Aldo Saldaña y yo nos conocimos en el
coloquio e hicimos buenas migas. Lo vi fumando bajo el letrero de no fumar a la
entrada del auditorio y le pedí un cigarro. Él me ofreció uno de los que llevaba
en una pitillera plateada que parecía estar siempre llena y me encendió el mío
con un mechero también plateado en el que creí distinguir palabras en latín. Era
más joven que yo, pero parecía haber leído con provecho todos los libros clásicos
y contemporáneos, los radicales, moderados y francamente retrógrados, dominaba
el materialismo dialéctico al que bizarramente abordaba mediante la mayéutica socrática
y abjuraba del liberalismo clásico al que conocía al dedillo, no se sorprendía
en lo más mínimo de mis andanzas —en
aquel tiempo yo era homosexual— porque parecía haber recorrido todas las
situaciones, incluso —vaya
sorpresa— la de haber trabajado con el Dr. Kurva. Al término de esa
primera jornada, ya de noche, nos fuimos a uno de los mugrosos locales del
paradero a beber micheladas con chile chamoy y gomitas de colores.
—Este coloquio
es una mierda, colega. Si te fijas bien nadie ha venido aquí a discutir nada,
apenas a llenar tablas y formularios para seguir mamando del presupuesto.
Podría justificarse si todos fuésemos amigos, pero no: son tan cerotes que no
son capaces de ningún interés, ni siquiera de alguna diversión, menos de hacer
amistad con aquellos infectados de sus propios vicios.
—Puede ser,
Saldaña, puede ser. Pero estamos aquí.
—A los dos nos
ha invitado (suena bien, ¿eh?) el Dr. Kurva. Él paga. Bueno, lo hace su
universidad. O sus proyectos, que paga el gobierno federal. Que pagan los que
pagan impuestos. Kurva debe su monstruoso salario a los trabajos que dirige
utilizándonos como ejecutores, simples testaferros de su poder omnímodo. ¿Por
qué habría yo de despreciar esta oportunidad de salir de la somnolienta ciudad
veracruzana en que el destino me ha atrapado? ¿Por qué tendría que dejárselo
todo a ese cretino? Mejor variar la ruta, compañero, ¿eh?
Saldaña estaba
sonriente y fumaba sin parar. Yo, después del cigarrillo del mediodía, no volví
a fumar ninguno. Nunca conseguí hacerme del vicio a cabalidad, no tenía
garganta para ello. Encima, empezaba a envejecer, y al entusiasmo que me
provocaron las sustancias para mejor convivir con quienes creía mis amigos en
la juventud se lo había llevado la chingada. Quién sabe si a Saldaña no le
había pasado lo mismo y paliaba su soledad entregándose a estas sesudas
conversaciones con desconocidos como quien llegó al final de la vida y ya en el
otro lado se dispone a relatarlo todo y desmenuzarlo sabrosamente por una
eternidad, sin que le afecte el cansancio o las contingencias o los elementos.
Yo lo escuchaba y reía más bien poco, pero disfrutaba.
El segundo día
del coloquio se sentó a mi lado en todas las sesiones. Comimos juntos. Su
compañía no me era molesta, en absoluto, sabía guardar la compostura dentro de
las sesiones, las aligeraba a veces susurrándome al oído chistes mordaces o
apuntando errores visibles en las exposiciones. El Dr. Kurva inclinaba la
cabeza de vez en cuando para vernos por encima de sus anteojos y si bien por la
mañana no parecía llamarle la atención que Aldo y yo estuviésemos reunidos, por
la tarde pareció intrigado y apenas se produjo un receso se acercó a nosotros.
El éxito de Kurva era su omnipresencia, saber doblegar las voluntades de los
más jóvenes para que sirviéndolo creyeran servirse. Pero me consta que Saldaña
y yo ya estábamos muy lejos de semejante ilusión.
—Veo que se
conocen, ¿puedo preguntar de dónde?
—No doctor, no
nos conocíamos —le dije —pero he sabido que a Saldaña le ha encargado trabajos
muy parecidos a los míos, ¿a qué se debe esto?
—No son los
mismos, por supuesto que no. Saldaña está enfocado al materialismo dialéctico
por métodos bastante heterodoxos porque es joven. Hay que apoyarlo. Tú en
cambio tienes más experiencia y puedes proporcionar una perspectiva más clásica
sobre fenómenos recientes del materialismo, darles una óptica que sea más
valorada por la comunidad ya establecida. Aunque no te has casado...
—¿A él también
le viene con esos cuentos Dr. Kurva? —intervino Saldaña —Pero si el matrimonio
es una mierda, doctor, ¿por qué lo recomienda a todos sus iniciados? ¿por qué
si Usted mismo se divorció?
—¿Y un doctor
no puede curar si está enfermo? —dijo el Dr. Kurva con esa sonrisa enigmática
de hombre poderoso o jefe de mafias. Sonrisa siniestra que exige un
interlocutor aquiescente, dócil, castrado —Además ya estoy casado de nuevo —remató
el Dr. Kurva. Aldo Saldaña no parecía estar dispuesto a soltar la presa:
—No entiendo
cómo puede la comunidad considerarlo un revolucionario con sus ideas
anquilosadas, doctor. Creo que confunden su indiferencia en materia del rol social
de la mujer, de la orientación sexual de las personas, del derecho a no adoptar
el molde social que nos impuso el capitalismo, con una postura de avanzada.
Pero a mí no me engaña Doc —dijo Saldaña rebajando la seriedad de su diatriba
con un tonito jocoso— porque yo sé que tiene mentalidad decimonónica, que le
gusta que la mujer esté en la casa y cuide a los hijos y obedezca en todo al
marido y que los chilpayates no se pongan piercings ni tatuajes ni anden de
revoltosos. Es un viejito, doc —y se echó a reír forzando al Dr. Kurva a
unírsele en el supuesto chiste. Yo reí de buena gana, aunque muy brevemente.
Decidí intervenir:
—Me agrada ver
que tú y el doctor se tienen tanta confianza.
—Ustedes son
mis amigos —concluyó Kurva volviendo a su asiento luego de estrecharnos las
manos. El receso había terminado. 'Amigos mis huevos', alcancé a escucharle
entre dientes a Saldaña.
Esa noche
Saldaña insistió mucho en que saliéramos a echarnos una copa y dar la vuelta. Le
acepté la michelada del paradero, pero me negué a salir después porque me
encontraba agotado. Cuando me acompañaba hacia el metro me dijo:
—Te voy a llevar
a un bar para travestis cristianas.
—¿Cómo?
—Que te voy a
llevar a un bar para travestis cristianas. Creo que te iría bien.
—¿Qué? —me
quedé serio unos segundos; luego me eché a reír —¿Un bar de qué? ¿estás
borracho con una pinche michelada Saldaña?
—¿Entonces si
te llevo al bar me acompañas?
—¿Un bar de
travestis? Oye, te dije que era homosexual porque no ando por la vida
escondiéndolo y surgió en la conversación, pero definitivamente no me gusta
ponerme ropa de mujer.
—No seas
pendejo —a Saldaña se le iban estas palabras sin tomar en cuenta que apenas
teníamos un par de días de tratarnos —No digo que te vas a travestir, sino que
vamos a ir tú y yo a un bar de travestis. Travestis cristianas por más señas.
—Está bien
Saldaña, sólo porque ya me picaste la curiosidad.
—¡Eso es todo!
Echamos a
andar por las calles. En mitad de una antigua cerrada de esas que quedaron
sepultadas por los enormes edificios de la capital y en la que abundaban
malvivientes y prostitutas que apestaban a tonsol, vigilaba una estrecha puerta
de metal una enorme vigilante gorda y malencarada. Saldaña le susurró algo al
oído y nos dejaron pasar.
Había un
pasillo largo, angosto, mal iluminado, en el que una música sincopada se escuchaba
cada vez con más fuerza al recorrerlo; al final había otra puerta sobre la que
pude leer para mi completo asombro: 'Bar de la Iglesia de Travestis Cristianas
de la República'. ¡Existía!
Abrimos la
puerta y el estruendo del sonido nos obligó a comunicarnos con señas. Efectivamente,
dentro había una enorme cantidad de travestis —¿setenta, cien?— muchas de las
cuales se habían añadido tetas sin reparar en su ancha espalda o bien daban
muestras de estar bajo agresivas terapias hormonales de cambio de sexo. Sobre
las paredes estaban representadas las doce estaciones del calvario de Cristo y
la barra era atendida por travestis en hábitos de monja con una cruz roja
inquisitorial pintada al frente y las siglas BITCR por detrás. Saldaña me tomó
de la mano y me condujo al fondo. Cruzamos otra puerta: era un vestidor.
—Comprenderás
que no podemos estar vestidos así aquí. Este es el guardarropa.
—¿Qué? No
inventes Saldaña, no me apetece en nada cambiarme ahora.
—Nos echarán
si no lo haces. Las travestis son muy agresivas: eso lo sabe todo el mundo.
Algunas deben estar ya muy pasadas de borrachas o drogadas, por más que la
gente las considere sexuales, no lo son. Viven una tensión tan grande, una
frustración tan esencial que a la primera provocación revientan. Y también
saben reventar...
—Está bien
Saldaña, pero no me gustan las amenazas, ¿vale? Quiero pasarla bien.
—¡Ese es el
espíritu compañero!
La encargada
del guardarropa —otra gorda inmensa— recogió nuestras cosas, nos dio faldas,
blusas, una ficha y la bendición. Saldaña estaba divertidísimo. Yo empezaba a
ver las cosas con mejor humor y salí dispuesto a divertirme como no lo había
hecho en años de trabajo académico, comida enlatada y sexo ocasional. Bailé con
Saldaña y otras cinco travestidas, me emborraché jugando competencias con
caballitos de tequila, me sentí contento de comprobar que era homosexual porque
ninguno de esos proyectos de mujer me excitaba en lo más mínimo. Cuando la
música se tranquilizó hacia las cuatro de la mañana, Saldaña me presentó a
Latal —una travesti altísima— como su amiga. Conversamos un poco antes de salir.
O mejor dicho, los escuché conversar porque yo ya no podía decir ni media
palabra:
—¿Qué te has
hecho veracruzano? Nos tenías muy abandonadas, ¿eh?
—Pues ya ves,
para pedir su perdón les he traído a este, digo, a esta que ves aquí, es
compañero de... compañero de escuela, digo, de trabajo, digo, compañero del
coloquio al que vine... ¿te dije? ¿te dije que me invitó el Dr. Kurva?
—Ay, ya vas a
hablar de ese cabrón otra vez. Si tanto lo odias por qué no te lo chingaste
cuando podías, ¿eh nena?
—Me lo voy a
chingar, me lo voy a chingar...
—¿Ah sí? ¿cómo
querida? ¿vas a darle de comer hasta que se harte? Perderías amiga, perderías
porque el tipo está bien cerdo...
Latal se echó
a reír. ¿Chingarse a Kurva? ¿qué quería decir? ¿cómo? ¿hablaban en serio?
—Shhh... mira,
está bien. Que se entere aquí mi amiguito de lo que quería hacer. No, no, no,
de lo que voy a hacer...
—¿Ah, tienes nuevo
plan nena?
—Sí, sí, esta
vez no falla, la vez pasada no lo pude convencer de acompañarnos, pero esta vez
no falla... tú y tus cuatas lo secuestran como habíamos quedado cuando yo haga
el alto aquí adelante... mañana, mañana me lo traigo. Quedamos a las siete de
la noche, para cenar, ¿cómo ves güerita?
Latal hizo una
mueca diciendo al mismo tiempo que estaba de acuerdo y que le daba igual.
Cuando salimos
traté de preguntarle a Saldaña qué pensaba hacer, pero no pude. Estaba tan
borracho que no era capaz de articular una palabra, pero entendía perfectamente
que aquello no era una broma: se trataba de liquidar al Dr. Kurva.
Saber que
querían quitar de en medio a Kurva me produjo mucho miedo. En mi borrachera
tuve sueños espantosos y la mala e injustificada conciencia de ser cómplice. No
lo era, por supuesto, había escuchado lo que quizá sólo eran palabras de
borracho, pero mi inquietud no estaba motivada por mi presunta participación
(que nadie me había pedido) sino porque yo mismo deseaba eliminar al Dr. Kurva.
Era yo quien en no pocas ocasiones había entretenido la idea de estrellarle la
cabeza contra el teclado de su computadora mientras trabajábamos, yo detrás de
él, él delante despotricando con aquella suficiencia, tan pagado de sí mismo,
tan melifluo en su trato y tan hijo de puta en sus acciones. Era yo, sí, el que
ya lo había asesinado mil veces y ahora podía hacerlo de verdad porque imaginar
lo que de todos modos va a ocurrir es un poco hacerlo. O mucho.
Contra todo
pronóstico y armado de unas gafas oscuras para no mostrar mis ojeras, pero
también para mejor llevar la terrible migraña que traía, me presenté a tiempo
al coloquio. Saldaña, previsiblemente, no estaba ahí. Hubo ponencias,
discusiones, salí poco antes de uno de los recesos a vomitar. Echaba la pota y
al levantar la cabeza, detrás de mí, distinguí a Saldaña con mis ojos llorosos.
—¿Dónde te
perdiste Saldaña?
—Preparándolo
todo.
Sentí una
punzada en la boca del estómago. Él creyó advertirlo y se decidió a atajar mis
miedos con lo único que a veces puede hacerlo: información.
—Vamos a
invitarlo a cenar. Tú y yo. Latal nos esperará en la esquina convenida con
otras tres travestis que ya han hecho este tipo de trabajos. Hemos de conseguir
a como dé lugar que nos toque luz roja. No suele pasar nadie a esas horas por
ahí, se llena de prostitutas y drogadictos desde las seis. Fingiremos un asalto
del que tú y yo sólo saldremos con rasguños, él con un certero balazo.
Saldaña no
pareció sorprenderse cuando le contesté escuetamente luego de enjuagarme la
boca:
—Está bien.
Comimos juntos
otra vez. Pese a lo que estaba por venir, nos relajamos. El Dr. Kurva ya estaba
invitado a cenar y había aceptado encantado. Yo sabía que no podría resistirse:
cenar con nosotros le permitiría inmiscuirse en nuestra nueva relación, seguir
teniendo el control de todos los hilos, chismorrear incluso.
Llegada la
hora nos subimos todos al coche y avanzamos por las calles de la ciudad. Había
una fuerte presencia policiaca y ello me puso algo nervioso.
—¿Qué pasa
aquí? —preguntó Saldaña al primer oficial con el que pudo hablar. El Dr. Kurva
parecía feliz en el asiento trasero, indiferente a todo lo que ocurría a su
alrededor.
—Es dos de
octubre, joven, las marchas de los anarquistas. Encima están los maestros, va a
estar cabrón, mejor agarre por otras vías, ésta ya se va a cerrar en cualquier
momento.
'Ya la
jodimos', pensé, 'ya la jodimos porque no vamos a poder llegar a donde convenimos
con Latal, tendremos que pagar otra cena a este comemierda en vez de
quebrarlo'. Saldaña y yo nos volteamos a ver leyéndonos el pensamiento. Lo que
no pude prever fue la solución que él encontró.
—Gracias
oficial, de todos modos entraremos. No creo que pase nada.
Kurva empezó a
ponerse inquieto. Yo sólo pensé que encima nos quedaríamos sin cenar porque no
habría dios capaz de abrirnos el paso. Nos quedaríamos hambrientos con esa
hambre tierna que tiene el fin de la cruda, viendo el desfile de rijosos
despedazar comercios y paradas de autobús, pintar edificios coloniales y tirar
bombas molotov a la policía antimotines.
Saldaña
aceleró sin exagerar, pero con firmeza. Algunas patrullas le pitaron; algunos oficiales
a pie o a caballo le hicieron señas o silbaron para que se detuviera. Cuando
estuvo ya en medio de los manifestantes, volteó a verme con una mirada de loco
y me dijo:
—Corre y no te
detengas. Nos vemos en la alameda.
Salimos del
auto inmediatamente y apenas puso él un pie fuera les gritó a los manifestantes
con su vozarrón de tenor:
—¡Maestros hijos
de perra! ¡anarquistas de mierda! ¡chinguen a su madre culeros! ¡dejen pasar el
carro que nunca van a tener, pendejos huevones!
Nos echamos a
correr. Una turba armada de palos y piedras empezó a golpear el coche con violencia.
Alguien arrojó una bomba molotov y la última vez que voltee hacia atrás antes
de doblar en la esquina vi el auto convertido en una hoguera.
Casi una hora
después llegó Saldaña a la alameda echando los bofes, riendo a carcajadas,
apoyando sus manos en las dos piernas para controlar el resuello.
—¿Qué pasó
Saldaña? ¿qué pasó?
—Las puertas
traseras del carro...
—¿Qué tienen
las puertas?
—El seguro...
el seguro para niños...
Y siguió
riéndose, ahora junto conmigo, camino al bar.
7 comentarios:
Soy tu fan!!!
Que sea.
Te equivocas, a la gente como el Dr Panza los ahorca la princesa Leia con una cadena, jaja.
Jajajajaja... Ignoro si la CNTE cuenta con princesas semejantes, pero esto no es la Guerra de las Galaxias, ni siquiera la Guerra del Fin del Mundo... ¡Vuesa Merced está perdiendo la cabeza!
¡Una joya!
¡Que finura!
Y yo yendo a clases en la UNAM en vez de ir a esos coloquios tan pintorescos. ¿Dónde me inscribo?
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