sábado, enero 05, 2019

El guardián de la memoria

Subimos los peldaños que llevan de la puerta de la calle al salón de estar en silencio, sin saber bien a bien cual de las emociones experimentadas y contradictorias merecía más nuestra atención. No éramos los jóvenes, casi niños, que hace treinta años coincidieron en mitad de la escuela secundaria, pero igual que entonces él vino a mí necesitado de comprensión y, al mismo tiempo, protegiendo su orgullo con un vago aire aristocrático, una conducta que terminó por convencer a nuestros compañeros más silvestres de moderar su tendencia al desafuero. Tomó asiento en el sillón de una plaza que dominaba el salón, las escaleras por donde habíamos entrado y la cocina. A su izquierda quedaban las escaleras que iban a la cochera, separadas por un barandal del rincón donde había instalado un librero y el escritorio que casi no tenía ocasión de utilizar, ni siquiera porque dormía en la habitación de al lado donde, de noche, se escuchaban los quejidos de aparatos, tuberías y paredes de la cocina con la que era contigua. Tenía más de diez años de haberme separado de mi mujer y de haber aceptado el ofrecimiento que me hiciera la mayor de mis tías para quedarme a vivir en esa casa, una de las muchas que ella había adquirido o hecho construir en aquella colonia de la periferia que ya no podía expandirse por hallar en la Barranca su límite natural. 
Mirándolo de reojo desde la cocina donde me preparaba a ofrecerle un vaso de agua que aceptó, lo recordé sentado en el sillón rojo de su habitación de adolescente, pasándose las manos por la frente o la barbilla con la misma altivez con que lo hacía ahora mientras detenía los ojos en distintos puntos del salón. Solía prepararse así, mediante aquella inspección rápida y furtiva, para plantear un asunto o exponer una situación, aunque su cuarto le fuese entonces perfectamente familiar y el salón de mi casa sólo lo hubiera visto una vez, poco después de mi separación. Su recorrido ocular terminó entonces cuando le hube acercado el vaso de agua sobre el que fijó la vista un momento, para luego bebérselo de golpe y dejarlo sobre la mesa, vacío. Sonreímos al mismo tiempo, relajándonos.
He venido a pedirte un favor. O quizá convenga que lo veas como un negocio, dependiendo de si aún eres el hombre sentimental que fuiste mientras crecíamos juntos a unas calles de aquí, o si ya eres un hombre de negocios. Aunque sólo sean malos negocios...
Sonrió y me hizo sonreír a su vez, pero no dije nada. Volvió a ponerse serio. Continuó:
Haberte casado y haber concebido una niña con esa mujer son pruebas de que diste algunos pasos, aunque sólo fueran tímidos o torpes, para convertirte en un hombre de negocios. Tu mujer no era una romántica. Tu niña no come poesía extendió su mano izquierda para que yo mirara el escritorio lleno de papeles Y así es posible que el hombre sentimental que fue mi amigo no exista más y lo haya reemplazado un hombre convertido sólo en instrumento de exigencias prácticas. Pues incluso a ese hombre le tengo una oferta.
Que no tenga yo ahorros sino deudas y viva en una casa prestada, separado de mi mujer y la niña, difícilmente me hace pasar por un hombre de negocios, ¿no te parece? 
Ser hombre de negocios es una cuestión espiritual y no materia de resultados, es una disposición de ánimo frente a la vida que poseen la mayoría de los hombres, sean pobres o ricos, exitosos o fracasados, es una inclinación esencial hacia la depredación. Nunca la tuviste y me alegra darme cuenta por tu respuesta de que sigues sin tenerla; aunque con ello padezcan quienes más esperan de ti en la práctica: tu mujer y la niña. 
Has dicho malos negocios y has dicho bien, pero no estoy convencido de ser el mismo hombre bueno que conociste. Que no haya tenido ocasión de causar el daño que mis malos sentimientos sugerían no me hace buena persona. Que los odios y rencores acumulados por las innumerables ocasiones en que he creído ser víctima de injusticias no se hayan traducido en venganzas puntuales no significa que dichos sentimientos no existieran. Admito que la filosofía es inevitable, pero no tanto como principio sino como explicación tramposa de lo que fue. Casa bien con el hombre que conociste decir que vivo con pocos bienes materiales porque no constituían mi interés, pero es falso; que es normal que busque la solución razonada a conflictos y no la confrontación o la violencia, pero es también cobardía; que atendía a los sentimientos de las mujeres antes que sacar ventaja de ellas, pero buscaba la saciedad fisiológica. Es grande la tentación de demostrar que somos consistentes, especialmente cuando tenemos ya un pasado a cuestas y podemos apoyarnos en una selección arbitraria de hechos y otra muy discutible interpretación de los mismos. Y luego decir 'esto soy, esto siempre he sido'. Pero es casi siempre humo.
Durante años pensé que la consistencia de mi vida profesional como hombre de ciencia y cultura, la de mi vida intelectual, se correspondía con la de los años transcurridos al lado de mi mujer, la de mi vida privada. No advertí o no quise tomar demasiado en serio las distintas amenazas y evoluciones de las casi dos décadas que vivimos juntos, esencialmente porque el éxito profesional alimentaba la idea del éxito personal, porque la formalización de nuestro matrimonio y la llegada de las niñas consolidaron las ideas de completitud y armonía. Superados los primeros años creí íntimamente en algo tan contrario a la razón como que estábamos destinados el uno para el otro y así yo era siempre con ella y ella conmigo, indistinguibles, asumidos, en todos los planes y proyectos, en todas las consideraciones y providencias, sin advertir que la fe en nuestra relación como cosa dada e inamovible nos hacía invisibles y, por lo tanto, vulnerables. Mi mujer desapareció hace casi dos años junto con las niñas luego de dejarme una carta escueta. No sé dónde están ni he vuelto a tener noticias de ellas.
No lo miré conmovido. Después de todo se trataba de un hecho que ya empezaba a ser antiguo y para el que él había dispuesto de demasiado tiempo para encajarlo, no sólo el transcurrido desde la desaparición, sino también el del distanciamiento previo que se adivinaba largo. Intenté organizar una respuesta:
Lo siento. No sé qué haría de no poder ver a mi hija. A estas alturas es lo único que le da sentido a mis actos, aunque sean pocos e inefectivos. Siempre puedo adornarme diciendo que conocí el amor y que tener descendencia me justifica. Podemos compartir estas últimas razones, si gustas, pero son extremadamente vulgares, al alcance de cualquiera. Y la verdad es que en casi todo fui un fracasado, ahora puedo decirlo con tranquilidad porque no tiene caso engañarme. No terminé mis estudios ni conseguí emprender ningún negocio. Pero tú eres un hombre de carrera. No es lo mismo. Puede que tu matrimonio se haya derrumbado y con ello muchas de tus ideas sobre la vida, pero tienes intereses superiores, por decirlo así.
No te creas. Al final todo es industria. Pero es verdad que semejante catástrofe personal no me movió de mi sitio ni apagó mi espíritu: seguí trabajando, quizá tanto o más que antes. Y no aproveché la coyuntura para largarme de ese siniestro pueblo de provincias al que en mala hora llegué para exiliarme. No tengo una sola amistad que valga la pena, Jorge. Nada. Podría irme de ahí ahora mismo y, sin embargo, vengo a comunicarte que he decidido quedarme allá.
Lo interrumpí con el ceño fruncido de extrañeza.
Pensé que deseabas quedarte aquí. Recuerdo que hace muchos años me dijiste que esta casa te gustaba y te invité a venir sin ningún compromiso por tanto tiempo como quisieras. Ahora te ofrezco lo mismo, aunque supongo que si no has venido cuando ocurrió lo peor tampoco querrás venir ahora. Y encima esta decisión...
Qué más quisiera que volver, pero no es posible. No se puede volver de veras como yo lo deseo. No podemos traer de vuelta a tu padre para que nos llame maricas mientras hablamos de música o cometas en el desorden de tu habitación, no así a tu hermano para que reparta el botín extraído del bolso de tu madre que se cura la jaqueca con cataplasmas en una habitación de paredes descarapeladas. No podemos volver hasta mi habitación para hacer la tarea de ciencias sociales listando los países del bloque socialista mientras mi madre llora en el cuarto contiguo por haber descubierto una nueva infidelidad de mi padre ni hay forma de ir a la tienda de los hermanos que siempre buscaban la manera de hacernos pasar a la trastienda. ¿Volver a dónde, Jorge? Ciudad natal no existe más.
Ya. ¿Cómo puedo ayudarte entonces?
La casa de mi madre está sola. Quiero que la cuides y, si así lo deseas, vivas en ella. Ahí están todos los muebles que teníamos. La barra del desayunador y el sillón rojo. La mesa redonda con sillas de rattan en imitación bambú. La licorera y la mesita de centro. Las camas con una repisa como librero de cabecera. El estéreo con tocadiscos y bocinas con fieltro.
¿Por qué no la rentas?
No. Quiero conservarla. Mi madre tampoco volverá. Quizá no volvamos a vernos.
Me reí inesperadamente llamándolo dramático y le di un fuerte abrazo. Contra mi costumbre, saqué una caja de cigarros de la cómoda y encendí uno ofreciéndole otro que aceptó. Llevaba poco más de tres años sin fumar y aunque me asustaba la posibilidad de que fumarme un cigarrillo desencadenara otro período de tabaquismo intenso, ello no ocurrió. Le mostré algunas fotografías de la niña que él miró sin mucho interés y nos gastamos bromas mientras recordábamos a personajes de los que casi nunca volvimos a tener noticia. Le hice escuchar algunos de mis discos más recientes y le conté algunas de mis cuitas sexuales omitiendo datos aquí y allá, a veces la edad, a veces el color o el sexo. Él siguió teorizando sobre su matrimonio y habló de un túnel del que había salido, de una liberación y unos personajes imposibles, ya no recuerdo bien. Se quedó a dormir y al amanecer descubrí que se había marchado dejando una pequeña nota y un juego de llaves:
'Cuídala bien, guardián de la memoria. Quizá volvamos a vernos pronto. Quizá sea necesario recordar'.

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