viernes, diciembre 28, 2018

Pastillas, desierto y pensamiento

¿Puede darnos tres buenas razones para vivir? 
Sí. La primera es haber nacido. La segunda es seguir vivo. 
Y la tercera lo molesto que es o debe ser suprimirse.
[De una entrevista a Juan Benet]

Había soñado con Práctico al amanecer: se burlaba de mí delante de sus estudiantes mientras ellos, esposados a mesabancos, sonreían celebrando las bromas de su asesor con el pecho descubierto. Como en muchas otras ocasiones, la esfera onírica no era pretexto para que yo me liberara de mí mismo y así padecí, aún en sueños, un deseo que debía reprimir a toda costa por impresentable y deontológicamente réprobo, pero también el desagrado interno, con sus consecuencias endocrinológicas y de subida de la tensión arterial, de tratar con Práctico, aunque no pudiera retener ni una sola de sus palabras y el padecimiento fuese enteramente causado por su mera visión, una imagen que a su vez me recordaba la urgencia de renunciar a mi puesto en la estúpida universidad y dejar atrás para siempre a sus estúpidos personajes, cada uno más repugnante que el otro, aunque quien dice renunciar al trabajo dice también renunciar a Santa Teresa. 'Es lo correcto', pensaba para mis adentros (los adentros del yo que soñaba aquella escena ridícula delante de Práctico y cuyas reflexiones no desmerecían de las que me acompañaban en mi tiempo diurno de aquellos meses, mi tiempo activo sobre el mundo), '¿qué sentido tiene quedarse ahora que mi mujer y las niñas no están ya aquí?', pero también: '¿cómo haré para conseguir otro trabajo?'; y además: '¿dónde?'. Y la mente se desquiciaba repitiendo como un rosario las distintas opciones que había, dentro y fuera del país (pero qué pereza volver al extranjero), saltando a otra actividad (pero era un hombre de carrera y no convenía ni era sincero decir que deseaba echarla por la borda, no ahora), tomando en cuenta las distintas restricciones a las que estaba sujeto: la que representaban mi mujer y las niñas de no moverme de donde estaba para así permanecer disponible, aunque ni siquiera supiera su paradero; pero también la que representaba mi madre, a quien arrastré a Santa Teresa hace años y ahora no podía dejar abandonada a su suerte, aunque no viviera conmigo. No perdonó la angustia el tiempo lento de la modorra en que mi mente decidió rebuscar amigos en la memoria, un conjunto que se había llenado de personajes leales, pero lelos, interesantes, pero alejados, zafios, pero prácticos, cultivados, pero egoístas, habidos, pero no vigentes, casi todos únicamente recuerdo, con Luis Gala asistiéndome como Virgilio a Dante a través del infierno del presente...     
Me pregunto si los que se suicidan viven mañanas como esta en las que intentan ordenar sus pensamientos, sin conseguirlo, recuperar una sensación plácida, un recuerdo agradable que puede estar a una distancia ridícula, apenas un par de horas antes o la noche anterior, un esfuerzo en el que no sirven de nada el brillo del sol o el azul del cielo porque, igual que el resto, se perciben como perturbadoramente inabarcables, imposibles de acomodar a una finitud pacífica que uno pueda mecer en su regazo hasta quedarse dormido, la locura es vigilia reconcentrada y circular, sin puertas ni ventanas, ojo abierto al que le basta un individuo cualquiera que nos haga reparar en las fisuras de la realidad para no volver a parpadear noches enteras, ya en la esperanza de entrever la amenaza que puede surgir de entre los huecos, ya enfrascado en el cálculo de las inagotables combinaciones de lo posible, nuestra anticipación siempre insuficiente y las soluciones sólo temporales, así la convicción de los amaneceres desordenados en que un cambio sutil en la atmósfera o una cena insuficiente nos provoca náuseas y una cabeza inflamada de pensamientos urgentes e inaprehensibles, nada firme según la razón que intenta hacerse con el mando mediante argumentos de orden metabólico o neuroquímico, para luego caer, víctima de ella misma, en la comprobación reiterada de que a ningún pensamiento paranoico falta el rigor lógico, el horror más pavoroso producto de deducciones impecables cuya verdad no depende del malestar con que fueron hechas, ya sobre la cama deshecha y con las sienes dolorosas, ya acompañando cada pensamiento con un amargo trago de saliva, la espalda fría y el pecho sudando en el despertar inestable que continúa en el día las angustias de la noche, un inacabable tren que intenta descarrilar a toda costa aquel que se encuentra atravesado por él, pero que se revela invulnerable porque, contrario a lo que cree la mayoría de la gente y no escasos especialistas, está hecho de razones y no de delirios, de necesidad y no de contingencia, derribarlo requiere suspender el buen juicio y participar de una alienación colectiva, entregarse a la verdadera demencia que exige, por encima de todo, la convivencia con los demás en todas sus formas, familia y pareja, pero también amistad y trabajo, allí donde deban intercambiarse palabras quedamos invariablemente expuestos a la incomprensión y la incompletitud, la incertidumbre que no podemos disipar jamás, se equivocan así quienes atribuyen a la soledad la responsabilidad de la locura y la tentación del suicidio, son los otros los responsables absolutos del desorden y el ruido que invaden nuestras cabezas, son ellos quienes nos impiden organizar correctamente la biblioteca y construir sin contratiempos un edificio sólido, no somos animales para sacrificar nuestra obra al gregarismo y así son los demás, los más animales, quienes nos orillan a la locura y al suicidio en mañanas como esta, de cielos despejados y zumbidos en los tímpanos, al obligarnos a su consideración y trato, a sus convenciones y juegos, arrogándose la representación de la humanidad que no tolera disidencias ni sobresalientes ni desafíos...
Vuelca el frasco de las pastillas sobre el buró y me pongo de pie, tambaleante. Hace muchos días que no hablo con nadie. Nadie me ha buscado. Nadie sabe de mí. He perdido a mi mujer y a las niñas, es verdad. He perdido a mis amigos. Mi madre sólo viene cuando no me hallo en casa. 'Soy libre', me digo sonriendo tímidamente mientras me apoyo en las paredes del pasillo camino a la cocina. 'Soy libre', me repito entrecerrando los ojos que se inundan de la luz del patio. 'Soy libre' y la sonrisa se hace ancha aunque la mano izquierda intente calmar las arcadas de mi estómago, aunque la derecha me apriete las sienes con sus dedos, feliz.

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