viernes, abril 26, 2019

El guerrillero

Alguna vez, sentado al comedor de aquella casona en mitad de la adolescencia, escuché los relatos entusiasmados de las güeras, un par de muchachas de unos veintisiete años que visitaban a las maestras revolucionarias cuando podían escaparse del sureste donde solían residir. Vestían como indias sin serlo, con huaraches y ropas muy limpias y coloridas, bebiendo el café que habían traído y molido y torrificado ahí mismo; con el rostro radiante y puros en la mano, contaban sus cuitas apartándose el largo cabello rubio y riendo despreocupadamente, sin que mi presencia las inhibiera en forma alguna para hablar de aventuras sexuales, hombres levantados en armas y sectas religiosas en desesperada competencia por las almas de los indios. Ya las maestras revolucionarias me habían preparado para mi encuentro con ellas dándome a leer libros sobre socialismo europeo, teología de la liberación y movimientos guerrilleros urbanos y rurales, de modo que a pesar de contar con sólo quince años y de hallarme por voluntad de mi madre inscrito en el colegio tridentino varonil, disfrutaba de sentirme clandestino con sólo visitar esa casona donde, de vez en cuando, aparecían personajes como las güeras que eran aún más extravagantes que las maestras revolucionarias.
'Por supuesto que hemos tenido que llegar a un entendimiento con el comandante de la zona y algún subalterno; no es difícil, a unos los convence el dinero, a otros un revolcón [risas] A los indios más recalcitrantes todavía les puede demostrarles que venimos de parte del obispo, aunque esto no sea siempre cierto y de pronto tengamos que recordar los nombres de media docena de pastores a cuyos deseos se pliegan hasta dar la propia vida, ¿no es así? Es conmovedor, no creas [risas] Sí, sí, porque uno quiere liberarlos y ellos seguir esclavos, mejor darles un buen jefe que por lo menos quiera su bien, ¿no? [risas] O sea, nosotras estamos de su parte y no crean que nos hemos limitado a llevar alimentos y libros (que no leen, por supuesto), sino que también nos entendemos con ellos procurándoles las herramientas de su liberación, una liberación que no puede ser pacífica sino violenta como lo insinúa el obispo en sus sermones sin poder decirlo abiertamente por su posición, ¿verdad? [risas] Él debe mediar y para mediar hay que decir medias verdades o verdades a medias, ser sutil, casi jesuítico, porque esa es la especialidad de la iglesia y es así como nos apoya: manteniéndose siempre a una distancia prudencial para ver de qué lado caen los dados, ¿no? [risas] Igual que nosotras apoya a los pobres, pero ningún campesino, ningún indio quiere sólo comida o doctrina si no viene acompañada de... bueno, ya saben, las herramientas para su liberación ¡no me miren así! Nosotras no inventamos este juego y, la verdad, nunca me había sentido mejor conmigo misma, me aburría en casa de mis padres y en el estúpido colegio de monjas, mejor hacer algo útil y divertido con el dinero de mi familia, ¿no? Devolver un poco de lo robado [risas de todas]'.   
Las güeras eran adineradas. Las maestras eran adineradas. Sólo yo venía en autobús desde un barrio periférico contando cuidadosamente las monedas para llegar al fin de semana, tomando prestados libros de la biblioteca y aprovechando la comida que se me ofrecía en aquella casona. Ellas, sin embargo, hablaban de la liberación de los pobres como si de su propia liberación se tratara y yo era incapaz, en mi entusiasmo, de advertir la contradicción. Estaba deseando que alguna de ellas me llamara a sus filas aunque no entendiera bien a bien cómo podía ayudar, ocupado como estaba casi todo el día en las estúpidas tareas del colegio tridentino y en fingir que ayudaba a mi hermana con el quehacer de la casa, mi madre partiendo muy temprano a la oficina y volviendo agotada de noche sólo para cenar y dormir. Yo ambientaba mis tardes con música de los sesentas e imaginaba que asaltaba puestos militares en medio de la sierra y, convenciendo a mucha gente, conseguía echar fuera al gobierno para instaurar una democracia como la cubana. Me llenaba la cabeza con palabras como pueblo y socialismo, guerrilla y voluntad popular, sin que las noticias de la caída del muro de Berlín o el fusilamiento de los Ceaușescu menoscabaran mis presuntas convicciones, la relación entre una y otra cosa completamente fuera de mi alcance gracias a la pereza intelectual, el ánimo gregario y la cómoda transfiguración de mi fe católica en revolucionaria imitación de Cristo.
'Oh sí, desde luego lo del Nazareno fue una revolución no muy distinta de la del Che Guevara o la de Lennon, ¿verdad? Olvídate del carácter divino, no hace falta eso para comprender que se trata de un hombre cuyas ideas hicieron cimbrar las jerarquías, los ricos y poderosos que explotan al pueblo no podían menos que combatir sus ideas hasta asesinarlo, la fraternidad se opone a la avaricia, la igualdad a la ambición, no creas que es muy diferente en este país ¿eh muchachito? Qué tierno estás. Y guapo [risas] Ni parece que hayas leído tantos libros como tus maestras, ya ves que ellas sólo los compran y guardan en las repisas para sentirse intelectuales, pero veo que tú sí tienes madera de escritor como los buenos revolucionarios, ¿eh? [risas] Pero comprenderás que a un pueblo analfabeto no se le convence con libros, ¿verdad? Tampoco con palabras. Ahí intervenimos nosotras yendo hasta el lugar mismo donde el capitalismo se encuentra con el socialismo natural de la gente originaria, ahí estamos nosotras combatiendo a favor de ésta.'
Me había picado el orgullo que me consideraran no sólo un muchachito ridículo (que lo era) sino además un individuo teórico al que ninguna acción concreta respalda en sus convicciones, de modo que, sin posibilidad de abandonar mis estudios para acompañarlas al sur, sin capacidad económica para apoyar su movimiento como hacían las maestras revolucionarias sin apenas moverse de su inmensa casona, encontré en el revólver de mi padre, a la sazón policía del estado, una manera concreta de intervenir a favor del movimiento, lo que sea que ello significara. Mi padre era un alcohólico y un macho que tuvo a bien enseñarme desde los diez años y en contra de mi voluntad el uso del revólver. Apenas podía sostener la pesada arma al inicio y no pocas veces di con el culo en el suelo por efecto del disparo. Pero ahora tenía conocimiento del arma y acceso a ella los fines de semana en que mi padre descansaba, pues éste era incapaz de permanecer una hora al lado de mi madre y se iba de casa con sus amigos y otras mujeres a emborracharse, dejando atrás pistola y cartuchos. El presidente realizaría una cumbre ese fin de semana en la ciudad y el itinerario del recorrido entre dos edificios históricos estaba dado como invitación a que la población adocenada ovacionara al mandatario en el trayecto. Era mi oportunidad.
El día señalado había quedado de comer con las maestras revolucionarias y las güeras, pero a esa comida no debía llegar nunca porque antes debía ser arrestado a pocas cuadras de la casona por haber asesinado al presidente. Así lo imaginaba yo, un disparo o dos, certeros, pasado el mediodía, a pocos metros de aquel individuo del que poco sabía y al que, pese a todo, hacía responsable de cuantos males ocurrían en el país, aunque de éstos sólo supiera por las güeras y las maestras, por sus libros superficiales y panfletarios, por su convicción encendida y a contracorriente de la prosperidad de mi ciudad. Los accesos a la plaza elevada por donde transitarían los mandatarios estaban vigilados por guardias que inspeccionaban a cada uno de los que querían ingresar. Vacilé unos segundos con nerviosismo, pero me di cuenta de que a los niños los dejaban pasar sin revisión; quizá yo podría pasar de la misma manera. Me acerqué y mientras la fila avanzaba crecía mi ansiedad hasta el punto de sentir que me desmayaba. Ya era mi turno cuando sentí un brazo en el hombro que me hizo girar bruscamente: era una de las güeras que me saludaba con efusión al tiempo en que, sin sospechar nada, me adelantaba en la revisión. '¿Vienen juntos?', dijo el guardia, 'Sí', contestó ella mientras la revisaban. El guardia sólo me dio un par de palmadas en la espalda para que pasara y la güera me dio la mano como si fuese su hijo. Apenas nos podíamos mover entre la multitud, pero por fin conseguimos instalarnos junto al cordón de seguridad. Ella no paraba de hablar.
'También voy a la comida enseguida, una vez que termine esta tontería, ¿verdad? No creas que no me gustaría estrangularlo con mis propias manos, pero viene el Comandante, ¿sabes? Sí, sí, nunca lo he visto en persona, ese gran revolucionario cubano está aquí como la nota disonante entre tanto payaso, qué orgullo, qué distinción, ayer su discurso fue brillante, ¿no supiste? Habló en contra del imperialismo yanqui y rechazó que el socialismo europeo esté muerto, ¡todo el auditorio estaba consternado por sus palabras! Ya quisiera yo que me hiciera un hijo [risas] Ay por dios, no me digas que te comieron el coco tus maestros del colegio tridentino, ¿por qué me miras así? Ser revolucionario es también ser sexualmente emancipado, ¿eh? Eso que te lo sepas porque ya estás en condiciones de ser educado en esa materia, pequeñín, mira qué brazos tienes y la boca y...'
La güera me empezaba a apretar las nalgas y a pasar las manos por el abdomen cuando aparecieron los presidentes a nuestra derecha precedidos por el griterío de la gente. Ella pareció no enterarse y continuó manoseándome hasta meterse en mi entrepierna, donde se detuvo al encontrar el frío cañón de la pistola. Auscultó una vez más para comprobar sus sospechas y enseguida apartó la mano como quien toca una brasa ardiendo, su rostro colorado y sus ojos muy abiertos, no sabía bien si por disgusto o sorpresa. '¡¿Qué es esto, qué es esto?!', repitió apretándome contra ella y abrazándome por la espalda con sus brazos. Reparé en el brillo dorado de sus vellos al sol que quedaban justo debajo de mi mirada. El presidente pasó delante de nosotros y ella detuvo el amago que hice de sacar el revólver. 'No seas idiota', me susurró al oído.  El griterío era ensordecedor. Apenas pasaron los mandatarios cuando se deshizo el cordón de seguridad y la gente empezó a seguirlos o a dispersarse, momento que aprovechó la güera para jalarme de los cabellos y tomarme de la mano para ir a casa de las maestras revolucionarias enseguida. 
'¡¿Pero en qué estabas pensando, por dios?! ¡Muchacho pendejo! ¿Qué no ves que podías haberme metido en problemas? Ya verás lo que opinan las maestras cuando lleguemos a la casa, ¡no van a poder creerlo! Tendré que decirles que tengan más cuidado contigo, qué barbaridad. Las guerrillas están bien en las montañas del sur, idiota, no aquí donde ellas y yo necesitamos comprar ropa e ir al cine, ¿acaso quieres que nos vaya mal? Y dime ¿de dónde sacaste la pistola? ¿eh? Tan inocente que te veías con tu cara de pendejo y mira cómo te has aprovechado de la confianza que te damos, ay, dios santo, es allá, ¿entiendes? ¡es allá donde han de matarse unos a otros, no aquí, no entre gente civilizada sino entre los pinches indios, ¿no entiendes animal?!'
Balbucía sin poder contestar y apenas hubimos llegado a casa de las maestras llamaron a mis padres. Todas fumaban hablando a cierta distancia de mí, pretendiendo que no las escuchaba, culpándose unas a otras de lo que yo ni siquiera había llegado a realizar. Mi fe se desmoronaba. Como a alguien cautivo a quien han soltado en mitad del bosque luego de quitarle la venda de los ojos, de pronto la hipocresía de aquellas mujeres me resultó transparente. Sus paradojas, sus inconsecuencias. Su actitud ridícula y acomodaticia. Mi padre llegó borracho y furioso, pero a ellas no les importaba más que deshacerse de mí. A través del cristal trasero del enorme coche negro de mi padre y aguantando las lágrimas, las maldije una vez cerraron el portón verde de la casona. Y así mi padre y yo nos encaminamos a casa donde me esperaba una memorable paliza.

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