Nos detuvimos en
Sonoyta antes de dar la vuelta hacia la izquierda camino a Puerto Peñasco. El
carro había aguantado bien el trayecto, un carro pequeño que no levantó
sospechas ni de federales ni de retenes judiciales ni de inspectores sanitarios
preocupados por la mosca de la fruta, instalados todos en tiendas de campaña o
caseríos minúsculos donde se paseaban lo mismo perros infestados de garrapatas
que prostitutas y trampitas en busca de clientes o aventón. 'No wonder gringos
have a terrible opinion de Mexico', dijo el Pocho mirando con asco desde el
incómodo asiento de atrás.
Era mi tercer
viaje con el Pocho, jefecillo que se había puesto en contacto conmigo al saber
que yo era maestro de secundaria en Santa Teresa. 'Estás very clean, my friend,
sin antecedentes penales, married aunque quién sabe dónde está tu esposa, nos
puedes servir very much'. Aquella tarde, casi noche, en que apareció frente a la
casa, le escuché con escepticismo, pero con atención, saboreando cada palabra
en silencio, sin prisas, seguro de que sin importar cuán descabellado fuese lo
que me propusiera, aceptaría. Y es que ya casi había cumplido tres años de
haberme mudado a Santa Teresa con mi hijo y no lograba superar las fiebres
nocturnas en que creía escuchar la voz de mi mujer ('No he desaparecido aun,
todavía no me voy, ya vengo, ya vengo pronto') ni los malos presentimientos de
los atardeceres sofocados en que la humedad y el calor licuaban la mente
empapando las sábanas y llenando el suelo de alimañas, ni había conseguido
socializar, antes bien, mis compañeros me excluían de juntas y reuniones, de
las carnes asadas de los viernes y de los juegos de beisbol los domingos. Esperaba.
Esperaba cada vez más. Esperaba mientras mi hijo hacía tarea todo el tiempo y
crecía en silencio aprendiendo a ser solitario.
Así fue que la
llegada del Pocho completó mi espera. 'Qué más da', le dije esa noche, 'haré lo
que me pidan'. Y por eso estábamos ahora en Sonoyta, haciendo un descanso para
comer con los chinos antes de emprender el tramo final hacia Puerto Peñasco,
gastando bromas vulgares, contando anécdotas exageradas o deliberadamente
falsas, burlándonos de la estatura del Chapito que nos acompañaba otra vez y al
que alguna vez le pidieron identificación para entrar a los bules de Nogales.
'Es bueno traer un child-face', apuntaba el Pocho, 'para reinforzar nuestra
inocencia'. El Chapito era todavía más callado que yo y de rostro pensativo, como
si todo el tiempo estuviera ponderando si lo que hacía era correcto o no; no
bebía alcohol, no fumaba, pero el Pocho me había contado que la gente de
Guaymas (de donde era) le tenía miedo por razones 'as good for them as for us'.
'Pudiera ser', le dije esforzando una sonrisa.
Juanito Chang, el
dueño del restaurante, viejo conocido del Pocho, se acercó a la mesa a
comprobar que todo estuviera bien. Instruyó a una de las muchachas para que
trajera las galletas de la suerte y tres calendarios —casi era año nuevo— y luego se dirigió al Pocho con aire serio:
—Hay retén, cerca del Pinacate.
—Siempre dices lo mismo Juanito, change the tune, man!
—Puedes cleel o no, pelo es peligoso Pocho, I tell you.
—Vamos a ver las fortune cookies y luego decidimos, my friend
—dijo el Pocho al tiempo en que nos daban los calendarios. Recogió las tres
galletas con la mano, no abrió ninguna y dejó un billete sobre la mesa debajo
del cual había una grapa de coca. —See you chino supersticioso, make it snow in
your nose! —remató el Pocho a modo de despedida mientras nos dirigíamos a la
puerta.
Era el turno del Chapito al volante. Yo iría de copiloto y el
Pocho seguiría en el asiento de atrás, presuntamente para estirar las piernas,
aunque se la pasaba sentado mirando al frente casi todo el tiempo.
—Vas a necesitar unos ladrillos, Chapito, for driving —dijo
el Pocho bromeando.
El Chapito no contestaba a sus bromas salvo con muecas o
monosílabos, pero no parecía molestarse. Los otros viajes que habíamos
realizado, siempre en fines de semana para 'respetar mi trabajo', me habían
dado el sueldo de un año. Si se concluía esta entrega con éxito, otro año de
sueldo se agregaría a mi cuenta. El Pocho no podía saber que yo llevaba años
esperándolo; tampoco podía saber que apenas reuniera el sueldo de unos cinco
años me largaría a Utah, donde el Dr. Pardon, para buscar a mi mujer. 'Es un
mensajero de Dios', fue lo que ella me dijo días antes de abandonarnos al crío
y a mí mientras dormíamos, hace tanto años ya, hace tantos lugares más al sur. ¿Qué
estaría haciendo?
—Oh shit! Allá adelante hay torretas —dijo el Pocho
sacándome de mis pensamientos.
—El Chapito puede distraerlos perfectamente —dije tratando de
convencerme a mí mismo más que para calmar al Pocho —Así que yo diría que siga
derecho, total, ¿qué diferencia hay entre este retén y los otros?
—No man! No me gustan esas torretas, se ve que es un grupo
grande.
—Tú eres el hombre de la experiencia. Y recomendabas calma,
no veo por qué...
—Fine man! Entonces no discutas my orders, debemos dar vuelta
back.
—¿Qué? Pocho, necesito el dinero y...
—Come on Chapito! Turn
around!
—¡Sigue derecho! No hagas caso de este histérico. Estamos
prácticamente a media hora de Puerto Peñasco, no vamos a echar todo a perder en
el último momento.
Se produjo un chirrido de llantas. El Chapito giró hacia la
derecha y tomó el acceso al área natural del Pinacate. Las patrullas debieron
advertirlo. Estábamos tan cerca que debieron incluso escuchar el chillido de
las llantas contra el pavimento.
—¿Qué haces? —dijimos el Pocho y yo al mismo tiempo.
—Vamos a entrar —dijo el Chapito —mi galleta de la suerte decía
que siguiera mi instinto.
Tantas palabras juntas viniendo del Chapito y todas tan
absurdas no podían menos que dejarnos al Pocho y a mí estupefactos. Pero unos segundos
después nuestro pasmo fue sustituido por la alarma al ver que el Chapito rompía
la barrera de acceso en vez de detenerse a comprar una entrada al parque
natural.
—¡¿Qué haces?! —volvimos a gritar el Pocho y yo
simultáneamente.
—No hay tiempo, la taquilla ha cerrado ya.
El carro había aguantado arrancar la débil barrera del parque
sin hacerse pedazos. Y estaba aguantando los golpes contra el terreno
irregular, las piedras, los ocasionales cactus y biznagas que aplastaba furioso
al invadir las orillas del mal camino. Nunca creímos que el Chapito fuese capaz
de semejantes proezas al volante. Yo dudaba que el carro aguantara: era mío. El
Pocho trató de calmarse y dijo:
—All right, then. Vamos a buscar dónde pasar la noche.
Debemos escondernos bien porque los vigilantes deben haber mandado su patrulla
a buscarnos. Seguro nos han reportado con la police y van a buscarnos...
No había terminado la frase cuando vimos detrás de nosotros,
entre el polvo del camino, torretas y más torretas, mucho, pero mucho más
polvo. Anochecía. Dentro de unos minutos ya no sería posible que nos siguieran
guiados por el polvo, pero tampoco sería posible que nosotros siguiéramos
manejando sin riesgo de salirnos del camino o caer a algún barranco. El volcán
apagado no estaba lejos y a sus lados se habían formado cráteres extraños
llenos de piedra volcánica y plantas enanas. No quería terminar mis días
devorado por los buitres en uno de ellos. ¿Y el crío, qué sería del crío
entonces?
De pronto cayó la noche y el Chapito seguía avanzando sin
bajar la velocidad. Esta vez fui yo el que intervino:
—Ya los perdimos, las luces quedaron detrás de la colina,
baja la velocidad.
—No —contestó sereno y firme el Chapito.
—Listen to him! —gritó el Pocho —ya fue suficiente, for fuck's
sake!
—No —volvió a repetir el Chapito.
Pensé por un momento que algo se me escapaba. Que había un
plan, pero que no lo había comprendido o no se contaba conmigo para su
ejecución. Pensé que había una explicación lógica detrás de todo esto y que
tanta acción no podía estar apoyada en una miserable galleta de la suerte. Era
estúpido. Pero si eso era estúpido, lo que estaba ocurriendo ahora era simple y
llanamente una locura. Y conduciría al desastre. Había que parar al Chapito.
Estaba loco, obviamente, ¿qué otra cosa podía ser?
Quise agarrar el volante y de pronto sentí un líquido
caliente en las manos: era mi propia sangre. El Chapito había sacado una navaja
de alguna parte (o siempre la tuvo en sus manos) y me apartaba de ese modo.
—¿Qué has hecho imbécil? —dije al tiempo en que intentaba prender la luz
de la cabina. El Pocho pareció comprender que era necesario actuar y quiso
inmovilizar al Chapito desde atrás, pero el compromiso entre detenerlo y evitar
que nos estrelláramos era sumamente complicado.
—¡Vamos a detenerlo! —me gritó —¡ahora!
Ignoro qué movimiento hizo, pero el carro estaba de pronto
girando en el aire. Se hizo un silencio súbito seguido de un estruendo de
hierros y plásticos y calor. Yo sentí claramente cómo crujía mi brazo
izquierdo, creí ver la sombra del Pocho salir por la ventanilla trasera en
algún momento. Cuando todo se quedó quieto sólo se escuchaba el crepitar de
algunos líquidos o partes del motor. Yo me quejaba y me quedé dormido. Cuando
desperté seguía siendo de noche y el crepitar de las autopartes había sido
reemplazado por los ruidos de los animales del desierto. Tuve miedo. Me puse de
pie y volví a caer al suelo. A una distancia incalculable veía las luces de
carros de una carretera. No podía ser aquella por la que veníamos, pensé, sino
las de la dos que va por la frontera. Tal vez no todo estaba perdido. Busqué la
bolsa de la mercancía y, sorprendentemente, la encontré intacta. No me topé en
ningún momento ni con el Chapito ni con el Pocho. Tampoco hice ningún esfuerzo
por llamarlos. Empecé a caminar hacia las luces.
Caminé. Con las irregularidades del terreno, las luces de
pronto desaparecían para luego volver al horizonte. Caminé. Un viento gélido
atravesó presuroso las planicies poco antes del amanecer. La boca se me había hecho
una pasta de sangre molida y tierra, me detuve a pelar una tuna con los
primeros rayos del sol. Ardores y calambres me atravesaban el cuerpo, pero
seguía caminando. Caminé. Y cuando el sol ya tenía una hora arriba, me detuve
junto a la carretera a pedir ride.
—¿A dónde va? —me dijo el hombre que se detuvo a la media
hora de levantar la mano inútilmente.
—A Santa Teresa— le expliqué.
—Voy para allá. Vengo de un funeral aquí al otro lado, en
Gilroy, ¿conoce Gilroy? ¿conoce California? Creo que tendría que pararme a
descansar porque si no no aguantaré manejar hasta allá.
—Si me lleva a Puerto Peñasco a entregar una mercancía,
podría pagarle ese descanso. Hay playa, mujeres, ¿conoce Puerto Peñasco? —le ofrecí esperando
parecer entusiasta a pesar de mi desastroso aspecto.
—No lo conozco, pero claro que lo llevo. De las mujeres
olvídese.
—Oh, ¿quiere Usted decir que...?
—Se lo diré en el camino.
Días después el crío y yo llegábamos a Utah. Era hora de buscar a su
madre.
1 comentario:
"Elige la vida"
Publicar un comentario