domingo, mayo 16, 2021

Contra la escuela

Luis Gala no soportaba las fechas convenidas para la celebración de gremios o condiciones civiles, pero la que más le irritaba era sin duda el Día del Maestro. Como su amigo más cercano en aquellos pocos años posteriores a mi divorcio, tenía que sobrellevar sus invectivas sin dejarme envenenar demasiado por su pesimismo; ya tenía yo, después de todo, mis propios abismos para torturarme, manantiales de aguas negras sobre los que a veces escribía pero casi nunca hablaba, siempre más fácil ocuparse de lo que no nos concierne e incluso de lo que, afectándonos, es impersonal y se disfraza de objetivo: el rumbo de la política, los extremos meteorológicos, desde luego el trabajo como la expresión más expuesta y visible de nosotros mismos.
—¿Has visto lo que han puesto? Es que ni siquiera se toman la molestia de pensarlo: toman el mismo texto del año pasado y lo reenvían mecánicamente a toda la universidad. Menudos imbéciles. Las mismas ñoñerías. Las mismas idioteces sentimentaloides. Falsas, encima. ¿No es suficiente con humillarnos todos los días en el trabajo para que encima tengan que obligarnos a recibir sus felicitaciones?
—No te entiendo, Luis. Si te felicitan está mal, pero si no lo hicieran ¿también? ¿O es el contenido de las felicitaciones el que no está a tu altura? ¿Y cómo vas a medir su sinceridad? Es ridículo. A nadie le hacen daño estas tonterías más que a ti. ¿No ves que es una convención como la de dar los buenos días o despedirse civilizadamente? Las empresas felicitan a las secretarias en su día; los hospitales a sus enfermeras o médicos. Ay de ellos si no lo hicieran, te lo aseguro, aunque todos se quejen de los felicitadores. Y si de todas maneras queda el propio trabajo como humillación ¿a qué esperas para largarte?
—Esa última pregunta se parece al ultimátum que capitalistas voraces y gobiernos autoritarios han dado siempre a sus víctimas (ellos dirían beneficiarios) más reluctantes: si no te gusta, lárgate. Sí, claro, ¡porque tú lo digas! No, hombre, ellos no son dueños de nada: nosotros hacemos el trabajo. Somos nosotros los que deberíamos fijar sus términos, los que deberíamos exigir que las convenciones, aún siendo tales, eleven su calidad y sentido...
—¿Pero de qué estás hablando? ¿Quién espera que los mensajes de Día del Maestro tengan sentido? Se necesita ser muy imbécil o ingenuo para esperar eso de una convención social, ¿no acabo de decirlo? 
Luis fingió sentirse ofendido pero se le quería salir la risa. Estábamos en la cafetería oriente que a esas horas de la mañana tenía pocos estudiantes en las mesas. Yo tenía ganas de salir a fumar, pero como nunca he sido un buen fumador y en días pasados había excedido mi cuota de tres cigarrillos diarios, quería abstenerme. Pensé en lo bueno que sería ser un fumador de verdad, el vicio ideal para escribir mejor y reflexionar con más lucidez en mis largas soledades, sin mi mujer ni las niñas, reintroducido involuntariamente en la vida de soltero que alguna vez creí abandonada para siempre. 'Pero en esta época ya no hay fumadores así, sólo me esperarían los dedos y dientes amarillos, el enfisema o el cáncer'. Me sonreí lastimosamente.
—Estás domesticado, colega. Eso es lo que pasa contigo.
Levanté la vista, casi había olvidado que Luis estaba ahí. Un grupo de estudiantes entró a la cafetería haciendo escándalo. Decidí llamarles la atención. Bajaron la voz.
—¿Ves? —continuó Luis —Te has acostumbrado a participar de toda esta mierda. Eres un buen maestro, sin duda, pero no porque enseñes nada sino porque te alquilas como cuidador de niñatos, como funcionario del Estado y el Capital para mejor conseguir sus objetivos: adocenar y uniformizar, domesticar y conducir, llevar a los productos que vomitan las muchas familias de este país desde sus núcleos de gazmoñería y estupidez hasta los patios industriales y las oficinas. Llevarlos a la explotación, ¿ves? Hace ya mucho tiempo que las universidades dejaron de ser los lugares donde se privilegia el conocimiento: ahora son sólo una empresa más gobernada por funcionarios y gerentes. Qué digo 'sólo', son quizá la empresa más importante para mantener el sistema.
—¿El sistema? ¿capital y explotación? Querido Luis, ya no es el siglo diecinueve. El comunismo pasó de los libros a los gobiernos y de ahí a la historia. No hagas que tire el café de la risa.
—A veces me sorprende tu ingenuidad disfrazada de malicia. ¿Cómo puedes siquiera dudar de la existencia de un sistema? Vamos a ver, al menos estarás de acuerdo en que el mundo se ha organizado de cierta manera desde la Revolución Industrial, ¿no? Asfixia del oficio independiente a manos del trabajo en serie, privilegio de la especialización en contra de la autosuficiencia, productividad y utilidad como valores supremos... en fin, la instalación de un tiempo cada vez más acelerado contra el tiempo del hombre, ya sabes... Para mí ese es el origen del sistema: los casi doscientos años transcurridos desde entonces no han hecho sino perfeccionar la maquinaria, a pesar del comunismo del que no soy partidario, que quede claro, aunque el de los libros y el de los gobiernos sean dos cosas completamente distintas. ¿Y qué papel jugó la escuela en convertir el mundo de antes en el mundo de hoy? ¡Uno bien gordo!
Me costaba trabajo mantener la atención, ocupado como estaba en mirarles las piernas a los estudiantes, pensando en las de mi mujer que ahora disfrutaría algún otro. Me revolví en mi asiento, me dirigí a Luis más por disipar mi excitación que por continuar una conversación que me parecía ridícula:
—Ya veo por dónde vas, pero tus argumentos no se sostienen. ¿De verdad crees que el tiempo anterior a la Revolución Industrial era mejor? ¿No era ese un tiempo habitado por una minoría de aristócratas ilustrados y una mayoría de siervos analfabetas semi-esclavizados? ¿Ese es el que llamas el tiempo del hombre sólo porque no había automóviles, se dependía del propio trabajo para comer y se moría a edades mucho más tempranas? Pues bueno... No voy a mentirte: prefiero la acelerada mediocridad del tiempo moderno. Ni siquiera somos obreros, Luis, no veo de qué te quejas.
—Y debo suponer que los tiempos que corren no tienen aristócratas ilustrados ni esclavos, ¿verdad? ¡Pero qué ingenuidad! Que los privilegios de sangre hayan sido reemplazados por los del capital y que los que antes araban las tierras del señorito ahora pasen embrutecedoras jornadas de trabajo frente a la línea de producción de una maquiladora, no cambia nada. La ciencia y la tecnología habrán traído más tiempo a la vida de las personas, pero en ninguna forma una mayor calidad de vida. Qué tontería. En todo caso ese no es el punto principal de lo que estoy hablando...
—¿Hay un punto principal? ¿Es mejor que esos tobillos?
Luis Gala era salaz. Inmediatamente cambió su indignación por una sonrisa turbia que mostraba todos sus dientes y miró en la dirección que le señalaba.
—Hostia —dijo en voz baja —no me distraigas que sabes que tengo mis vicios.
—Qué suerte tienes, Luis. Yo hace tiempo que no me acuesto con nadie.
—Puedes hacerlo conmigo.
—No digas idioteces, cabrón. Me recuerdas los versos de Novo: 'qué puta entre sus podres chorrearía...' Mejor continúa con 'tu punto', vaya risa.
—Tú sabes que originalmente quien quería aprender un oficio acudía al taller de un maestro. Por donde se vea, ese era el modo legítimo de aprender algo: si te interesa, vas con quien sepa. Cero escuelas. Sólo trabajos y talleres. De todo tipo ¿eh? No sólo de cosas prácticas como la herrería o la confección de ropa, sino también artísticas como la pintura o científicas como la astronomía. Ir con quien sabe ¿no es eso lo correcto? Está incluso en la esencia del capitalismo que al parecer tanto defiendes: dejar que sea la ley de la oferta y la demanda la que gobierne las relaciones.
—Yo no defiendo el capitalismo, Luis, no seas idiota. Es que ya no hay otra opción. Todavía más: las otras son siempre peores.
—Esa es otra discusión. Digamos de momento, que no hay un capitalismo, sino muchos. Y date cuenta de que aquel del que hablo, el incipiente, era mucho más justo, armónico y respetuoso del mundo que su monstruosa versión contemporánea. La universidad es una creación del Medievo, pero durante siglos mantuvo la esencia de un taller en el que se aprendían oficios. Esto terminó con la Revolución Industrial y se pulverizó tras las guerras mundiales. ¿Qué cambió? Las escuelas se volvieron burocracias, fábricas de productos en serie, máquinas expendedoras de títulos. Las burocracias son impersonales: ya ningún estudiante va a aprender nada con nadie, sino a escoger al proveedor de su certificado. El reino del qué, no del quién. No importan los maestros (son indistinguibles), no importan los estudios (cada vez más diluidos), no importan las competencias (sólo el permiso que otorga un título). La cereza del pastel fue el desplazamiento de los catedráticos por una gerencia de profesionales de la educación que no dan clases, pero dirigen, no enseñan nada, pero dictan, no tienen ninguna curiosidad científica ni docente, pero cobran por administrar a las escuelas como empresas a la búsqueda de más clientes. Y en esas estamos...
—El acceso a la educación por las mayorías es una conquista de este tiempo que criticas. Es natural que dar a muchos lo que sólo era para pocos trae aparejado un precio: en calidad, en administración, en uniformidad. No puedes esperar que en medio de esta densidad demográfica la atención siga siendo personal. Es imposible e indeseable: gracias a los planes de estudio y las certificaciones, gracias incluso a las burocracias, podemos mantener un mínimo estándar. Si lo haces depender del arbitrio de los maestros a quienes acuden los estudiantes atraídos por su fama y la excelencia de sus obras, como si esto fuera el siglo diecisiete, pues todo se cae: los aspectos más sobresalientes de nuestra civilización requieren especializaciones y trabajos en serie que no pueden llevarse a cabo en un taller de artesanía. ¿O subirás al avión salido del atelier de un gran maestro y sus alumnos? ¡Qué bobadas dices!
—Eh, cuidado, que me haces reír descontroladamente. No enredes las cosas: los aviones no se hacen en las universidades, sino en las industrias. Las escuelas enseñan principios. Cosas difíciles. No se ocupan (no deberían ocuparse) de fabricar objetos en serie, aunque los burros que las dirigen hoy en día crean que deben ser centros de capacitación para la productividad, una especie de ensayo de la vida de satisfecha explotación que llevarán los estudiantes al cabo de unos años más entre sus aulas...
Una repentina bruma de melancolía me cubrió entonces, luego de que nos interrumpiera un grupo de estudiantes que nos saludó para luego formarse en la creciente fila de la cafetería. Cuando me contrataron en la universidad pensé que aquí me jubilaría, que junto con mi mujer tendría una larga vida de amor y conocimiento, que veríamos a nuestras niñas crecer hasta que fueran a estudiar una carrera, probablemente aquí mismo donde me hallaba. Pero hace años que estaba solo y seguro de estar posponiendo el momento de irme. En el fondo coincidía con Luis. O incluso iba más lejos que él, hasta por razones personales convenientemente disfrazadas de opiniones objetivas.
—Comprendo lo que me dices, Luis, no creas que no. Quizá sólo me faltan fuerzas para expresarlo por no encontrar sentido en hacerlo si no puedo tampoco tomar ninguna acción. ¿Irme de aquí?  ¿Para qué? ¿Para ir a parar a otra escuela? ¿Abandonar del todo este negocio de educar? Un negocio que no es mío, por cierto, del que soy apenas un empleado de la línea de producción, como dices... ¿te importa que salgamos a fumar?
—Vamos.
Salimos de la cafetería y luego de la universidad. Diez años atrás, cuando me contrataron, aún se podía fumar en las jardineras del campus. Hoy no. Detrás de la verja, frente a la calle poblada de autos, pensé en lo raro que era en mis tiempos que un estudiante se presentara a la universidad en automóvil; hoy, en cambio, faltaban espacios dentro y fuera para acomodarlos a todos. Saqué mi cajetilla, le di uno a Luis y continué.
—Sí, ya lo creo que te entiendo, aunque no coincida del todo. Odio ser maestro, ¿sabes? No porque no me guste enseñar y no sólo porque comparta tu opinión de que nos dirigen burócratas infames y hombres de negocios, no sólo porque la mayoría de los maestros son gente sin oficio ni beneficio, idiotas que no consiguieron un trabajo decente en la vida por incompetencia o lenidad y que también, cómo no, son pésimos dando clases (cuando las dan), no sólo por todo esto que ya sería bastante (imagínate lo que es levantarte cada día pensando que estás en el mismo grupo que toda esa fauna, dios santo; felicitado o denostado por padres de familia que creen a sus perversas criaturas talentosas; animado por deprimentes funcionarios laicos a mantener los valores más ranciamente católicos; increpados por estudiantes bovinos que exigen nuestra más completa aquiescencia para con sus falsos propósitos e inexistentes virtudes), no sólo por este horror y esta barbarie a la que cada quince de mayo adornan con beaterías asquerosas ('sembradores de futuro', 'ardua y noble labor', 'predicadores con el ejemplo'), sino sobre todo porque el acto didáctico en sí mismo constituye la forma de relación más contraria a la adultez que pueda existir, una de las más intolerablemente infantiles y cretinizantes, que suspende por el tiempo que dura la payasada de una clase el trato igualitario que demanda toda relación entre hombres para sustituirla por una vertical entre guiñapos. La puesta en escena de esta ridiculez incluye tolerar a quien se empeña en contestar preguntas que no hemos formulado con respuestas que no sabe y finge saber; incluye también la aquiescencia y reconocimiento del público sujeto de la así llamada enseñanza, acostumbrado a simular con escasa credibilidad un interés que no tiene a cambio de recibir, luego de años de repugnantes bajezas, el certificado que como dices le autorice a ser explotado por industrias o empresas. Con justa razón la mayoría de las personas huye de la escuela tan pronto como se hace adulta, pues nadie es amigo de quien todo el tiempo adopta un tono pedagógico. Es muy tarde para nosotros, Luis, pero si pudiera volver a vivir mi vida quizá aprendería cuanto antes un oficio y me dejaría de tonterías. Sé que no podría ganar lo mismo, por supuesto, pero lo que me faltara en el bolsillo lo ganaría en libertad. Una libertad adulta...
—Vaya —dijo Luis Gala con los ojos muy abiertos —qué guardado te lo tenías ¿eh? Me dejas de una pieza...
—Este cigarro me ha sabido a tierra. Cinco minutos para la quema... debo pasar por el cubículo. ¿Tú no tienes clase?
—Hasta la tarde.
—¿Qué harás?
—Matar el tiempo, ya sabes.
Apuré el paso. Se hacía tarde.

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