domingo, septiembre 15, 2013

Pablo

La perra levantó la cabeza y me miró unos instantes; luego volvió a hacerse ovillo sobre el pequeño tapete redondo que ella misma había sacado del baño. Debí despertarla con mis gemidos, a pesar de haber intentado mantenerlos al mínimo para que no escuchara Pablo que dormía —o fingía hacerlo— en nuestra recámara. Nos habíamos ido a la cama en silencio y con un beso frío luego de otra discusión sobre nuestra escasa actividad sexual y otras frustraciones no menos desesperantes e irremediables. El pensamiento ordenado se me resistía, pero en cambio la más variada secuencia de momentos de mi vida desfilaba en mi cabeza causándome algunas lágrimas, ya por su contenido triste, ya porque su felicidad había desaparecido. De vez en cuando me distraía el movimiento fugaz de los haces de luz proyectados en el techo por un carro que pasaba, a veces el insistente ladrido de los perros en la distancia. Cuando me calmé del todo y mis ojos estuvieron secos, empezaron a tomar forma algunas ideas con apariencia de verdades. Acaso sombras.
He sido feliz con Pablo, de alguna manera. Aun si no tuvimos hijos. Aun si unos años han sido mejores que otros. Estos son malos. O no tan buenos. Nos acercamos a los cuarenta y quizá los tiempos no son la cosecha de frutos que proyectábamos hacia los veinticinco o treinta; quizá dicha cosecha no llega nunca o sea muy prematuro hablar de ella. Pero estoy cansada. No lo digo porque me resulte imposible cumplir con mi trabajo —una profesión liberal como cualquiera que ejerzo con eficacia en la más polvorosa de las provincias— sino porque sé que después de Pablo no seré capaz de nada. No puedo, como se dice en las telenovelas, rehacer mi vida. Conozco personas que se han casado varias veces: mis propios abuelos maternos se separaron cuando rebasaban los sesenta y ella todavía se consiguió un amante fijo a los sesenta y seis. Pero yo no podría. Quizá no conozco más amor que el joven que requiere dosis generosas de entusiasmo, ingenuidad y fe, así que ahora que soy una mujer madura y escéptica ya no puedo darlas. Demasiado cerebral. Demasiado amargada, si se quiere. Un despropósito en todo caso, porque lo que yo quiero no es otro matrimonio, sino tener el mejor de todos con Pablo.
O nada. La verdadera alternativa es la nada, como mi madre. Ella es una mujer muy severa y lleva sola más o menos desde que tenía mi edad. Se casó muy joven y muy enamorada, pero mi padre era un mujeriego irredento y ella una intransigente. Porque si yo a Pablo le he pasado por alto sus pecadillos, mi madre no era capaz de tragarse ni un coqueteo de mi padre sin ponerse verde de celos y adoptar soluciones radicales: le abandonó en tres ocasiones, le armó escándalos diversos, le envenenó con alguna sustancia para que dejara de beber y —según la curandera a la que le pagó— se le quitara lo coscolino. Él la dejó definitivamente y se fue a otro país. Con otra mujer, por supuesto. Yo soy tan analítica como mi madre, también tengo una profesión, comprendo bien que mi padre está viviendo con su otra familia un esquema mucho más vulgar que el que podría haber vivido con mi madre. Pero el viejo está en paz y mi madre deshecha. E igual que ella yo me concentro en el trabajo cada vez más para paliar mi fracaso personal. Aunque sigo con Pablo. Aunque sigo acompañada mientras ella sigue sola. ¿O no?
Sí. Sigo con Pablo. Pero ignoro si la resistencia es un consuelo válido. Lo es, desde luego, para muchas personas, porque lo normal en este país —y más todavía en esta polvorienta provincia— es aguantarse. Ya no tengo amigas porque hace siete años decidí que lo mejor para salvar nuestro matrimonio era venir a este lugar aislado y tener a Pablo sólo para mí, lejos de mi madre y mi hermano mayor, lejos de mis malos amigos y de los muy frívolos de él, lejos de nuestra ciudad natal y de nuestros viejos recuerdos. Y aquí la gente es hosca y cortante, de modo que ya no he tenido más amistades. De ninguna clase. Pero me estoy desviando: quería decir que cuando los tenía, mi mejor amiga era Teresa, que nunca se casó, que no ha hecho más que cambiar de novio cada cierta temporada, que me advertía lo que ahora me repito de vez en cuando con mucha pena: 'No es amor la costumbre, amiga, no es amor la comodidad a cambio de la verdadera plenitud'. Ahora que llevo años en que no he hecho otra cosa que vivir encerrada y mirar la televisión —Pablo agotó todos los devedés que era posible comprar, todos los canales de cable por ver, todos los paquetes especiales incluidos deportes y noticias en idiomas extravagantes— resuenan en mi cabeza las palabras de Teresa. Debo ser incompetente incluso para la costumbre porque aun discuto y argumento, esgrimo razones y deslizo quejas, suplico. Incluso algunas veces me defiendo.
Dice Pablo que no todo depende de él, que yo también debo hacer esfuerzos por reavivar la llama, que ser mujer no me autoriza a ser pasiva. Tiene razón, desde luego: no hay problemas de dos que no sean de los dos. Elemental. Sé muy bien que deseo sentirme orgullosa de mi matrimonio y poder decir —para mis adentros, no para los demás porque de cualquier modo ya no hay amigos— que vivo plenamente la vida con él, sexo incluido. Pero sé también, dolorosamente, que no lo deseo ni me desea. Nos mentimos sobre el deseo de nuestros cuerpos para salvar una idea más amplia que paradójicamente debiera incluir el sexo. Problemas ordinarios de pareja sobre los que se escriben libros mil, ya lo sé. Problemas vulgares que le permitirían a Teresa hacerme bromas obscenas para que ambas estallásemos en carcajadas, pero que luego, ya a solas, me pesarían como plomo en el alma al no poder reacomodar las palabras que les resten seriedad.
¿Es un problema de palabras? Sé bien que no. Que no deseo entender más de este problema ni plantearme futuros imaginarios de resignación, rebeldía o resurrección. Que nada desearía más que Pablo bajase ahora mismo con el pene encendido y me hiciese el amor tan lenta y decididamente como le fuese posible. Que me amara, que me deseara. Porque hubo un tiempo en que le fue muy posible y natural y la vida toda le atravesaba el cuerpo y me era comunicada a través de la entrepierna y la boca, a través de la espalda y los pechos, a través del sudor que de sus rizos caía sobre mi frente con esa sonrisa suya de la que me enamoré...
La perra ha vuelto a levantar la cabeza y a mirarme: otra vez estoy llorando.