A la vuelta
del Manes, una noche helada de principios de diciembre —viernes que se hizo
sábado a orillas del Vltava en compañía de Lenka, Dana y Aníčka— recién
abría mi departamento con inseguridad alcohólica y el cuello de la camisa lleno
de labial, cuando vi la luz roja del contestador parpadeando en el fondo de
salón. Me sonreí pensando en que tal vez era Aníčka,
que se había dejado la bufanda en el carro y ahora estaría camino del Futurum
sin nada que le cubriera la garganta, lo que en una checa nativa no sería intolerable
—apenas un
grado bajo cero, una ridiculez— pero que en una cantante profesional de
veintidós años no podía consentirse sin riesgo de perder dinero por desafinada
o, todavía peor, por afónica.
Pulsé el botón,
y mientras cerraba las pesadas cortinas cafés del ventanal, desgastadas como los
pantalones de lana que tenía de niño y que picaban las piernas de forma
insoportable, escuché la temblorosa voz de un hombre. Al principio no lo reconocí:
quizá por eso me resultó muy inquietante que utilizara mi nombre, que titubeara
como quien se prepara a dar una mala noticia. 'Ha llegado', pensé
dramáticamente como quien lleva años esperando la llamada que ha de despertarlo
a una realidad espantosa. Ya era mucho tiempo lejos de casa, del país, lejos de
mis separados padres y de mi hermana repleta de hijos, de los amigos que fueron
y dejaron de serlo, del amor incluso, que nunca fue. Era natural que algún día levantara
la bocina o apretara el botón del contestador y saltara la noticia: se ha
muerto, se ha ido, con este ya no cuentes porque ya no es más y hay que darlo
de baja enseguida, de la agenda y la memoria, ponerlo en la otra lista,
actualizar. Pero el hombre había reanudado su inseguro discurso y no anunciaba
muerte alguna: era mi padre.
No había
hablado con él en muchos años, muchos más que los transcurridos desde mi última
y —quiero creer— definitiva vuelta a Europa. De vez en cuando hacía llamadas
como esta, dejaba un mensaje inocuo donde hablaba de su salud, del clima en
California, se abstenía de hablar de la familia con la que vivía, de su mujer
quince años menor que él (quién sabe si se heredarán las proclividades, pero
esa era la misma diferencia de edades entre mis amigas del Manes y yo), luego
colgaba pidiendo que me cuidara y le llamara, que le gustaría escucharme. O
simplemente diciéndome que me quería, una afirmación que encontraba vergonzosa
e incongruente con el manifiesto desinterés con que me trató mientras crecía,
cuando aun de vez en cuando pasaba por la casa y hasta llegaba a aguantar
temporadas enteras con mi madre y mi hermana.
Me explicaba
su actitud como un asunto de culpa simple y vulgar. No le llamaría. Ni hoy ni
nunca. Ni en su funeral. Ni siquiera por odio o por alguna omisión de su parte
(que las hubo, por supuesto), sino porque sería tan imbécil como llamar ahora a
la empleada del buffet chino de la calle Spalená para preguntarle cómo se encuentra
y decirle que se cuide. Y aun esta desconocida no lo es tanto, vistos nuestro
regular trato, la coincidencia de nuestra condición de extranjeros (ella es
ucraniana) y la cortesía con que me ha atendido siempre. No, no es un buen
ejemplo. Quizá como si le llamara a mi casero. Eso es: mi casero, qué
estupidez.
La luz roja
dejó de parpadear, las copas se me subieron a la cabeza de repente y me sentí
poseído de un ánimo obscuro, cenizo, como si no hubiera estado toda la noche
riendo y bailando salsa con las checas, como si no hubiese alcanzado a Lenka en
el baño de mujeres para que me diera una estupenda mamada y luego hiciera lo
mismo con Aníčka, a la que le asiste el derecho de antigüedad por
haber sido la primera. Dana no me gusta; creo que lo sabe. Me eché en el sillón
bajo el viejo retrato de Václav Havel, miré el celular y pasé los dedos por la
pantalla yendo de un nombre a otro entre perfiles de Facebook. Cuando menos lo
pensé ya estaba mirando las fotos de la señora de mi padre.
Parece que
corta el cabello, que aprende rápido, que vive instalada en el estrato más
vulgar asignado a los inmigrantes sudamericanos que viven el american way of life. Es trabajadora,
como no se puede ser de otro modo en aquel país robusto y de sonrisas Colgate.
Las fotos más recientes son las de una casa amplia en las colinas que separan
el valle de San José de la costa. La casa ha sido decorada con ánimo sincrético:
una inmensa virgen de Guadalupe en cantera, sillones blancos de piel, retratos
enormes de ella con mi padre enmarcados en hierro y rematados por un moño rojo,
recámaras de color pastel. ¿Es envidia lo que siento? ¿Es el alcohol lo que me
hace experimentar repugnancia? ¿No se supone que esta gente me es completamente
indiferente?
Me puse de pie
y abrí la nevera. Contra el asco beodo que sentía, me receté una cerveza.
Contrario a mis hábitos europeos, la bebí directamente de la botella. Recordé
entonces —ahí, de pie en la estrecha cocina y escuchando el motor del
refrigerador ponerse en marcha— que una vez, antes de que cerrara su cuenta, mi
medio hermano, el hijo de esta mujer, intercambió algunos mensajes conmigo. Por
supuesto no tardé en compartir un comentario mordaz sobre mi padre. Él no me
censuró, pero aclaró que no compartía mis juicios y que ese hombre le había
enseñado mucho en la vida. 'Es paradójico', pensé, 'porque yo no recuerdo que
ese hombre me haya enseñado nada'.
O quizá sí,
dije casi en voz alta luego de beberme media cerveza, quizá sí me enseñó algo o
quiso enseñarme. 'Sujétala bien', me dijo al ponerme su revólver treinta y ocho
en mis enclenques manos cuando tenía trece, 'porque golpea en cuanto dispares,
¿eh?'. Disparé. Tiré la pistola y caí de nalgas en el suelo. Mi padre recogió
el arma, me lanzó una mirada de reprobación y se fue, dejándome ahí en el patio
con la sensación de haber sido un imbécil. Entonces sonó el celular.
Era Dana. Me
preguntaba si podía pasarse por mi departamento, que había decidido salirse del
Futurum y caminaba como loca hacia Střahov cuando se acordó de mí.
Que no quería pasar la noche sola —eran las cuatro y media de la mañana— y que
ella me enseñaría los prodigios que sabía hacer con la garganta. Creí entenderle
mal: 'Querrás decir con la boca'. 'No, ya verás', me replicó: 'con la
garganta'. Me excité y casi de inmediato pensé en que no volvería a casarme
nunca. Me pregunté si mi fracaso con Adriana no habría sido también una
herencia paterna, algo así como la reescritura de su fracaso con mi madre. Al
principio me sonreí descartándola como a una idea de borracho: ¿cómo iba a ser así
si ellos eran una pareja vulgar y Adriana y yo fuimos tan profundos y
brillantes, tan superiores aun en nuestra separación? Pero luego pensé en que
había paralelismos inquietantes, en el hecho de que nuestras relaciones de casi
veinte años fueron una suma de temporadas juntos y largos períodos separados, que
mi padre trashumaba bajo el pretexto de buscar trabajo en los Estados Unidos y yo
bajo el pretexto de estudiar en Europa.
Y aquí estaba yo
conforme a mis deseos, con aquella primera relación de tantos años rota, en un
departamento mal iluminado de Barrandov, sin mucha comida en la nevera, libre,
sí, escuchando de nuevo el mensaje de mi padre que en cambio había sustituido a
su primera mujer por otra, que dormía acompañado en esa nueva casa decorada con
gusto de prostíbulo en las colinas de California. 'Debo llamarle', pensé.
Al otro lado
del océano descolgaron el auricular como si hubiesen estado pegados al
teléfono. 'Diga', dijo mi padre con una firmeza inexistente en la voz del
contestador. 'No te perdono', le espeté sin introducciones, 'porque el mal de
tu ausencia quizá haya sido lo único que hiciste bien: aprende a vivir con eso'.
Y cuando él balbucía algo —creo que mi nombre— le interrumpí: 'No me uses para comprar
tu tranquilidad. Cuando yo tenga preguntas que hacerte, te llamaré. De momento
no las tengo'. Y colgué.
Me quedé
pensando en lo jodido que estaba todo: si intentaba ponerlo en su sitio me
sentía ridículo; si intentaba reanudar el trato, impostado; si suspenderlo
definitivamente, teatral; si aceptar sus llamadas con naturalidad, fatuo,
vacío. Quizá —usando mis propias palabras— yo también tendría que 'aprender a
vivir con eso'.
Sonó el
timbre.
Dana puede ayudar.
Aunque no me guste.
5 comentarios:
http://portal.iteso.mx/portal/page/portal/ITESO/Informacion_Institucional/Sala_prensa/Noticias/DetalleNoticia?p_noticia=47199
¿Qué pensarían de mi si concursara en algo?,
¡ah, claro!, que soy del Mogote.
La Vieja Patas de Canario atraviesa por su segunda temporada en el nosocomio. Hay otro mundo, Vuesa Merced, ¿por qué no me advirtió si ya lo sabía? Yo perderé ese concurso...
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