domingo, marzo 10, 2024

Dos épicas

Como sucede con las personas que al contar su vida se extienden sobre los episodios más presentables y omiten aquello que les avergüenza, los países escogen períodos de presunto heroísmo para contarse a sí mismos una historia edificante donde, por supuesto, se exageran las virtudes y se resta importancia a los vicios. Quizá la literatura o el cine se ceben en los episodios más controvertidos o directamente oprobiosos, pero la televisión, con su carácter más inmediato, indiscriminado y masivo, vigilada de cerca por el poder en turno, fue siempre más ñoña —o acaso prudente o vendida— al momento de contarse la historia nacional. En la tradición hispanoamericana fue la así llamada telenovela histórica —esa especie de serie, como se diría ahora, de producción más pobre y diálogos más acartonados que los actuales— la que se encargó de contarnos la historia patria de forma que no resultara demasiado aburrida ni bochornosa. Dichas producciones solían inventar una familia a la que, por bien escogidos azares, ocurrían distintos hechos que los ponían en contacto con las circunstancias de la época, incluso a veces con acontecimientos históricos de envergadura. 
En Senda de Gloria, transmitida en México entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y ocho, se escogió el período que va de mil novecientos diecisiete a mil novecientos treinta y ocho como el arco temporal en el que asistiremos a las vidas de los distintos miembros de la familia Álvarez, vidas fuertemente entrelazadas con la historia de México que, no por casualidad, se presenta en esos años como el ascenso casi ininterrumpido del caos revolucionario al orden institucional, de la promulgación de una constitución más hecha de promesas que de realidades al cumplimiento apoteósico de sus preceptos más difíciles, como la expropiación petrolera o el reparto agrario. Los aspectos más controvertidos del periodo referido —la guerra cristera, la intentona reeleccionista de Obregón o el Maximato— se presentan acríticamente desde la perspectiva oficial de la época de transmisión de la telenovela: los cristeros son fanáticos religiosos frente a un presidente que sólo aplica la constitución; la reelección de Obregón es un breve desvío de la doctrina revolucionaria que, circunstancialmente, remediaron las balas de León Toral; el Maximato era la única forma de transitar por un período de inestabilidad política hasta que llegara otro hombre fuerte, Cárdenas, capaz de institucionalizar el sistema político mexicano. Que la telenovela se transmita luego de casi sesenta años de un cada vez más descompuesto régimen de partido único, no impide la desvergüenza de que el General Eduardo Álvarez —el personaje principal interpretado por Ignacio López Tarso— hable repetidamente de democracia y maderismo, de aglutinar a las distintas fuerzas revolucionarias en un solo partido y de rechazar el ascenso de la reacción, representada entonces por José Vasconcelos y antecedente directo del panismo que, setenta años después, inauguraría la alternancia democrática en el país. México intentaba construirse así, por medio de la telenovela histórica, una épica, acaso también una justificación de las décadas que nos separaban del periodo novelado y una inspiración para las décadas del futuro. Dudo mucho que estos propósitos se hayan cumplido: primero porque al terminar la transmisión de la telenovela se daría la primera gran escisión dentro del partido único de cara a las elecciones presidenciales de mil novecientos ochenta y ocho, cisma dirigido nada menos que por el hijo del ex-presidente Lázaro Cárdenas en cuyo periodo se alcanza el momento culmen de la telenovela; segundo porque Carlos Salinas de Gortari, el hombre que se quedó finalmente con la presidencia tras esas elecciones, reformaría la constitución poniendo fin al reparto agrario, reestableciendo relaciones con la Iglesia Católica y permitiendo la inversión privada en sectores antes vedados por el dogma revolucionario; tercero porque, aunque con formidable retraso y sin el menor aspecto glorioso, México inició en mil novecientos noventa y siete su tránsito hacia una vida con elecciones libres y alternancia política, dejando atrás (aunque sólo fuera por unas décadas) aberraciones como el fraude patriótico, el hombre fuerte y el régimen de partido único.
España decidiría a su vez, en dos mil uno, contarse su propia épica a través de una serie televisiva (entonces ya no se llamaban telenovelas y menos si trataban de hechos históricos) llamada Cuéntame cómo pasó. ¿Qué época podría escoger un país al que sus enemigos habían hecho tristemente célebre por la Inquisición, el oscurantismo más cerril y una larguísima decadencia de siglos que arranca desde los últimos reinados de los Habsburgo hasta la dictadura de Franco? La respuesta fue, desde luego, la ahora tan denostada transición democrática, es decir, el período que va del tardofranquismo de mil novecientos sesenta y ocho hasta la llegada del siglo veintiuno. Creó para ello a la familia Alcántara a la que, como en el caso mexicano, le suceden toda clase de cosas que nos permiten apreciar las circunstancias de la época y no escasos acontecimientos históricos notables. Igual que en Senda de Gloria, donde la voz del narrador es la del General Eduardo Álvarez que nos habla desde la superioridad moral de su personaje instalado, cómo no, en el tiempo triunfal de su país, así la voz del narrador de Cuéntame cómo pasó es la de Carlos Alcántara, que nos habla desde un presente triunfal que ha superado definitivamente los entuertos de su pasado. Ni en el caso mexicano ni en el español se plantean demasiadas dudas sobre la superioridad del presente desde el que nos habla el narrador: poco importa que en el caso de Senda de Gloria el General Álvarez nos hable desde una época de partido único y poder presidencial omnímodo con ropajes republicanos, la dictadura perfecta como la llamó Vargas Llosa, como tampoco importa que Carlos Alcántara nos hable en Cuéntame cómo pasó desde un presente español hecho de separatismo, consumismo, frivolidad y corrupción pecuniaria frecuentemente ligada al poder político, una época de ideologías diluidas en favor de los negocios más cínicos y trapaceros; poco importa todo esto porque la narrativa impuesta a ambos personajes y transmitida por televisión a millones de personas que, para bien o para mal, olvidarán todo lo dicho e insinuado para volver a sus respectivos y miserables presentes, es la narrativa de un país triunfador, un país épico que, si bien vivió periodos oscuros en el pasado, se ha reivindicado más allá de toda duda, al menos en el intervalo al que aluden las respectivas series. Ascenso histórico con aspecto de ley física, convicción de que así tenía que ser, certeza, aunque sólo sea al pasajero hervor de una emoción barata arrebatada al espectador por medio de sensibleros trucos que apelan a su rancio nacionalismo o a su todavía más estrecho chauvinismo, de que a los países como a sus personas, les espera un futuro glorioso al que no empañarán jamás sus turbios pasados perdonados.

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