser como usted', un momento romántico totalmente injustificado —el de ahora y el de entonces— que me llevó a la redacción del periódico para envidia de muchos colegas y maledicencia de no pocas personas.     
El jefe de redacción se mostró satisfecho con la entrevista que tuvo la delicadeza de hacerme en lugar neutro, ni su oficina ni la mía, sino en un restaurante donde él pagó el desayuno un sábado por la mañana. Ya iba él decidido, me parece, a contratarme, quién sabe si engañado por el jefe de departamento o el director, a cual más me parecía imposible que pudieran convencer a nadie de nada, pero toda anomalía cabe entre esa gente. Como buen hombre a cargo de algo —no se diga ya los dueños del capital o del gobierno— se dedicó a hablar sin pausa haciendo caso omiso de todo lo que le decía, así fuesen respuestas a preguntas por él formuladas a las que asintiera con la cabeza repetidas veces como quien ha comprendido y está de acuerdo con lo que escucha, sólo para retomar su discurso ahí donde se hubiera quedado afirmando que lo que acababa de escuchar de mí era la confirmación de sus puntos de vista y no, como de hecho lo fue casi siempre, contradicción flagrante y discrepancia irreconciliable. 'Lamento decirle que, a pesar de dedicarme a la investigación científica, no estoy convencido de la conveniencia de la así llamada divulgación, que no tiene más remedio que presentarse como un conjunto de creencias porque el profano no puede entender cómo han sido deducidas; y es esta deducción incomunicable lo realmente científico del asunto, no la enumeración de meros datos o prodigios. Reducida a mera exposición de resultados e ideas no es más verificable que las tonterías de los terraplanistas o ufólogos, no transita por la lógica ni el método como tampoco lo hacen los religiosos que quieren explicar la naturaleza con simplezas, reclama para sí una credibilidad basada en la autoridad científica cuya validez no puede establecer el gran público (sólo para decirle enseguida que el método científico no se basa en la autoridad, sino en las evidencias que para el profano son lo mismo: no las conoce y, de hacerlo, ignora su valor), crea la ilusión de que todo es accesible o comunicable cuando precisamente no lo es: la ciencia es para iniciados, o sea, para quienes la hacen, no para los que creen poder divulgarla con metáforas y analogías, a nivel de ideas dicen, porque entonces se reduce a una categoría del entretenimiento, acaso al de mera publicidad de la ciencia cuya misión es atraer nuevos acólitos o ganar al menos el favor de las mayorías para que su voluntad se decante por aquellos que se digan científicos o se erijan en sus representantes, aunque no sepan ellas si en verdad lo son ni puedan asegurarse por ningún medio que no sea convertirse ellas mismas en científicos'. Alzaba un índice como aprobando lo que acababa de decirle, extendía luego el resto de los dedos de la mano levantada y con un gesto que parecía decir ¡ahí! o ¡eureka! soltaba: 'Estoy completamente de acuerdo con usted, qué misión más noble la de la ciencia, maestro, creemos sinceramente que ha llegado el momento de que el principal periódico de esta ciudad incluya un suplemento al respecto que dé voz a la gente inteligente, a los lúcidos que aclaran las cosas que la mayoría confunde, ya ve que abundan los que creen que la ciencia es aburrida, difícil, que no se puede explicar, ignoran que las capacidades didácticas de ustedes son el puente que todo lo une, no sabe cómo me alegran sus palabras y comprobar que pensamos lo mismo, ya verá usted que con un poco de orientación acerca de las trucos para escribir correctamente podrá irse soltando hasta adquirir la misma calidad de cualquiera de nuestros redactores'. Me horroricé. Quise interrumpirlo, pero él bajó instintivamente la vista para desentenderse y continuó con cosas como 'No, no me lo agradezca... Mire, ahora que hemos estado buscando a un corresponsal para estos asuntos me he enterado de que en la universidad hay muchos investigadores certificados. Son cosas que la mayoría de la gente ignoramos y esto debe cambiar, pues son para presumir, ¿me entiende? Y para aprovechar, por supuesto, de manera que la población en general disfrute de sus conocimientos. Después de todo son ellos los que pagan sus sueldos a través de los impuestos, ¿no? Ellos son el patrón al que se debe rendir cuentas'. Levantó la vista, se rio cordialmente luego de unos segundos de seriedad. Sí, éramos empleados de gobierno al fin y al cabo, funcionarios pagados por el erario, pero el razonamiento del redactor en jefe era especioso; consiguió con él, no obstante, hacerme callar y transigir. Era un individuo ágil, astuto, que no mostraba a las claras lo que realmente pensaba y al que no le importaba la ambigüedad con tal de conseguir lo que buscaba, nada parecido al torpor bovino de mis jefes en la universidad. 'Mire, usted sabe que muchos de sus colegas no redactan bien, aunque sean científicos importantes; usted sí. ¿Le importaría echarnos una mano? Usted es maestro, disfruta de enseñar: aproveche. Es más: le adelantaré el pago de tres artículos, sólo tres, uno por semana. Cuando concluya volvemos a hablar, ¿qué le parece?'. Tenía una sonrisa amplia, algo burlona, pero diplomática, divertida. '¿Pero de qué voy a hablar si justamente le estoy diciendo que desconfío de la divulgación?'. 'Pues de eso, ¿por qué no? Son temas científicos. Si escribe tan apasionadamente como se ha quejado durante este desayuno, no habrá problemas, se lo aseguro: es usted un periodista nato, un pendenciero'. Alzó de nuevo el índice como quien dice ¡así es! o ¡hecho!
El redactor en jefe no adelantó el pago. Dificultades administrativas, dijo. Ese día por la noche redacté el primer artículo aunque disponía de una semana larga para entregarlo. Todo lo que en él decía me sonaba impostado, no porque se tratara de falsedades ni porque yo lo considerara obvio, sino por su inevitable tono didáctico, casi moralizante, tan común entre la hoy abundante fauna de docentes que, aún a nivel universitario, considera parte de sus obligaciones formar en valores al alumnado, es decir, retirarle la calidad de adulto para imponerle, aún desde las formas más obtusas o descaradas, puntos de vista completamente predecibles y bobos; el imperio, en suma, de lo políticamente correcto. '¿Cómo se ha producido esto?', me preguntaba, 'sin sentirlo, sin buscarlo, sólo por la mera conciencia de estar escribiendo en tanto personaje público y no desde el ámbito privado de mis tesistas, esa extensión cautiva de mi familia en la que puedo manifestar mis verdaderas opiniones sin reservas (y seguramente no debería), ¿cómo hacen los políticos y los empresarios, incluso el jefe de departamento y el director, para vivir instalados en esta esquizofrenia de hombres públicos a tiempo completo, hablando sin parar de aquello en lo que no creen o de lo que no se han detenido a reflexionar o, todavía peor, de lo que tragan a pies juntillas como estólidos avatares sin personalidad propia? Es un problema irresoluble', pensé, 'en el que tiene parte todo mundo por el sólo hecho de vivir en sociedad: exigimos que quienes nos representan, lo mismo en el gobierno que en la junta de vecinos, en la escuela, pero también en el periódico, se comporten de cierto modo y nos mientan con deliberación, cuando hablen o escriban, cuando arenguen o tan sólo informen, que parezcan aquello que más se ajuste al promedio exigido y no se sinceren ni tengan dudas, que abandonen cualquier originalidad e interpreten sus personajes públicos abrazando la hipocresía; qué cercanos están los católicos modernos a este espíritu gazmoño impermeable a la contradicción y qué lógico resulta ahora hallar al jefe de departamento y al director, al rector incluso, en misa de seis todos los domingos, aconsejando a los estudiantes a tener familia en cuanto concluyan sus estudios, promoviendo el deporte como una panacea del sinsentido, ¿cómo no lo vi antes?'. 
Quise renunciar, pero consideré el impulso una exageración histérica de mi parte. Atemperadas, le comuniqué al redactor en jefe algunas de mis objeciones cuando a media semana le entregué mi primera redacción. Él me escuchó cordialmente, me dijo que no me preocupara. 'Tres artículos, maestro, y ya sólo le restan dos. Verá que para cuando termine no tendrá ya ninguna duda acerca de la conveniencia de seguir haciendo ciencia'. 'Esto no es ciencia, pero ya que lo menciona, debo decirle que ella no es todo lo pura que usted cree, no sé qué se imagina'. 'Yo estoy de acuerdo con usted, por eso vale la pena seguir haciéndola, para mantener su carácter impecable, el producto más depurado del hombre en la búsqueda de la verdad, sí señor. La columna científica no le dará puntos en el consejo, estoy de acuerdo, pero lo hará patrimonio del público, servidor directo de la nación'. Su sonrisa pareció más burlona que de costumbre. No quise contestar a su palabrería porque efectivamente eran sólo dos los artículos que me restaban para estar libre de este compromiso absurdo. No valía la pena comentarle que en las más prestigiosas revistas científicas se estilaban zancadillas y politiquerías de todo tipo, por ejemplo, que el mismo editor británico que había aprobado con escasa resistencia un paper matemáticamente incorrecto sólo porque uno de los autores era coautor suyo, acababa de rechazarnos uno que superaba con creces a aquel, sólo porque el coautor ruso ya no estaba ahí. 'Y pensar', me dije mentalmente, 'que hay divulgadores que creen garantizar la veracidad de sus dichos sólo porque citan como fuentes a revistas científicas, qué tragedia, sin saber que existen miles y miles de calidad discutible, sin imaginar que en las mejores se cuela basura por revisiones perezosas o mal administradas; los científicos no son distintos a cualquier grupo humano, incluidas, desde luego, todas sus miserias y mezquindades'.
Con todo, completé los tres artículos. Cuando entregué el último, relajado al fin por lo que entendía era el fin de mi brevísimo paso por el periódico local, el redactor en jefe me ofreció contratarme por tiempo indefinido para publicar semanal o quincenalmente la columna científica. 'Ya sé que tiene usted sus objeciones, pero quiero que lea usted algunos de estos correos que nos han hecho llegar los lectores de su columna. Son demasiados, como puede ver, sus publicaciones son todo un éxito. Permítame bajar a nómina y enseguida estoy con usted, unos diez o quince minutos y entonces me da el sí, ¿eh? Nada de dejarme plantado, maestro'. Los correos eran efectivamente elogiosos con la columna y su autor, pero apenas traspasaba el umbral de las felicitaciones descubría que los lectores habían tergiversado o contradicho, enredado o revertido lo que sea que yo hubiera afirmado, atribuyéndome ideas que en modo alguno se relacionaban con lo que estaba escrito e ignorando por completo lo que de verdad se hallaba ahí. 'Dios santo', me dije, '¿qué diablos es esto? Es así como deben vivir quienes publican en prensa y todavía más quienes lo hacen en Internet, en medio de un griterío ininteligible al que finalmente se hacen adictos por no soportar más el silencio y el ser ignorados, deseosos de acumular no ya lectores ni oyentes, sino tan sólo números, cifras o cuentas que les permitan sentirse notados, qué horror tan parecido al de los políticos que no pueden prescindir de vivir instalados en la palestra, aunque se les deteste o interprete de la manera que sea, parecen creer que lo importante es seguir montados en la rueda del mundo, jaleados por las multitudes, qué maldición y qué espanto'. 
Me puse de pie y salí de ahí a toda prisa. No cobré por los artículos y me negué en redondo a recibir al redactor en jefe o a contestar a sus correos en los días que siguieron. Todo continuó igual. O casi: recientemente encontré en la columna científica del periódico una nota mal traducida de la BBC. 'Está llegando el futuro', me dije sonriendo.

No hay comentarios: