domingo, septiembre 06, 2020

La heterosexualidad en el Tercer Mundo

Todavía sentado a la mesa de la cocina donde habían desayunado tacos de barbacoa y frijol, abrió el periódico frente a él y, dando sorbos a su café tibio, ubicó la sección policíaca: con la tormenta de anoche un infeliz se había encontrado de frente con un árbol caído sin poder frenar su automóvil, pereciendo en el acto; otro más había sido arrastrado por la riada hasta una alcantarilla abierta y se hallaba desaparecido; una mujer estaba arrestada por prostituir a sus hijos, dos mujeres y un varón, todos menores, sin que hubiera podido darse con ninguno de los clientes. Estimulado, dobló el periódico y se bebió el último trago de café para dirigirse al baño. Su mujer ya está terminando de limpiar la cocina y le sonríe cuando lo ve ponerse de pie. 'No olvides bajar la cubierta del baño cuando termines', le dice. 'Tu madre luego piensa que soy yo la que la deja arriba'. La joven pareja había decidido mudarse a casa de la madre para ahorrar dinero ahora que él se iba, en menos de un mes, a trabajar a Europa como ingeniero de sistemas: una oferta inesperada por parte de un cliente antiguo que trabajaba para una petrolera holandesa, su nuevo patrón. Si todo salía bien su mujer podría unírsele en menos de un año y, en ese plazo, hacer lo necesario para certificarse como médico en Europa. A ella no le entusiasma demasiado la idea de dejar el país, no por patriotismo, sino porque apenas comienza a disfrutar las ventajas materiales de haber invertido largos años de estudios: pretexta dificultades lingüísticas y el tortuoso camino burocrático para emigrar; tímidamente sugiere que no se sentiría cómoda dejando a sus padres a merced de sus hermanos, todos más o menos irresponsables e incompetentes. Cuando lo han hablado, él intenta persuadirla enumerando las abominaciones a las que están expuestos en esa sociedad tercermundista en la que viven, cita su propia experiencia de hombre incomprendido y maltratado por autoridades e instituciones, y pinta un cuadro ideal de ley, orden y progreso material si, ahora que son jóvenes, se deciden a marcharse. Pero, aún comprendiéndolo y amándolo, ella no se convence. En el fondo piensa que es exagerado considerar que no se puede conseguir aquí todo lo que uno desea. No logra molestarse, ni siquiera notar con la frecuencia con que él lo hace las distintas cosas que están mal alrededor, desde una banqueta destrozada hasta una iluminación deficiente, desde la burricie de la prensa hasta el cinismo de los políticos. 'Hay cosas mal, sí, pero no puede uno vivir atento a ellas todo el tiempo. Si se puede trabajar y vivir debería ser suficiente', piensa para sus adentros sin animarse a decirlo con firmeza en sus distintas pláticas. No desea verlo frustrado ni furioso, de modo que ha accedido a que se vaya; pero mientras él espera prosperar en el extranjero donde habrán de reunirse muy pronto, ella cree que la experiencia le hará volver una vez que se haya saciado su curiosidad y convencido de que no vale la pena.

Como todos los sábados, ella irá por la tarde al hospital para hacer una guardia de dieciocho horas, de modo que, una vez recogida la cocina y cruzándose con él a la salida del baño, le dice que intentará dormir un poco más para no sufrir demasiado por la noche. Él la acompaña a la cama, cierra las cortinas, enciende la lámpara de su lado luego de colocarla en el suelo para no estropearle el sueño a su mujer, y sustituye el periódico por una novela extraña escrita por un ateo que habla de las relaciones del Diablo con Jesucristo. Nunca ha estado en Europa y entretiene la ansiedad de la partida con lecturas como esta: libros que compró durante los primeros cuatro años de su matrimonio y que, por el trabajo, no había tenido ocasión de leer; ahora podía, luego de un mes de haber renunciado y con algunas semanas por delante antes de viajar hacia su nuevo empleo. Ya algo adormecida, ella se vuelve hacia él con los ojos entrecerrados y la voz modorra: 'Olvidé decirte que tu madre se irá en un rato más al pueblo, de modo que te quedas solo esta noche'. Se besan. Mientras la mañana avanza, ellos se recogen en aquella habitación a media luz hasta la que llegan, muy amortiguados, los murmullos de la calle y los movimientos de la madre que ya se arregla para salir. El libro habla de un lago que podría ser el Mar Muerto o el Tiberíades. El libro habla del desconcierto de Jesucristo al conocer su destino en el Monte de los Olivos. El libro habla del Diablo entretejiendo el destino del Hijo en connivencia con Dios Padre. Se queda dormido y, como ocurre cada vez con más frecuencia en estos días, su pensamiento se dirige hacia los deseos más soterrados. Ha intentado no engañar a su mujer, pero desde que compraron el coche hace dos años le volvieron los ambiguos apetitos de la adolescencia y no ha desaprovechado la oportunidad que le brindan las periódicas guardias hospitalarias de ella para salir en busca de aventuras. Estos hábitos, como es lógico, no han hecho más que agudizarse con la abundancia de tiempo libre y la cercanía del viaje. En la duermevela recuerda a René, el compañero de secundaria de ojos achinados al que una semana después de terminados los cursos invitó a casa luego de encontrarse con él en la calle. 'No creo que puedas hacerlo bien', le dice a poco de habérselo encontrado para provocarlo: el carácter manipulador de las personas se manifiesta siempre desde la más tierna edad. René pedalea su bicicleta mientras él camina a su lado. 'Sí puedo', le dice aquél, 'de sobra y cuando quieras'. 'Pues no hay nadie en casa', suelta al fin cuando se decide a aprovechar la disposición de René. La bicicleta apoyada contra la puerta de la entrada y ellos jugueteando por largos minutos en la misma habitación donde ahora, doce años después, abre los ojos agitado por un solo pensamiento: 'otro sábado a solas como aquél'. Con la entrepierna ligeramente húmeda aguza el oído para darse cuenta de que su madre llama a la puerta con delicadeza. 'Ya me voy', le dice ella cuando él sale al salón entrecerrando los ojos para mejor habituarse a la luz, 'ábreme el portón por favor'. En la calle, mientras su madre maniobra para salir y se pierde luego de doblar la esquina, mira hacia la caseta de policía de enfrente y vuelve a sentir la urgencia del deseo, esta vez motivado por el recuerdo de aquel oficial que le invitara a la esquina del parque con la mirada, poco después del encuentro con René: 'Siempre me has llamado la atención, ¿sabes? pero no podía acercarme, por tu familia, ya me entiendes... ¿quieres que nos veamos?'. Él asiente con la cabeza. 'Mira cómo me pones. Toca, no te cortes'. Un hombre rubio de dientes salidos, pero salaz, que lo cita lejos de ahí una docena de veces para luego desaparecer para siempre. Cerró por dentro la puerta de la calle, sudando. Estaba nuevamente agitado e intentó calmarse, sin éxito, con la lectura de su libro. El Diablo parecía querer comunicarle algo; Dios Padre parecía querer ocultárselo. Su mujer dormía.

Se puso a hacer de comer. Cuando ella se levantó fue a ducharse al cuarto de baño, se arregló para salir, comieron juntos y luego él la llevó hasta el hospital. Al regreso, padeciendo el calor vaporoso y el tráfico lento de la tarde, se detuvo ante un semáforo. Uno de los chicos de la calle que limpian parabrisas apretó su botella de plástico para salpicar de agua jabonosa el cristal, tomándolo por sorpresa. Él insistió en pedirle que dejara todo como estaba, por lo que el chico retiró el trapo sucio al tiempo en que se llevaba una estopa con solventes a la nariz. Sus miradas se cruzaron, la de él medio extraviada, la suya fija, y en cuestión de segundos un arco de tensión se trazó entre ambos apurando una decisión bajo el plazo perentorio de un cambio de luz roja a verde. 'Voy a pararme un poco más abajo de esa esquina' le indicó al chico con un dedo en la convicción de que éste iría a buscarle. Un minuto después se reunían en el coche y él condujo sin rumbo por las calles tratando de no atragantarse con la agitación violenta que lo poseía. Hablaba con aparente calma, dueño de la situación y tratando de establecer tan rápida como gradualmente la naturaleza sexual de aquel encuentro. Años de abordar chicos de aquella manera le aconsejaban dosis iguales de firmeza en sus propósitos como de una conversación despreocupada e indirecta, casi se diría que relajante, para establecer confianza al tiempo en que se hacía crecer la expectación. Así supo que el chico tenía dieciséis años, mujer e hijos, vivía a veces en casa de su madre en las colonias de abajo y a veces con otros chicos como él en la casa abandonada del crucero donde trabajaba y, muy significativamente, le gustaba 'hacer de todo'. Cuando se hizo el primer silencio le tomó la mano izquierda una mano pequeña y áspera, de uñas sucias y alguna cicatriz y la dirigió hacia su abultada entrepierna: el chico palpó, apretó y enseguida se agachó para tomar aquello con las dos manos y la boca. El cielo se obscurecía. A poco de seguir conduciendo, sorteando el inclinado cuerpo de espaldas anchas para hacer los cambios de velocidad, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Mientras los cristales estuvieron abajo no lo percibió, pero cuando hubo de subirlos la cabina se inundó del olor a solvente de la estopa. '¿No se supone que eso les quita las ganas y el apetito?', preguntó él inopinadamente; el chico se levantó para contestar: 'No, al contrario: dan más ganas'. Como les tocara un alto frente a un concurrido paso de cebra, el chico se quedó enderezado mirando hacia el frente, protegidos de la mirada ajena su erección y el desorden de ropa a medio retirar, por la cortina de lluvia todavía ligera y las puertas del coche. 'Vamos a buscar un mejor lugar', dijo él luego de decidir mentalmente que no era conveniente ir a la casa de su madre por más que en ella no hubiera nadie, una decisión que ponderó la necesidad de no hacer del conocimiento del chico el domicilio donde se hallaba, no permitir que los vecinos lo vieran acompañado, ni exponerse a que por alguna razón su madre o su mujer volvieran inesperadamente. Luego de algunas vueltas y con la lluvia convertida en torrencial aguacero, se detuvieron al costado de un baldío. Formas distorsionadas de casas, coches y cerros aparecían tras los cristales cada vez más empañados, mientras ellos se desahogaban lo más apasionadamente posible sin consideración de viscosidades, telas o derrames.

Terminaron satisfactoriamente. Luego de recomponerse hasta donde era posible reiniciaron la marcha a través de las calles, todavía bajo una fuerte lluvia que, sin embargo, ya había perdido su fuerza mayor: una colonia y luego otra sorteando encharcamientos y objetos arrastrados por el viento, barajando opciones para nuevos encuentros, hasta que, inadvertidamente, sintieron el urgente deseo de repetir. La lluvia cesó y bajaron los cristales. Un aire fresco sustituyó al ya viciado de la cabina y, con renovado ímpetu, dieron algunas vueltas más antes de decidir que el estacionamiento solitario a las afueras del jardín zoológico era una buena opción para detenerse. Obscurecía. Al inicio de la larga calle por la que entraron, flanqueada por enormes terrenos de elevada vegetación, se veían las luces de los coches que circulaban a gran velocidad por el periférico. No parecían conocer la saciedad. Al cabo de unos minutos el chico volvió a ensuciarse una de sus pequeñas manos ásperas mientras empleaba la otra en la entrepierna ajena: 'ya casi termino', le animó él a fin de que no dejara de afanarse. Volvió la mirada hacia la avenida por donde habían llegado y advirtió que una patrulla de policía en el carril más alejado esperaba su turno para dar vuelta hacia ellos, los faros rojo y azul dando vueltas en el toldo, la pequeña luz naranja intermitente anunciando sus intenciones. 'No hay de qué alarmarse', pensó mientras terminaba una vez más, satisfecho, 'ahora nos vamos'. 'Hay una patrulla que viene hacia acá', le dijo al chico rápidamente, 'así que límpiate, vístete bien y, si preguntan algo, pues hemos venido aquí a fumar tranquilamente y ver el atardecer, ¿vale? mira, ten un cigarrillo'. Con el tabaco ya humeando entreabrieron ambas puertas, pusieron música ligera. Todavía en el último segundo consideró la posibilidad de encender la marcha y largarse, pero pensó que irse sería visto como una huida sospechosa y desistió. La patrulla pudo por fin dar vuelta y se acercó con sus faros amenazantes hasta detenerse detrás de ellos. Cuatro policías descendieron y se acercaron, dos de cada lado, armados con linternas, sin que la obscuridad permitiera distinguir sus rostros; habló uno de ellos apoyando una mano en la puerta del conductor: 'Buenas noches, tenemos varios reportes de este vehículo, así que voy a pedirles que bajen para una revisión'. 'Seguramente se han inventado lo del reporte', pensó, 'nadie nos ha visto'. Bajaron del coche todavía fumando y dijeron lo que habían acordado, pero los policías no parecieron escucharlos; en su lugar, dirigieron las linternas hacia sus caras que se contorsionaron por el haz de luz, hacia sus ropas mojadas como si se hubieran orinado encima, hacia el interior del coche donde se hallaban la estopa con solventes y la botella de jabón. '¿No eres tú el muchacho del crucero?', preguntó uno de los policías al chico. '¿Qué haces aquí con este?'. Sin esperar contestación, un grupo de policías apartó al muchacho y el otro se quedó con él para advertirle: 'Estás con un menor y los vecinos de otras colonias los han visto, vamos a tener que llevarte a la comisaría'. Sintió la primera de varias punzadas en la boca del estómago e inició una súplica que quiso parecer calmada, pero que a los policías experimentados lobos hambrientos recordó todos los olores de una apetitosa extorsión: 'No, no, oficial, el muchacho les puede confirmar que lo invité a platicar y fumar aquí, tranquilamente, no estábamos haciendo nada malo, no nos hemos movido de aquí. Mire, soy ingeniero, estoy casado, ¿ve? Dentro de poco debo irme del país a trabajar en Europa, yo...'. Lo interrumpió el regreso del chico con los policías que se lo habían llevado. 'A ver', habló de nuevo aquel al que todos se dirigían como comandante, '¿qué dijo el muchacho?'. 'Lo que esperábamos, comandante, dice que abusaron de él, que lo convencieron con engaños', contestó uno de los que traía al chico cogido del brazo, 'A ver, dile a mi comandante lo que nos dijiste'. El chico, con la mirada baja, las manos todavía brillantes de lo que no había alcanzado a limpiarse por completo ni se había secado del todo, confirmó con un hilo de voz 'Sí, yo no quería...'. Una nueva punzada, como un golpe en el abdomen, le quitó el aire. Otra patrulla llegó al lugar y ya eran ocho los miembros de aquella jauría que parecía hallarse en medio de la detención de una peligrosa banda de delincuentes. 'Comandante, yo le aseguro que esto es un error, ¿entiende? ¡debo irme a Europa en unas semanas, yo no puedo permitirme esto, por favor, debe haber una solución, ya casi me voy a ir!'. Uno de los subordinados intervino: 'Pues te ibas, mi rey, ahora ya no'; el resto rió a carcajadas. Luego de insistir en que el delito era muy grave como para dejarlos ir y de invitarlo repetidamente a subir a la patrulla sin que nadie usara la fuerza para obligarlo, el comandante lo apartó: 'Mira, te voy a dar una oportunidad. Necesitamos pagarles a todos ellos ¿ves? Somos muchos. No es barato'. Nervioso, él aprovechó la ventana que se le abría: 'No importa comandante, lo que haga falta, pero no tengo el dinero conmigo, si usted gusta podríamos ir al cajero de aquí adelante... hay un cajero, podríamos ir... ¿cuánto sería?'. Con reticencia ante esta nueva dificultad, el comandante finalmente accedió. Todos subieron a sus respectivos vehículos y las dos patrullas escoltaron de cerca el coche hasta el centro comercial. Durante el breve trayecto el chico trató de disculparse: 'Oye, perdona lo de hace rato, no te lo tomes a mal, los policías me obligaron, me amenazaron, yo tengo a mis niños y mi mujer, y ellos saben dónde vive mi mamá...'. Sin voltear a verlo, demudado como una estatua de piedra, lo tranquilizó mecánicamente: 'No te preocupes, ya está todo arreglado'. Al cajero lo acompañaron el comandante y otro policía; él recorrió, con la mirada en el suelo, los escalones y el pequeño pasillo que lo separaban de la máquina; el nerviosismo le hizo equivocar el código en el primer intento. Ya con el dinero en la mano se dio la media vuelta y lo entregó al comandante, entonces levantó la vista: bajo la intensa iluminación del centro comercial brillaron el cabello rubio y los dientes algo salidos del oficial. No disimuló su sorpresa: los ojos muy fijos en él y la boca entreabierta. El comandante sonrió guardándose el dinero, le puso una mano en la espalda y lo condujo, paternal, hasta su vehículo: 'No me había dado cuenta de que eras tú. Mira, cuando quieras hacer esto de nuevo, avísame. Te vamos a cobrar un dinero, menos que ahora, por supuesto, pero no te molestaremos. La protección para ciertas cosas se paga, ya deberías de saberlo. Si además me convidas nos la podemos pasar muy bien y todo gratis, claro'. Él asintió. Subió al vehículo todavía bajo la mirada socarrona del comandante. Encendió la marcha. '¡Ah y buen viaje!', gritó todavía el comandante antes de subir a su patrulla y perderse en dirección contraria a ellos.

Dejó al chico en el crucero, ahora solitario, donde lo había recogido. Volvió a su domicilio y leyó, por fin concentrado, sobre Dios Padre, el Diablo y Jesucristo. Hasta el amanecer.

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