sábado, enero 19, 2019

El fin de la inocencia

Por la crianza que me dio mi madre, pero también por mi propia forma de ser, siempre me ha preocupado el aspecto teórico de las situaciones antes que su mero tránsito o realidad, lo que desde luego ha impedido que disfrute sin más de lo que se me ofrece espontáneamente por hallarme más ocupado en explicarlo que en vivirlo y, todavía más, en acomodarlo como instancia de un plan filosófico superior. 
[...]
La casa que mi madre mantenía en mi niñez, aunque modesta, disponía de todo lo necesario para vivir cómodamente y era causa de admiración entre sus escasas amistades, por el orden y limpieza que mostraba, pero también porque dichos orden y limpieza hacían suponer que gozábamos de una posición económica privilegiada que no teníamos. Especialmente cuando recibíamos visita mi madre nos vestía, a mi hermana y a mí, con tanto primor como le permitían sus recursos, pero luego nos impedía jugar en el suelo para no ensuciar la ropa y nos vigilaba constantemente para que no sacásemos más juguetes de los que ella juzgaba necesarios. Si, como solía ocurrir, yo optaba en esos días por tomar un libro de la estantería de la sala y debía ir al baño, al volver al sillón me encontraba con que mi madre había guardado el ejemplar en su lugar. Leer en el baño o sobre las camas nos estaba prohibido y los paseos de mi madre por las distintas estancias de la casa unido a su conocimiento exacto del lugar que ocupaban los objetos, hacía imposible que no se percatara de que un ejemplar, por pequeño que fuera, faltaba en las estanterías.
Mi hermana y yo compartíamos una habitación cuya ventana daba a la calle. Esta ventana, como las pesadas cortinas obscuras que la cubrían, solía estar cerrada, salvo un par de horas por la mañana y otro par por la tarde. Era mi madre la única autorizada a abrir las cortinas y, en casos extraordinarios, la ventana, aunque en estos últimos casos solía quedarse con nosotros sentada en una silla mientras remendaba ropa o leía distraídamente, mirándonos de vez en cuando por encima de sus anteojos. Entonces intentaba verla el mayor tiempo posible sin que ella me pillara haciéndolo, tan imbuido de miedo y admiración como seguro de que me regañaría si se percataba de mi visión furtiva. Pero nunca me vio, o fingió no verme, repasar su rostro concentrado o sus manos de venas tenues, estudiar la transparencia de sus medias o el hecho de que no hubiera cambiado de página en una hora. En su presencia y a pesar de estar en nuestra habitación, mi hermana y yo bajábamos la voz o procurábamos no hablarnos, a veces ignorándonos uno al otro, pero otras veces intentando comunicarnos con señas y gesticulaciones que nos ponían al borde de una risa violenta, tanto o más excitante cuanto más inminente era, aunque finalmente nunca se producía. A veces, cuando advertía que llevábamos alguna mancha en los zapatos o un cabello despeinado, mi madre se levantaba de la silla e iba a por un paño o el peine para repasarnos en silencio con movimientos excesivamente firmes, luego llevaba el paño o peine a su respectivo lugar y volvía a su silla respirando pesadamente como si intentara calmarse luego de un gran disgusto; tras un minuto, volvía a la normalidad.
Conforme mi niñez se acercaba a su fin, aunque aún sin desafiarla, buscaba maneras de hacer lo que me apetecía a pesar de mi madre, pero también a pesar de mi hermana que ocupaba la misma habitación que yo en perjuicio de mis urgencias. Hube de acostumbrarme a vigilar el sueño de mi hermana, a veces atendiendo a su respiración, a veces examinando difícilmente en la obscuridad si se hallaba dormida o, por lo menos, de espaldas a mi cama y vuelta hacia su pared. La puerta de la habitación estaba siempre abierta por órdenes de mi madre, pero una vez que ella se dormía y sin que llegase a roncar, nos alcanzaba el rumor de sus involuntarios quejidos. Gracias a estas señales yo conocía el momento de meterme la mano derecha en la entrepierna disfrutando del aire cargado debajo de las cobijas y de la agradable asfixia de una sábana envolviéndome la cabeza. Al principio, cuando terminaba mis ejercicios nocturnos restregándome contra una almohada o la pared, experimentaba una sensación placentera y culposa, sin mayores consecuencias materiales, pero cuando me encontré con poluciones que manchaban la ropa o las sábanas hube de temer que mi madre me castigara cuando hiciera la colada o me descubriera en la madrugada tratando de asearme dentro del cuarto de baño. No me preocupaba mi hermana, ni siquiera cuando estuve seguro de que ella conocía mis actividades nocturnas.
Cuando finalmente mi madre me llamó a cuentas aprovechando que mi hermana se hallaba en sus clases de música, me abofeteó antes que nada sin decir una palabra. Cuando se hubo saciado, me tomó del brazo y me hizo sentar en la sala donde me quedé cabizbajo y lloroso. Hizo una pausa frente a mí, de pie y con las manos metidas en los bolsillos de su gabardina, respirando pesadamente antes de empezar a hablar. Luego sacó ambas manos repentinamente y con una de ellas me tomó con fuerza de la mandíbula obligándome a mirarla; entonces habló: 'Has transgredido el orden de esta casa, pero sobre todo el de tu propia vida. Nunca más podrás recuperarlo. Nunca más sabrás cuál es el lugar de cada cosa. Ahora no puedes darte cuenta, pero yo estoy consciente porque te conozco de que ya has elegido vivir en la inquietud hasta el fin de tus días. Porque quien ha decidido como tú es sin duda esclavo de sus instintos. Sí. Pero quien además piensa como tú, con tu inteligencia privilegiada y tu sensibilidad enorme, nunca podrá conciliarlos. Vivirás infeliz buscando lo que hoy perdiste. En tu propio cuerpo. En hombres y mujeres. En objetos y bestias. Todo será inútil porque ya has abandonado la posibilidad de certeza. Podías volar, pero ahora vas a arrastrarte'. Me soltó la cara con desprecio y me encerró en mi habitación bajo llave 'el tiempo que fuera necesario'.
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Es así que siempre me han fatigado las relaciones, pero también los largos períodos de celibato o promiscuidad, con sus negociaciones interminables con uno mismo tratando de conseguir un marco, si no inamovible, al menos adaptable para fijar lo que ocurre e indicar lo que ha de hacerse. Preocupaciones teóricas. El amor siempre en búsqueda de justificación a partir de sus manifestaciones externas: los apoyos de orden práctico, las lealtades a prueba, el sexo que nunca sé si es mucho o poco, si presentable o indigno. Saber vivir, sea porque se consigue someter la realidad a un libreto o porque se prescinde de él. ¿Cómo no entender a los eremitas que rechazan el mundo para mejor tener control sobre sus propias vidas? ¿Cómo no entender la condena de la carne como fuente de desorden y de placer? Un placer que no se acomoda nunca a la plenitud: si porque es sólo carnal, alejado del compromiso; si porque atiende al corazón, con la amenaza del tedio y la saciedad.
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'Mi madre tiene razón', recuerdo haber pensado sentado en el suelo de mi habitación mientras me secaba las lágrimas. Luego un brillo debajo de la cama. Luego un restregarme contra el suelo tratando de alcanzarlo. La boca entreabierta, el estertor sagrado.
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La habitación sigue cerrada.

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