domingo, noviembre 10, 2019

Finisterre

Los aviones más grandes, como los elefantes, tienen cara de resignación. Formidables bestias. Mi vecino de abajo, el pintor, me miró con media sonrisa cuando se lo dije sin venir a cuento, sólo para interrumpirlo. Entendí que se quejaba del ruido que hacía yo durante mis ejercicios, aunque él no elevaba la voz ni tenía la jeta larga, sólo miraba con curiosidad creciente hacia el interior de mi habitación mientras seguía hablando. Yo montaba en mi bicicleta estática todas las tardes, como un animal sometido a un experimento, y mi piso su techo debía vibrar aunque sólo fuera lo justo para notarme. Un roce repetido. Un golpeteo sordo. Un eco de hormigón. Él asintió al final de ese momentáneo silencio de ponderación y, como reanudara su discurso tranquilamente, pensé haber atinado en la gramática. Porque ya desde entonces me habló siempre en francés. Porque, ingenuo como yo era por tener poco tiempo en aquel país, ignoraba la costumbre local de hablar en la propia lengua y aún en el dialecto más cerrado a todo cristo, sin consideración de extranjerías o dificultades. Porque ningún francés permitiría que una cosa tan ridícula como la de no entender ni oui ni non se atravesara en el camino de una buena discusión intelectual, pero menos que nadie un bretón del Finisterre. Y pintor, encima.
No tuve más remedio que hacer ademán de invitarlo a pasar, cosa que hizo quitándose los zapatos y sentándose sobre la cama hasta recargarse contra la pared. Le ofrecí vino que aceptó de buena gana e interrumpí así mi rutina de ejercicios, una más de las muchas que ensayaría, sin éxito, durante mi vida. Los ojos hundidos y pequeños, color negro cenizo, la nariz ganchuda y la tendencia a mirar de lado o por encima, le daban un aire córvido muy adecuado para examinar mis estanterías y escasos libros. Su conversación, de la que pude colegir que estudiaba por indicación de sus padres una carrera de diseño que no le interesaba o que había tenido una relación intensa con una mujer que, como él, había caído en la toxicomanía, estaba puntuada por preguntas de cuya contestación prescindía, ya porque fueran retóricas, ya porque no me bastaba el tiempo que me daba para responderlas. Fue así, en medio de un olor a leche agria preferible al aire helado de febrero, como supe que pintaba. De modo que, fingiendo un interés que no tenía, aproveché esta noticia para hacerme invitar a su habitación y sacarlo de la mía.
Bajamos un piso. Improvisado como taller, aquel cuarto tenía una atmósfera tan cargada como la cantidad de objetos que tenía, todos ellos en completo desorden. Caballete y pinceles, sí, algunas telas sucias con pintura, pero también platos y cacerolas, pan y restos de sopa de pescado, montañas de ropa y recortes de periódico. Entonces sentí interés. Imitándole, me hice un lugar en su cama apartando pañuelos sucios y tarros abiertos de compota, miré hacia el techo de donde había venido el ruido de mi furioso pedaleo y sentí alegría. Él debió notarla porque interrumpió su discurso para volver a ofrecerme esa media sonrisa con la que me obsequió en el piso de arriba cuando lo de los aviones. Le pregunté por su trabajo y, negándose a descubrir el caballete cubierto por una sábana, sacó una enorme carpeta de una estantería alta y, sin ponerla en mis manos, se sentó a mi lado para hojear sus contenidos. Era tal la cantidad de objetos sobre la cama que se hallaba muy pegado a mí en esa pequeño territorio que yo había abierto en mitad de ella. Un contacto extranjero. Piel, olores, sus zapatos y los míos tirados por el suelo. Los dibujos eran mediocres, pero como en todos los inicios yo me hallaba abierto al mundo de la forma más generosa posible y, como una copa, recogía su belleza para beberla sin importar cuán oculta se hallara. En los objetos y paisajes. En las personas. En los accidentes y calles habituales o desconocidas. Me despedí de él, iluminado.
Como si se tratara de un secreto, oculté mi relación con el pintor a los que por entonces se pasaban por mi habitación: los hispanohablantes y sus amigas polacas, los magrebíes, pero sobre todo el par inverosímil de un camerunés y un alsaciano, negro y blanco, con los que solía cenar de vez en cuando en lugar de beber alcohol o fumar du shit como hacía con los otros. Que un gabacho conviviera con un africano se explicaba como una instancia del principio general según el cual un francés pasa su tiempo con extranjeros sólo si es un individuo marginal o fracasado. El alsaciano era infantil y, aunque enterado de los asuntos del mundo, demasiado lelo para sus coterráneos más funcionales, de modo que debía compensar satisfactoriamente el vacío social por medio de la convivencia con aquel negro dócil que lo acompañaba a todas partes. Éste, a su vez, debía apreciar más la conveniencia de comer gratis que la molestia de sobrellevar una presunta amistad a la que no faltaban pequeñas exigencias. Porque al alsaciano le gustaba hablar de política y costumbres, de religión y sexo y economía, de ciencia, sin que le impidiera exponer sus puntos de vista la absoluta falta de referencias comunes con el negro. Con los carrillos hinchados de comida, éste asentía a todo lo que el alsaciano contaba sin hacer siquiera un esfuerzo por disimular su falta de interés o comprensión, de modo que al hallarme dispuesto a prestar oídos y a debatir cualquier tema desde mi condición de inferioridad lingüística (y, desde su punto de vista, probablemente también cultural y genética), el alsaciano intentó decididamente incorporarme a su órbita. Lo consiguió parcialmente, aceptando que no me sometiera a las mismas sevicias que el negro, pero utilizándome como depósito de sus pensamientos y cuitas. Acepté el trato inicialmente como parte de mi disposición a abrazar todo lo que la nueva vida me daba, pero luego también por divertirme con la candidez de sus confesiones.
Mientras en medio de risas el negro nos contaba anécdotas picantes de su relación con una menor de edad francesa de familia adinerada, prometiendo presentárnosla pronto, el alsaciano me hablaba en privado de la urgencia de poner fin a su virginidad, de que había descartado ser homosexual por no haber hallado en ello estímulo suficiente (j'ai mis le doigt, je te jure!), de que, como a buen hijo de Descartes, los musulmanes y judíos le irritaban por su incapacidad de razonar. Un buen chico en busca de orientación. Uno de esos franceses excepcionales de ropa bien cuidada y buen olor. Un poco bobo, es verdad, un tanto insensible y egocéntrico, pero dueño y sujeto de una lógica impecable. Y, sin embargo, sólo superficialmente distinto del pintor que una tarde tocó a la puerta mientras el alsaciano y yo hablábamos de su infancia. Quiero decir, mientras él hablaba. No hubo más remedio que presentarlos.
Se miraron con recelo. Luego de unas cuantas frases el pintor se quitó los zapatos y se sentó en mi cama, tocándose la cara grasosa con más frecuencia de la habitual. Que ahora mismo el frío era mayor en Finisterre, dijo con cierta presunción y como burlándose de sí mismo por hablar del clima. Que era mayor en las montañas, dijo entonces el alsaciano como quien acepta un duelo, porque allá el frío pela y los metros de nieve y la sombra, precisó. El pintor reviró que eso podía ser, pero el frío no es nada si no se acompaña de un viento y una humedad como los de Bretaña. Para volverse locos. Yo les serví vino y me senté sobre la bicicleta estática a pedalear muy lentamente mientras ellos se enzarzaban en otras disquisiciones geográficas y meteorológicas, con la misma pasión y ritmo de quien hace esgrima. El alsaciano ignoraba todo en materia de nombres propios del pasado, de Vermeer a Velázquez, de Bacon a Renoir. Al pintor le enfadaba profundamente que se trajera a colación la política contemporánea, aunque se hallaba cada vez más divertido por el descubrimiento de aquel juguete humano del que se podía extraer tanto alimento surrealista. Cuando se hubo acabado el vino, el pintor se puso de pie y se calzó de nuevo sus desgastados zapatos negros rematados en punta. Se acercó a mí para despedirse y, como hiciera ademán de besarme, dejé de pedalear y nos ofrecimos ambas mejillas. Vaya tipo más raro, dijo el alsaciano una vez que se perdieron los pasos del pintor por el pasillo. Olía a leche agria, agregó. Le sonreí sin responder nada. Volví a pedalear.
Cuando ya era primavera la conocimos. Una chica normal, aunque el negro nos dijo más tarde que consumía drogas, no supo decir si fuertes o de las que todo el mundo, especialmente los magrebíes, usaban. Llevaba rastas en el pelo y ropa limpia, lo que no era suficiente para saber si, como decía el camerunés, era de familia adinerada. Nos miró con indiferencia, un tanto ausente, durante los breves minutos en que estuvieron en mi habitación, mientras quedábamos para vernos otro día, quizá comer juntos. Estaba seria, a pesar de que el negro reía a carcajadas, pero no parecía molesta. En algún momento la vi morderse las uñas. El alsaciano describía con grandes gesticulaciones lo bien que la pasaríamos cuando nos reuniéramos y yo pedaleaba otra vez, pareciéndome que todos actuaban de manera extraña. ¿Estaban nerviosos? Bajé de la bicicleta para despedirlos y en la puerta apareció el pintor, estorbando la salida. Presentaciones. El negro riendo por lo bajo por lo que luego nos confesó era el aspecto gracioso de aquel personaje, aunque ni el alsaciano ni yo pudimos entenderlo. Debería venir a la comida, apuntó ella en una de sus pocas intervenciones. Claro, por qué no, coincidimos todos, incluido el pintor, que aceptó la invitación con una ceremonia inusual que me hizo pensar que también se hallaba nervioso. ¿Era ella la causa? Figuraciones mías, pensé, debía ser el deshielo y el cambio de clima.
En el par de semanas que precedieron a la comida hubo dos movimientos que, ahora lo veo, eran anticipaciones inconscientes de lo que estaba a punto de ocurrir. El pintor se presentó una tarde lluviosa con un par de discos y una botella en las manos. Son películas, dijo, descalzándose conforme a su costumbre e instalándose junto a mí en la cama para verlas. Nos servimos vino y entrecerramos las cortinas para crear la atmósfera de un cine. En la pantalla aparecieron dos mujeres en lencería ligera que recibían a un cartero al que hacían pasar a casa, persuasivas. Le acariciaban por encima del uniforme y le besaban la boca, el pecho, las nalgas y el paquete, para luego ocuparse de su erección por todas las vías. Era pornografía. Aguanté la turbación excitado por los posibles significados de esta iniciativa, pero también porque mi disposición para abrazar el absurdo era entonces la más alta. En la obscuridad distinguía sus pies, envueltos en calcetines negros lisos, contorsionándose por lo que suponía era excitación, mientras vigilaba de reojo su entrepierna por si aparecía algún bulto del que hubiera que dar cuenta. Permanecimos callados largos minutos. De vez en cuando él se pasaba una mano por la bragadura haciendo que el olor a leche agria subiera hasta mi nariz con mayor intensidad. ¿Cuándo terminaría esto? ¿Cómo? La tensión comenzaba a ser reemplazada por el aburrimiento y entonces él habló de cualquier cosa, se puso de pie y sacó el disco. Yo abrí las cortinas. Volvió al relato de su antigua relación tormentosa en que su mujer y él tenían sexo y se drogaban por noches enteras. Sus ojos se volvieron más cenizos. Estos dientes me han quedado así por culpa de aquello, me dijo mostrándome una encía babosa en que se distinguían manchas negras y oquedades. Se despidió de cualquier manera dejándome los discos, pero llevándose lo poco que quedaba de la botella. Para trabajar, decía.
El segundo movimiento consistió en el reemplazo por alcohol de las cenas que tenía con el alsaciano y el negro. Ellos no solían beber y yo sólo lo hacía con los hispanohablantes y las polacas, pero el alsaciano debió pensar que aquello era una forma de alejarse del carácter infantil de nuestro trato. Con el incondicional concurso del negro y una participación inicialmente escéptica de mi parte un primer indicio de que se resquebrajaba mi disposición para con ese nuevo viejo mundo nos dispusimos una noche a dar cuenta de una botella de tequila. Poco acostumbrados a beber, el alsaciano y el camerunés se entregaron a toda clase de payasadas que yo aproveché para meterles mano y llevarlos a nuevos límites de degradación: besos en la boca, patadas en los testículos, pintura de labios con el lipstick que dejó por ahí la novia del negro, finalmente mear en todo sitio, incluso desde la ventana, aprovechando que estábamos en la habitación del alsaciano en el cuarto piso. El experimento se repitió una vez más junto con la chica del negro que, aunque no bebía, aprovechó para drogarse y follar con éste en el baño. Mientras eso hacían, el alsaciano me explicaba, sobreexcitado, que oírlos follar lo ponía caliente y que semejante consecuencia lúbrica constituía una prueba más de que no era homosexual. Yo me reía de él llamándolo abiertamente estúpido y liquidando así, alcoholizado, los últimos restos de belleza de mi primer período francés.
Pero quedaba uno, quizá el más importante, el día en que todos cenamos juntos para luego beber y fumar hasta altas horas de la madrugada. Una noche en que el universo restauró el orden natural de las cosas con una solución de fuerza. El negro y su chica alternaban momentos de discordia con otros de amartelamiento, ya entrando juntos al baño, ya saliendo al pasillo para gritarse insultos, mientras el alsaciano, el pintor y yo fingíamos extraer lecciones filosóficas de la contemplación de aquel vaivén amoroso. A los nombres por él desconocidos de Boris Vian o Raymond Radiguet, que en materia de amor, según el pintor, lo conocían todo sin necesidad de teorías, el alsaciano oponía puntos de vista científicos que, como bien se sabe, constituyen la forma más infantil de ir por la vida. Por eso los museos de ciencia son para niños y los de bellas artes para adultos, le explicaba yo al alsaciano para completar la media sonrisa del pintor, porque hay que ver el poco mérito que tiene la capacidad de un cerebro para reducirse a la deducción maquinal de los ordenadores, un programa sin criterio, una ejecución ciega. Que estábamos equivocados, decía el alsaciano, que sin criterios racionales acabaríamos en la extinción. Que prescindir de la razón nos ponía en igualdad de condiciones con judíos y musulmanes. ¿Pero quién hablaba de eso? No entiendes nada. Y en eso un portazo de la chica y el negro que abre la puerta tras ella para gritarle. Que la dejara en paz unos momentos y se sentara con nosotros, aunque no entendiera nada. Y yo me pongo de pie para alcanzar a la chica y el pintor tras de mí, mientras el alsaciano y el negro, aprovechando su amistad, se quedan en la habitación hablando. 
Ella fuma en la escalera y no tiene deseos de hablar, de modo que el pintor y yo sólo la acompañamos. Ya no hace frío a pesar de que una ventana del pasillo está abierta. ¿Por qué cantan algunos pájaros de madrugada?, me pregunto. Entonces el pintor se me acerca, me sujeta firmemente por la cintura, y decidido me planta un prolongado beso en la boca que, extrañamente, no me toma por sorpresa. El olor a leche agria, su cara grasosa. Conforme transcurren los segundos voy comprendiendo que no me besa a mí, sino a la chica, que efectivamente se levanta como hipnotizada y acerca su boca para sustituirme. Con el intercambio, el pintor se la lleva a su habitación y yo me quedo solo en la escalera escuchando al terco pájaro nocturno. La noche de Europa. La cara de los aviones. Tardo en volver a la habitación donde me guardo de decirles al camerunés y al alsaciano lo que acaba de pasar, el primero se tira en la cama y se queda dormido, el otro se marcha al poco tiempo a su habitación llevándose al negro que no tiene ya cabeza para preguntar por su chica. Me quedo dormido luego de masturbarme, aliviado.
A la mañana siguiente me despiertan frenéticos golpes en la puerta. Es el alsaciano. Que lo acompañe a la recepción del edificio, que es urgente. El camerunés ha encontrado a su chica en el cuarto del pintor y le ha roto a éste la nariz. Vamos deprisa hasta abajo, gotas rojas en el suelo y amenazas de llamar a la policía, la chica fumando con el rostro ausente, apartada, el negro con la cabeza entre sus manos porque piensa que pueden echarlo del país. Lâche! le grita el alsaciano al pintor y éste lo insulta en dialecto, temblando, de modo que lo tomo por los hombros y lo llevo a su habitación tratando de convencerlo de que desista de cualquier ajuste de cuentas. Le paso un pañuelo tras otro. Blancos, de papel, luego rojos y empapados, incorporados al montón de cosas que invaden el suelo y la cama de su habitación. Qué bien secan estos pañuelos, pienso mientras él repite con los ojos llorosos une affaire de cul, une affaire de cul, no se rompen y a la vez son suaves, une affaire de cul, cuando me vaya de aquí me llevaré una caja entera, ya lo creo que sí. Levanto la vista y ahí está el caballete sin su sábana, desplegando una tela vacía. Me invade un profundo cansancio.
La chica es una puta, dice el negro más tarde, satisfecho de dar por zanjada la cuestión con esa fórmula que presuntamente salva su honor. Han terminado como es lógico. El alsaciano me consulta sobre la conveniencia de invitar a la pute a salir, visto que fue la novia de su amigo y que ya pasó por las manos del pintor. Así podría perder la virginidad con alguien que sabe lo que hace, afirma con enorme sentido práctico. Usaré condón, por supuesto, pues estoy bien enterado de los riesgos y de cómo evitarlos. Es un cartesiano, un hombre de negocios en su tiempo. Es higiénico. El camerunés no tiene objeción, que haga lo que quiera con ella, no piensa volver a verla. Y en mi habitación, perdida una vez más mi capacidad para apreciar la belleza del mundo, la chica y el alsaciano recrean el amor en su versión más civilizada, más antigua, mientras me repito que il faut jamais profiter de l'élan.
Jamás.

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