domingo, mayo 05, 2019

Construcción

Durante nuestros primeros años en Santa Teresa, mi mujer y las niñas ocupamos la casa en la que ahora vive mi madre, una construcción de dos habitaciones en la planta alta y un pequeño patio trasero que daba a un extenso baldío por donde salía el sol. Yo había ocupado el mismo domicilio en calidad de padre soltero durante dos años, junto con mi hijo, antes de que éste partiera a ciudad natal para nunca volver y que de ahí vinieran mi mujer y las niñas para liquidar mi falsa soltería. A su llegada, mi mujer deploró las condiciones en las que yo vivía, con sólo un par de camas individuales arriba, un comedor de seis sillas y un sillón de dos plazas abajo, una situación material que si bien no se correspondía a mi creciente capacidad económica, sí reflejaba mis preocupaciones intelectuales que estaban entonces dominadas por la redacción de una novela cuya escritura realizaba a pesar del carácter embrutecedor de mi trabajo, que era completamente opuesto a la realización de una obra la que fuera y que como pocas empresas humanas combatía la originalidad con ingentes dosis de mediocridad y humillación, así la universidad donde daba clases. A ella acudía entre semana e interrumpido únicamente por los horarios específicos en que debía impartir cursos a los hijos de cerriles agricultores y ganaderos en busca de un título universitario que les estaba asegurado a condición de no morir, me encerraba en el despacho a redactar furiosamente mi novela, sin prestar atención a reuniones ni actos públicos, ocupado como estaba en mi obra para mejor defenderme de la filosofía degenerada de la institución y el efecto perverso que la convivencia con sus miembros, así fuese mínima, podía tener sobre el espíritu. 
Ya en casa, una vez me disponía a trabajar, enviaba al crío a la planta alta aprovechando el razonado desdén que por la sociedad toda, pero particularmente por la gente de su edad y sobre todo por sus compañeros universitarios, había desarrollado luego de vivir conmigo pero también después de concederles a algunos de ellos la oportunidad de desarrollar una amistad que nunca cuajó y entonces yo disponía del piso de abajo para, en razonable silencio, entregarme a la redacción de mi difícil novela, a veces abusando del whisky o la cerveza, a veces levantándome del comedor para fumar en el sillón o el patio, los papeles regados por la mesa donde horas antes habíamos comido en silencio las mismas carnes y frutas de siempre, las mismas verduras y pescado, nuestra vida una rutina altamente satisfactoria para el espíritu en la que hubiéramos deseado instalarnos para siempre si no fuera por la plena conciencia de su finitud y pronto aniquilamiento, ya porque él pasaba sus últimos años conmigo, ya porque mi mujer y las niñas habrían de reclamarme muy pronto para ellas. Algunas veces, sobre todo los fines de semana, no pudiendo avanzar más allá de un párrafo en mi trabajo y desesperado por el calor vespertino, bebido sin estar propiamente borracho, le pedía al crío que se encerrara en su habitación en cuanto me oyera volver de la calle porque iría a por prostitutas o muchachos jóvenes, expediciones casi siempre coronadas por el éxito gracias a la facilidad extraordinaria con que todos ellos subían al coche de un desconocido, así la frustración sexual de la ciudad que terminaba desahogada, más bien diría resuelta, en el sillón de dos plazas o en mi habitación, separada de la del crío por una pequeña estancia desnuda en la que desembocaban las escaleras. Él no se movía de su cuarto que daba a la calle hasta que yo salía del mío cuya ventana daba al patio y, tras pasar por el cuarto de baño, bajaba las escaleras y salía con quien sea que me hubiera aliviado las urgencias de nuevo a la calle para, caballeroso, llevarlos hasta el sitio donde los recogí o algún otro destino de su preferencia. Entonces solía volver sobreexcitado por los acontecimientos y escribía decenas de páginas poseído por la euforia, aunque luego durante la semana tuviera que corregirlas por hallarlas plagadas de incorrecciones y excesos. 
Pero luego se fue él para no volver y, casi al mismo tiempo y desde el mismo lugar, vinieron mi mujer y las niñas para liquidar no sólo mi régimen de vida, sino también la esperanza de terminar alguna vez la novela, un traslado al que debí seguirme oponiendo con firmeza y que sólo la debilidad de mi carácter afectado por la culpa que instiló mi madre en mi personalidad desde muy joven y cuyos derechos heredó mi mujer en contra mía a través de deudas morales crecientes e impagables pudo consentir, a pesar de la extinción que ello suponía para mi libertad y mi obra, así a la casa le crecieron plantas en el patio trasero y en la jardinera del frente, le aparecieron colores en algunos muros y poblaron su cocina cacerolas de diversos tamaños, el cuarto de las niñas se llenó de juguetes y a él fueron a dar las dos camas individuales que tenía para que mi mujer y yo ocupáramos una matrimonial, nueva, en el cuarto que daba al patio. La domesticación más completa se impuso y permití que mi trabajo en la universidad incluyera ahora juntas y actos públicos, asesorías y tertulias, lo que me hizo ganar el aprecio de estudiantes y colegas, pero también la más alta repulsa que jamás haya experimentado por mí mismo, me aplaudió así mi madre que ya insinuaba sus deseos de venir a vivir a Santa Teresa y guardó silencio el crío que desde ciudad natal debió experimentar un vivo asco hacia mi vida ejemplarmente estúpida y correcta. La novela inacabada ocupaba el cajón más bajo de una de las nuevas cómodas que mi mujer había adquirido y que, rematadas por floreros, ocupaban un rincón en cada cuarto. No me apetecía escribir ni tomar el coche para salir a ninguna parte y la vida de alcoba se agriaba día con día haciéndonos comprender que nuestro fin como pareja estaba cerca porque habíamos liquidado nuestra historia desde la primera vez en que yo abandonara ciudad natal.
Entonces surgió la idea de mudarnos a una casa más grande, aunque yo sólo deseara echar a mi mujer y las niñas de mi casa y prohibirle a mi madre venir a Santa Teresa, mi mujer debió creer que correr hacia adelante nos alejaría del abismo y así aceleró la compra de una casa de varias estancias y un patio grande con una fuente en medio, la llenó de carpinteros y albañiles, jardineros y pintores, que la decoraron con un primor directamente proporcional a su desesperación, ya mudados a ella descubrimos que era más caliente y opresiva que el primer domicilio al que en cuestión de meses ya no pudimos volver porque mi madre lo ocupó desafiando mi voluntad de que se quedara en ciudad natal y no viniera a Santa Teresa, así lo amuebló y compuso enteramente a su gusto destruyendo lo que quedaba de libertad para reemplazarlo por el orden más estricto y mortecino, un mausoleo en vez de una casa en donde no podía producirse ya ningún acto lúbrico ni un pensamiento original y a cuyo baldío trasero pronto lo ocuparon decenas de construcciones sin amanecer. Así terminaron mis esperanzas de utilizar aquella casa de dos plantas para terminar mi obra y la vida familiar se preparó para dar la última batalla que, como bien se sabe, perderíamos todos...

No hay comentarios: