domingo, diciembre 23, 2018

El túnel

Una vez hubieron desaparecido mi mujer y las niñas detrás del cambio de año, alimentada crecientemente pero sin datos la sospecha de que ellas se hallaban en ciudad natal, volví mi vista hacia ésta como sucede a todos los que emergen de una larga relación como de un túnel, esperando hallar al final del mismo la reanudación de lo que desapareció al entrar, los amigos y paisajes, la juventud suspendida, pero también la agitación no desahogada cuyo registro obra en agendas y notas, números telefónicos intercambiados a los que nunca se dio seguimiento y que ahora examinaba esforzándome por recordar a quien pertenecían, los nombres que los acompañaban incapaces de acomodarse a ningún rostro fijo que, en cualquier caso, también habría cambiado junto con los cuerpos, no transcurren sin consecuencias veinte años en la vida de las personas, y de este modo no podrían ya despertar excitación las entrepiernas que otrora acariciara con codicia debiendo interrumpir lo comenzado por algún escrúpulo o ineludible compromiso, la imagen todavía perturbadora de un cuerpo que desciende del auto y se aleja para doblar una calle a la que luego, quizá poco antes de mudarme a Santa Teresa o durante unas vacaciones, vuelvo para transitar con lentitud mirando de reojo ambas aceras en la esperanza absurda de ver a quien ya estaba envuelto en brumas desde el primer y único encuentro, la calle empedrada en donde estábamos seguros de reconocer el domicilio en donde aliviamos el deseo mientras un caballo invadía la sala contigua en medio de una poblada y excesiva fiesta ahora se presenta desierta, la casa en cuestión imposible de distinguir entre otras cien tanto si vamos a pie como si la buscamos con los ojos cerrados en la memoria, no sólo el tiempo, sino la saña con que a ciudad natal se le ha desfigurado mientras sus habitantes eran expulsados o desaparecidos, ha obrado el milagro de que no pueda ya orientarme en sus calles ni entender la lengua de sus nuevos inquilinos, gente hostil a la conservación y venida de tierras yermas como Santa Teresa a cuyo abrazo mortal accedí en mala hora sólo para terminar de perder a mi mujer, ha hecho muy bien ella en sacar a las niñas de este páramo inútil donde nacieron y empezaban a crecer, quizá lo ha hecho a tiempo antes de envenenarse por completo, aunque es casi seguro que entonces ella como yo ahora haya querido reanudar lo que interrumpieron nuestros años juntos, es decir, su vida anterior en ciudad natal a cuyas múltiples deformaciones calificará sin duda de puestas al día y a cuya sustitución demográfica juzgará de cosmopolitismo y a cuyas amistades desaparecidas reemplazará inmediatamente por otras, mujer de adaptación implacable y memoria selectiva a la que nunca pude convencer definitivamente de la otra realidad, esa que hizo inevitable nuestro encuentro inicial y llenó con palabras de amor nuestras bocas, la que acompañó nuestra cotidianeidad desde su morada subterránea emergiendo una y otra vez a través de sueños y presentimientos, señales y significados, la que me convenció de la deriva fatal de nuestras almas que se perdían de vista y ahora me acompaña de manera preponderante desde el día en que ella y las niñas se marcharon, así una mujer sale del túnel y decreta el día disipando los fantasmas mientras el hombre marca un número telefónico tras otro sin que nadie se ponga al otro lado de la línea donde quizá sólo haya una casa derrumbada debajo de cuyas losas cría malvas el cuerpo acariciado en tinieblas hace ya muchos años, 'no importa', me digo, deben quedar algunos amigos aunque sólo sea acorralados en los nuevos barrios de ciudad natal, así que aprovecho el invierno para buscarlos a tientas por calles que terminan en desfiladeros, desplazándome en autobuses y trenes en los que ya soy incapaz de seducir a nadie, por encima del pasamanos reparo en un espejo redondo que me devuelve una imagen que no es más la del joven que se masturbaba en el asiento trasero con desconocidos camino a la universidad privada, ahora soy un viejo de cabeza gris al que ven con desconfianza y recelo todos los que en la calle abordo, mis recorridos infructuosos resultado de sus indicaciones contradictorias, así es muy grande mi sorpresa cuando se abre la puerta de la casa amarilla a la que he llamado sin esperar ya nada y en el marco se recorta la imagen de Jorge que me dice: 'te he estado esperando mucho tiempo', y luego de abrazarme y hacerme pasar, pregunta: '¿ya sabes que se acabó la muerte?...¿no?...es un hecho'.
Y la puerta se cierra detrás de nosotros.

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