jueves, agosto 08, 2019

Tregua

Convocados por él, que sólo estaba de visita en la isla, nos habíamos reunido en uno de los comedores de la residencia a compartir quesos y vinos. Era uno de esos largos anocheceres de verano inundados de aire tibio, de luz suspendida que tardaba horas en retirarse convirtiendo paulatinamente los follajes verdes de los árboles en sombras siniestras. También él había vivido, hacía muchos años, entre las rugosas paredes de la residencia que, forradas de material sintético, semejaban el interior agobiante de abetunados pasteles, salpicados aquí y allá por hinchazones o manchas de humedad que todos habíamos examinado durante nuestras largas horas de exilio, a veces meditando sobre preocupaciones concretas que rápidamente derivaban en desproporcionadas amenazas, a veces sin objeto como quien se halla fuera de sí, al margen del lejano sonido del tranvía o de los estridentes chillidos de las ratas. Se hallaba cordial y calmo, contrario a su costumbre, matizando sus opiniones y conciliando extremos con argumentos demasiado simples para un hombre de su complejidad, no me resultaba precisamente agradable a pesar de que los demás se mostraron muy complacidos con su obsecuencia y aprovecharon para hablar más de lo que solían en su presencia. Me sorprendí echando de menos al hombre enérgico y contundente que discutía siempre en los términos más absolutos, ya sobre la doble moral de los hombres de la isla que nos habían reclutado, ya sobre la sin moral de la que huimos cada uno de nosotros para venir a la isla, seguro de sí mismo aun frente a la autoridad de quienes se hallaban por encima de él en la jerarquía y cuyos dobleces era capaz de detectar con sólo escucharlos durante unos minutos, tan respetado como aborrecido. Ahora parecía otro, uno más cercano a la mayoría de los hombres que o bien carecen de inteligencia o bien han debido ocultarla para hacerse perdonar, aunque sólo sea por sí mismos, inconsistencias o puntos ciegos: el enamoramiento que les ha humillado, el exceso que les avergüenza, la justificación que desapareció para actos otrora calificados de brillantes o divertidos; su parsimonia era el cómodo manto bajo el cual cobijaba sus contradicciones en vez de enfrentarlas, su circunspección una forma alevosa e intelectualmente mortal de hermanarse con los demás, aquello que los cristianos llaman un acto de contrición y que no es otra cosa que la puesta en marcha de una humildad artificial que reniega de la razón para expiar culpas morales que poco o nada tienen que ver con lo que se discute. '¿Qué pudo haber ocurrido?', me pregunté mientras oía las campanadas del último tranvía y me mojaba los labios con el vino, 'si antes denunciaba las siempre novedosas y sutiles formas de la corrupción de instituciones y hombres sin arredrarse, si se detenía en el examen de sus experiencias más íntimas o escandalosas extrayendo aquí y allá afirmaciones de orden filosófico o simples bromas, si denostaba la ceremonia y la oficialidad con tanto rigor lógico y originalidad como hubieran deseado sus enemigos, ¿qué culpas reales o inventadas ha adquirido para bajar la guardia ahora y no sentirse más en condición de criticar la realidad con sus habituales severidad y exactitud?, ¿qué aspecto esencial de su vida ha salido tan mal como para robarle la energía de una certeza básica que hasta entonces no le había faltado, ese punto de partida al que siempre se puede volver tras las escaramuzas y batallas?'. Los demás se hallaban complacidos con el tono atildado de la reunión, comprendidos y reivindicados, así lo demostraba la moderación de sus risas y la equilibrada repartición de la palabra, pero también la corrección, casi elegancia, con que administraban la ingesta de vinos y quesos, casi como actores que se reúnen tras la última representación de una temporada exitosa, cansados pero felices, disfrutando de una tregua en sus conflictos y diferencias, suavemente mecidos por el alcohol mientras afuera el aire tibio sopla entre las hojas de los árboles que finalmente se han fundido con la obscuridad de la noche. Ellos no podían percibir mi insatisfacción porque siempre había sido el más callado de todos, pero yo me hallaba muy ocupado tratando de comprender cómo un hombre de esas características, que tanto en la isla como en nuestra inmoral tierra natal era temido por su atinada causticidad, que era tan incómodo como imprescindible para el avance de las sociedades donde aparecía, había podido renunciar a su cualidad más notable para mayor satisfacción de todos los presentes a los que no parecía importar el sacrificio de la inteligencia y el sentido, de la afirmación y el ingenio, con tal de sentirse superficialmente aceptados y aún precariamente queridos, sujetos de una vacua condescendencia obsequiosa y ruin. 'Los seres humanos', me dije con repugnancia, 'prefieren pasar la vida consolándose unos a otros de la forma más insustancial, abjurando de cualquier penetración, alejados de toda profundidad; disfrazan de humildad la más asquerosa de las ambiciones que consiste en el rebajamiento sistemático de todo lo que sobresale para sacudirse la envidia, ya tratando de ofuscar a los hombres de talento bajo el pretexto de una amistad, ya trivializando sus obras mediante argumentos igualitarios, cuando éstos se resisten los condenan al ostracismo o al exilio, se garantizan así chapotear hasta la muerte en el tranquilizante miasma de su mediocridad, apenas preocupados por los ocasionales aguijonazos retóricos de talentos que no debieron aparecer en medio de ellos'. Así pues al despedirnos, una vez se acabó el vino y quedaron vaciados de queso los platos, mientras nuestras voces hacían todavía más eco en los pasillos de la residencia por efecto de la madrugada, le extendí la mano y me apartó un momento del resto que se alejaba con destino a sus distintas habitaciones. 'Se trata de mi mujer y mis hijas', me dijo sin preámbulos, 'que se han marchado hace ya mucho tiempo y no sé nada de ellas'. ¿Había venido a la isla por ellas? ¿estaban aquí? 'Pero me recuperaré. Tranquilícese', me dijo sonriendo y pasando una de sus grandes manos por mi cabeza como si aún fuera un niño. Me limité a asentir. Se perdió camino a su habitación y partió al día siguiente de vuelta a Santa Teresa. 

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