sábado, enero 23, 2016

El primer día de clases

En mis pesadillas recurrentes suele aparecer una escuela. Gris, deslavada, con aspecto de presidio y luces blancas de halógeno sucias o descompuestas, que dan a todo el escenario un aspecto de viejo anfiteatro. Las más de las veces hay butacas metálicas grises con los asientos o el respaldo abollados; en otras, las aulas están pobladas de mesabancos de madera para dos personas, con las tablas carcomidas y obscuras de tanto pasar por ellas lápices y plumas, navajas y antebrazos sucios. Siempre es muy temprano o demasiado tarde, pues las luces están encendidas (las que sirven) y cuando logro ver el cielo se advierte un color cerúleo en el que se adivina, más que verse, la aurora o el ocaso, el titilar incierto de una estrella.
Los pasillos no están demasiado poblados, pero es claro que no conozco a nadie. Siento un embarazo tremendo ante el sólo planteamiento de abordar a alguno de aquellos desconocidos para saber dónde está el salón que busco. Voy siempre con retraso. Cuando finalmente me atrevo a hablar, personajes de indefinidos rostros me responden como desde muy lejos y ríen con sorna mostrando el rosario de sus dientes. No los entiendo, a pesar de mis esfuerzos por concentrarme en sus respuestas. Jeroglíficos. Enigmas. Mensajes cifrados. Dominado por la vergüenza de hacer el idiota sin saber por qué, examino mi ropa, me toco la cara, trato de mirar a mi espalda aprovechando el reflejo de algún vidrio: no encuentro nada, pero eso sólo aumenta la sospecha de que llevo puesto algo ridículo. Que me he olvidado los zapatos. Que estoy despeinado. Que llevo una falda en vez de pantalones.
Nunca consigo llegar a mi destino. Si decido entrar a una sala corrillos de gente sin rostro y una maestra de gafas puntiagudas soy inmediatamente despachado con severidad. Sé que en algún sitio, el que me corresponde, están ya llenando la pizarra con aquello de lo que debiera tomar apuntes, pero miro los anuncios en las paredes, subo y bajo escaleras, consulto mi propio horario una tabla de colores donde los días de la semana están representados por columnas y las horas por renglones y no consigo entender nada. Crece la angustia, no ya del retraso que todo esto traerá consigo, sino de la insuperable desconfianza que se abrirá entre el maestro que registra mi falta y yo. Sé que mis excusas no serán creídas, que seré visto con sospecha hasta por mis propios compañeros, que ya puedo irme olvidando de sacar dieces.
Es mi primer día, no sólo de clases, sino en la escuela misma. En mi desesperación llego a los linderos del plantel, detrás de los edificios lúgubremente iluminados. Protegido por matorrales, abro lo que a veces es una mochila y otras veces un portafolios de piel. Un fuerte olor a carboncillo y madera de lápices, revuelto con los humores de mi habitación que se han impregnado al papel de los cuadernos, sube hasta mi nariz. Intento consultar de nuevo el horario, pero parece que los ojos se me han vuelto niebla y no consigo enfocar nada. Por los cristales de los edificios se alcanzan a ver maestros impartiendo clases, estudiantes casi siempre uniformados en café, gris y blanco; aunque ligero, se escucha venir desde su interior el rumor de voces y movimiento. Me falta el aire adivinando en cada uno de esos pupilos a un potencial enemigo, un individuo guasón que hará escarnio de mí todos los días a la cabeza de un grupo de niños crueles que me patearán hasta quitarme el refrigerio que preparó mi mamá.
Entonces me interrumpe un prefecto calvo o tal vez un maestro con pajarita al cuello, incluso el director con su aspecto de sacerdote pervertido. "¿Qué hace Usted aquí?, ¿no debería estar en clase?", me imprecan levantándome de las patillas como hiciera mi tío Xavier. No logro responder ni entender nada más de lo que dicen. Me hacen esperar en una oficina dominada por la bandera mexicana y una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Fuman. Llamarán a mi madre, me dicen. De su discurso ininteligible se desprenden de vez en cuando algunos fragmentos como "eso no se hace" o "a las personas como usted se las llevan al manicomio" o "voy a avisar a los padres del otro niño"...
Cuando despierto, suele ser que no han pasado ni diez minutos de haberme quedado dormido, la televisión o la lámpara todavía encendidas, la reja del vecino que se cierra, la tos del condensador de la nevera cuando se apaga. 'Argel, Argel', me digo, '¿hasta cuándo?'. Y apago la luz, preocupado por el presente.

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