La perra levantó la cabeza y me miró unos
instantes; luego volvió a hacerse ovillo sobre el pequeño tapete redondo que
ella misma había sacado del baño. Debí despertarla con mis gemidos, a pesar de
haber intentado mantenerlos al mínimo para que no escuchara Pablo que dormía —o fingía hacerlo— en nuestra
recámara. Nos habíamos ido a la cama en silencio y con un beso frío luego de
otra discusión sobre nuestra escasa actividad sexual y otras frustraciones no
menos desesperantes e irremediables. El pensamiento ordenado se me resistía,
pero en cambio la más variada secuencia de momentos de mi vida desfilaba en mi
cabeza causándome algunas lágrimas, ya por su contenido triste, ya porque su
felicidad había desaparecido. De vez en cuando me distraía el movimiento fugaz
de los haces de luz proyectados en el techo por un carro que pasaba, a veces el
insistente ladrido de los perros en la distancia. Cuando me calmé del todo y
mis ojos estuvieron secos, empezaron a tomar forma algunas ideas con apariencia
de verdades. Acaso sombras.
He sido feliz con Pablo, de alguna manera.
Aun si no tuvimos hijos. Aun si unos años han sido mejores que otros. Estos son
malos. O no tan buenos. Nos acercamos a los cuarenta y quizá los tiempos no son
la cosecha de frutos que proyectábamos hacia los veinticinco o treinta; quizá
dicha cosecha no llega nunca o sea muy prematuro hablar de ella. Pero estoy
cansada. No lo digo porque me resulte imposible cumplir con mi trabajo —una profesión liberal como cualquiera
que ejerzo con eficacia en la más polvorosa de las provincias— sino porque sé
que después de Pablo no seré capaz de nada. No puedo, como se dice en las
telenovelas, rehacer mi vida. Conozco personas que se han casado varias veces:
mis propios abuelos maternos se separaron cuando rebasaban los sesenta y ella
todavía se consiguió un amante fijo a los sesenta y seis. Pero yo no podría.
Quizá no conozco más amor que el joven que requiere dosis generosas de
entusiasmo, ingenuidad y fe, así que ahora que soy una mujer madura y escéptica
ya no puedo darlas. Demasiado cerebral. Demasiado amargada, si se quiere. Un
despropósito en todo caso, porque lo que yo quiero no es otro matrimonio, sino
tener el mejor de todos con Pablo.
O nada. La
verdadera alternativa es la nada, como mi madre. Ella es una mujer muy severa y
lleva sola más o menos desde que tenía mi edad. Se casó muy joven y muy
enamorada, pero mi padre era un mujeriego irredento y ella una intransigente.
Porque si yo a Pablo le he pasado por alto sus pecadillos, mi madre no era
capaz de tragarse ni un coqueteo de mi padre sin ponerse verde de celos y
adoptar soluciones radicales: le abandonó en tres ocasiones, le armó escándalos
diversos, le envenenó con alguna sustancia para que dejara de beber y —según la
curandera a la que le pagó— se le quitara lo coscolino. Él la dejó definitivamente
y se fue a otro país. Con otra mujer, por supuesto. Yo soy tan analítica como
mi madre, también tengo una profesión, comprendo bien que mi padre está
viviendo con su otra familia un esquema mucho más vulgar que el que podría
haber vivido con mi madre. Pero el viejo está en paz y mi madre deshecha. E
igual que ella yo me concentro en el trabajo cada vez más para paliar mi
fracaso personal. Aunque sigo con Pablo. Aunque sigo acompañada mientras ella
sigue sola. ¿O no?
Sí. Sigo con
Pablo. Pero ignoro si la resistencia es un consuelo válido. Lo es, desde luego,
para muchas personas, porque lo normal en este país —y más todavía en esta
polvorienta provincia— es aguantarse. Ya no tengo amigas porque hace siete años
decidí que lo mejor para salvar nuestro matrimonio era venir a este lugar
aislado y tener a Pablo sólo para mí, lejos de mi madre y mi hermano mayor,
lejos de mis malos amigos y de los muy frívolos de él, lejos de nuestra ciudad
natal y de nuestros viejos recuerdos. Y aquí la gente es hosca y cortante, de
modo que ya no he tenido más amistades. De ninguna clase. Pero me estoy
desviando: quería decir que cuando los tenía, mi mejor amiga era Teresa, que
nunca se casó, que no ha hecho más que cambiar de novio cada cierta temporada,
que me advertía lo que ahora me repito de vez en cuando con mucha pena: 'No es
amor la costumbre, amiga, no es amor la comodidad a cambio de la verdadera
plenitud'. Ahora que llevo años en que no he hecho otra cosa que vivir
encerrada y mirar la televisión —Pablo agotó todos los devedés que era posible
comprar, todos los canales de cable por ver, todos los paquetes especiales
incluidos deportes y noticias en idiomas extravagantes— resuenan en mi cabeza
las palabras de Teresa. Debo ser incompetente incluso para la costumbre porque
aun discuto y argumento, esgrimo razones y deslizo quejas, suplico. Incluso
algunas veces me defiendo.
Dice Pablo que
no todo depende de él, que yo también debo hacer esfuerzos por reavivar la
llama, que ser mujer no me autoriza a ser pasiva. Tiene razón, desde luego: no
hay problemas de dos que no sean de los dos. Elemental. Sé muy bien que
deseo sentirme orgullosa de mi matrimonio y poder decir —para mis adentros, no
para los demás porque de cualquier modo ya no hay amigos— que vivo plenamente
la vida con él, sexo incluido. Pero sé también, dolorosamente, que no lo deseo ni me desea. Nos mentimos sobre el deseo
de nuestros cuerpos para salvar una idea más amplia que paradójicamente debiera
incluir el sexo. Problemas ordinarios de pareja sobre los que se escriben
libros mil, ya lo sé. Problemas vulgares que le permitirían a Teresa hacerme
bromas obscenas para que ambas estallásemos en carcajadas, pero que luego, ya a
solas, me pesarían como plomo en el alma al no poder reacomodar las palabras que
les resten seriedad.
¿Es un
problema de palabras? Sé bien que no. Que no deseo entender más de este
problema ni plantearme futuros imaginarios de resignación, rebeldía o
resurrección. Que nada desearía más que Pablo bajase ahora mismo con el pene
encendido y me hiciese el amor tan lenta y decididamente como le fuese posible.
Que me amara, que me deseara. Porque hubo un tiempo en que le fue muy posible y
natural y la vida toda le atravesaba el cuerpo y me era comunicada a través de
la entrepierna y la boca, a través de la espalda y los pechos, a través del
sudor que de sus rizos caía sobre mi frente con esa sonrisa suya de la que me
enamoré...
La perra ha
vuelto a levantar la cabeza y a mirarme: otra vez estoy llorando.
5 comentarios:
El título correcto es "All about María Andrea".
https://www.youtube.com/watch?v=gDug5m2HsuQ
Otro Miguel Angel Bernal, escritor :O:
http://www.eleconomista.es/blogs/firmas-eleconomista/?cat=198
Saludos
2016-06-08keyun
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