viernes, enero 01, 2016

Notas sobre el arte de pelar plátanos sin usar las manos

John Maxwell Coetzee nos cuenta que Ósip Mandelshtam, poeta ruso, solía recitar en tertulias privadas un poema satírico sobre su homónimo Stalin, que por una precaución que probó ser insuficiente, nunca puso por escrito. Alguien que no resultó suficientemente digno de la amistad del poeta se coló en alguna reunión y, sea sinceramente escandalizado o sólo por congraciarse con el Estado soviético, tal vez creyendo que al adelantarse en la denuncia se curaba en salud, lo señaló. A la paranoia totalitaria del gobierno no le fue suficiente para darse por vencida el hecho de que la policía no encontrara ninguna copia del poema y, puesto que el poeta Pasternak, a pregunta expresa que le hiciera el propio Stalin por teléfono, dijera que Mandelshtam era un maestro dando a entender con ello que no era prescindible (esto es, eliminable), el dictador decidió someter al indiciado al suplicio de escribir un poema para él, una oda a Stalin. Ya Coetzee nos explica en un detenido análisis cómo Mandelshtam logra salir airoso de la tarea —si tal cosa tiene sentido para quien después de todo perdió la vida en un gulag— por medio de un juego de desplazamientos que hace al poema avanzar en espiral alrededor del sujeto sin que nunca la voz cantante sea la del poeta; la esposa es menos analítica y explica que Mandelshtam sufrió tan terriblemente escribiendo la oda que debió hacerla fuera de sí, es decir, alienado, en trance, enloquecido.
Los días recientes nos han expuesto a muchos a ser testigos, cuando no protagonistas, de un fervoroso intercambio de buenos deseos, expresados no ya con cuestionable sinceridad, sino a veces con una pasión rayana en el más descarado ridículo. Si Mandelstham logró escribir una apología de Stalin bajo la amenaza de perder la vida, en cuyo caso son comprensibles la lisonja y la adulación, ¿qué mueve a otros a un sobajamiento semejante si no existe amenaza? ¿Fue premiado el camarada que denunció a Mandelshtam o, como ocurrió con otros tantos entusiastas de la delación, terminó a su vez denunciado por algún malqueriente? Si en la guerra civil española se zanjaron viejos agravios familiares o vecinales con una oportuna denuncia ante la comisaría más cercana —una cuadrilla que se presenta en el domicilio de quien ni siquiera pensó verse acusado de nada algún día y de pronto se halla testigo de cómo un grupo de extraños revuelven sus papeles con la misma saña con que una piara de cerdos rebusca entre la mierda ¿qué mueve a los zalameros de tiempos pacíficos a empinar el culo para que mejor se ceben en él los superiores y aun los que ni siquiera tienen nada qué ver con su progreso material ni con su amistad?
Envidia y adulación, nos señalan en artículos y a través de novelas escritores como Pérez Reverte o Javier Marías, son dos propiedades casi inherentes al orbe hispánico. Mientras en los países anglosajones existe una larga tradición de crítica del poder, particularmente entre los intelectuales, en nuestra cultura suele preferirse la colusión entre poderosos y pensadores; estos últimos, encima, no son casi nunca científicos ni artistas, sino más bien, opinantes cuya voz accede a los medios públicos no en razón de su mérito sino de su relación con influyentes. No es así extraño que su discurso esté plagado de eufemismos y que, en caso de rompimiento o cambio de bando, al papel de lameculos lo reemplace el de repartidor de insultos; la razón ausente tanto en uno como en otro caso. Esta clase intelectual, si no otra cosa, sí es al menos representativa de la sociedad en que se inserta: una sociedad de aduladores y denostadores. Irracional. 
Con enorme propiedad lingüística, la figura del adulador en México ha terminado asociada a la del mamón, o sea, a la del que abyectamente se pone de rodillas para chuparla, el lambiscón que lame o, como dice el vulgo, lambe: al superior, al amigo, al compadre, al jefecillo. A veces sus motivaciones son transparentes; en otras ocasiones, su conducta sólo parece explicable desde la psicología: individuos que por algún defecto de carácter —al que siempre refuerza la incultura que no es capaz de reparar en su mal gusto— se ven precisados a buscar la aprobación y el cobijo de figuras paternas. Los obsequiosos, contrario a lo que se supondría, no son siempre la parte más baja del escalafón: los tiempos democráticos que corren permiten a cualquier hombre vulgar lo suficientemente hábil y ambicioso, parasitar estructuras de poder, aunque desde ahí limpien el suelo por donde pasan sus superiores y se deshagan en alambicados elogios para el compadre que los acompañó en sus borracheras.  
Hacer la barba es, sin embargo, la contraparte, cuando no la expresión, de la envidia: es el deseo de ver al compañero o superior convencido de nuestra nobleza para mejor sacar provecho de él. Cuando no la justifica ningún beneficio directo, cuando no es simple expresión de la cursilería más chabacana que se distribuye a peso el kilo por todas las redes sociales, bien podría tratarse de un eufemismo de la envidia: el lambiscón cultiva el arte de pelar plátanos sin usar las manos para mantener cerca a aquel cuyo éxito le quita el sueño, también para enviar el mensaje a quien quiera leerlo de que él está en el círculo íntimo del envidiado, en un mecanismo que no se distingue apenas del que ya despliegan los niños para no ser excluidos por quienes no los toman en cuenta: '¡mírenme, mírenme!', parecen decir detrás de sus alabanzas y loas, '¡yo estoy con él!, ¡lo admiro tanto, lo quiero tanto, haría todo por él!, ¡mírenme, mírenme!'. Es patético, sí, pero en una sociedad tan apegada a sus máscaras, tan poco afecta a la verdad, esta ridícula miel que lubrica las relaciones sociales —con motivo del año nuevo, por ejemplo— haciéndolas tan sentidas como superficiales, cumple la función de un ritual: '¿me ves o sigo lambiendo?', pregunta uno; 'ya, ya te siento', responde el otro. Y se corre.

No hay comentarios: