jueves, diciembre 20, 2018

Los padres que no fueron (una hija)

Mi madre era una puta tímida, pero ambiciosa. No era particularmente inteligente, pero tenía un gran sentido práctico que aplicaba sobre todo en los terrenos económico y logístico; gracias a ello pudo escapar tempranamente por medio de un matrimonio de conveniencia de la promiscuidad y pobreza que le esperaban como mujer de clase baja en Santa Teresa, aunque entiendo que la vida de mis padres en los primeros años de su matrimonio no fue muy desahogada. He dicho conveniencia, pero al principio faltaba dinero y mi padre apenas se distinguía de los alcohólicos de la región, salvo por un detalle que a mi madre no pudo habérsele escapado cuando decidió embarazarse de mí para engancharlo a él: tenía una plaza definitiva en el gobierno.
Mi padre era inculto, pero inteligente, una de esas personas aptas para la ingeniería por su facilidad de cálculo, pero no por su criterio. Gozaba de un extraordinario olfato político que le permitía manipular a los demás como si de piezas de un ajedrez se tratara, hasta que terminaba poniéndose por encima de ellos, imperceptible, pero inexorablemente. Sus métodos rudimentarios habrían resultado inefectivos en casi cualquier lugar del mundo, pero en Santa Teresa eran los más adecuados y él tenido por líder natural de individuos incapaces de matiz o iniciativa; las personas que intentaban oponérsele sólo disponían de la moral o la razón, pero estas herramientas que a la mayoría de los locales resultaban foráneas a él sólo le merecían un profundo desprecio. 
Como parte de sus planes, mi padre habrá comprendido desde muy joven la conveniencia de hacerse de una mujer, no sólo para satisfacer su deseo sexual o sembrar su simiente, sino para ejercer el poder al que aspiraba desde una posición respetable. Esta mujer, que desde luego tenía que ser fértil y buena sirvienta, tenía que ser también ventajosa para sus fines, alguien cuya voluntad pudiera comprar con dinero. Fue así que, desprovisto de todo estorbo romántico o afectivo, mi padre reconoció en la secretaria de la oficina, mi madre, las características de compra-venta a las que años de pagar putas lo habían acostumbrado. Bien es verdad que esta vez la operación no tendría lugar en una cantina llena de humo ni se limitaría a un patético acto de eyaculación precoz, pero nada esencial cambiaba si las partes sacrificaban cualquier consideración a la mayor ganancia, al mejor postor.
Como es natural, tardé algunos años en entender todo esto y reflexionar sobre aquello que ocurría cuando era demasiado pequeña. Mi padre era un hombre espantoso y su fealdad debió condicionar poderosamente su actitud: ¿cómo iba a despreciar la oportunidad que le daba mi madre de comprar una mujer que, además, presentaba ventajas prácticas indudables? ¿cómo iba a vengarse mejor del asco que producía sino sometiendo a los demás a sus órdenes? No podía echar de menos un amor desinteresado que nunca conoció ni una amistad que no estuviese revestida de conveniencias mutuas, así me explico su indiferencia glacial hacia nosotros, sus hijos, a quienes siempre nos apartó como quien resulta un engorro sólo presumible frente a los demás en tanto cosas que se poseen. En mi madre descargaba la tarea de nuestra limpieza y alimentación, el mantenimiento de la casa y nuestra asistencia al colegio, pero ésta nos trataba también como a una inesperada carga de trabajo cuya realización se escamotea por todos los medios: cocinaba poco y mal o compraba comida hecha, la casa era siempre un desorden en el que dominaba el olor a sudor ácido y pis, manifestaba continuamente su molestia por tener que llevarnos hasta el colegio o pasar a recogernos, ¿quién podía echárselo en cara si había escogido a mi padre esperando vivir en la abundancia, rodeada de sirvientas y nanas que se harían cargo de nosotros? ¿cómo podía vernos siquiera con simpatía si éramos el producto de su prostitución mal retribuida?
No tengo memoria de las dificultades económicas de mis padres en sus primeros años juntos, pues su mutua ambición económica las vio pronto superadas, pero sí de la hostilidad creciente y variada con que se trataban, a veces por el alcoholismo de mi padre que por fortuna nunca se tradujo en efusiones afectivas hacia nosotros y que fue disminuyendo conforme su salud empeoró, a veces por la frustración de origen sexual, económico o afectivo de mi madre que ni siquiera ella estaba en condiciones de expresar honestamente por falta de luces. Ella le gritaba a él por cualquier motivo y él solía ignorarla con una tranquilidad que sólo le causaba a ella más irritación. Mi padre no era violento en el sentido en que lo era la mayoría de los hombres de Santa Teresa, jamás le cruzó la cara a mi madre ni le levantó la voz casi nunca, su violencia era más sutil y desesperante, pues consistía en la aplicación del mismo método melifluo y torvo con que sometía la voluntad de sus colegas, pacientemente, de forma inflexible y descarada, sin ceder un ápice del terreno ganado mientras su oponente, ella en este caso, se desgañitaba y consumía hasta agotarse. Era evidente, así, la inteligencia superior de mi padre, pero también el drama de suplir todas sus carencias afectivas y sexuales por medio de la satisfacción de ganar: a veces dinero que acumulaba en cuentas a nombre de sus hijos, a veces poder sobre la voluntad de los demás, incluida mi madre. Ésta, a su vez, vivía obsesionada con cobrar cada vez más caro las afrentas de mi padre, aunque la única real fuese aquella a la que ella había accedido: casarse con un hombre al que no quería ni deseaba a cambio de vehículos más grandes y lujosos, ropa y joyas más caras y de peor gusto, pero luego también, cuando conoció a otras esposas de Santa Teresa con ínfulas de sofisticación, viajes a lugares exóticos que por supuesto no le interesaban para nada y de los que regresaba ignorándolo todo.
Así nosotros, sus hijos, fuimos los pretextos ideales para calmar el vacío y despropósito de la vida de nuestros padres, aunque siempre podrían decir que su tarea cada vez más eficaz de acumulación de bienes e influencias tenía por objeto que no nos faltara nada. Parece noble. Algunos pensarán que nos faltaron precisamente ellos, nuestros padres, pero con los años he entendido que ni él ni ella podían dar nada de provecho que no fuera precisamente lo que nos dieron. Nos faltaron padres, es verdad, pero debían ser otros porque los que lo fueron no podían serlo
Hace años que me fui de Santa Teresa y mi madre vegeta en una casa de ancianos donde mi hermano y yo acordamos internarla. Mi padre murió repentinamente cuando una auditoría reveló que no había sido tan inteligente como pensamos para cubrirse las espaldas ante su desmedida ambición. Dicen que existe el llamado de la sangre y puede ser que eso explique que siga pagando el asilo de mi madre desde el extranjero. Pero no siento nada por ella. Y no siento nada por él.

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