domingo, agosto 16, 2015

Descreimiento

Y así, no es extraño que siga sin reconocer lo que ha ocurrido, no ya por el dolor que le representa cuanto porque la ley y una formación no exactamente forense le han privado de comprobaciones científicas: la primera obligándolo a enterrar el cuerpo en tiempo y forma, la segunda reduciendo sus conocimientos al sólo hecho de que la materia viva se transforma en muerta. Dimos por sentada su desaparición porque dejamos de verlo y nos fueron explicados hechos de los que no fuimos testigos; porque asistimos al hospital y en nuestra calidad de escépticos apenas pudimos distinguir su sueño de la inconsciencia y su palidez extrema de la muerte; porque para su sorpresa la formación liberal de la que hacía gala, alejada de supersticiones y aun de la religión formal que se avergüenza de detalles escatológicos si no se hacen acompañar debidamente de las adecuadas virtudes espirituales, resultó insuficiente para superar su cada vez mayor desacuerdo entre la certeza de lo ocurrido y el desvanecimiento de las evidencias que supone el paso del tiempo, esas conclusiones que debieron sacarse en medio de la pesadumbre y con la interseción de médicos y funcionarios, amortajadores y sepultureros, empleadores y agentes de seguros.
A las agudas noches de whisky y lágrimas y mucho repasar lo que entonces parecía completamente real y sólo mentalmente se evitaba una y otra vez modificando un detalle, a veces directamente (una llamada telefónica que lo distrajera del sino), a veces confiando en la naturaleza caótica del mundo más que en su presunta predestinación (qué tal si la conversación hubiera sido otra, otro el restaurante del domingo), le ha seguido ese viaje absurdo que aun sin ser turístico ni de trabajo debió distraerlo por fuerza, aunque Europa no fuese ya novedad alguna y su interés por los museos y los paisajes no estuviera ya justificado más que por explicar detalles o hacer recorrer sus propias rutas a quienes le acompañaban obviando su malestar y atribuyéndolo, ya al extremo calor de este verano, ya a su característica crispación que no ha hecho sino aumentar a través de los años, aunque insista en descreer de la relación entre tiroides y bilis, entre la alergia a sí mismo y los espumarajos en ayunas, siendo la verdadera razón de aquel abismarse la persistente idea de que en este avión debería estar quien fue sepultado al pie de la montaña y no este o aquel niñato de mierda, seres por los que no siente ahora más que repugnancia o hastío, harto por sobre todo de que sigan vivos y el otro muerto, hecho no por dudoso menos cierto, hecho no por cierto menos debatido en la desazón de las horas del alba que en las distintas habitaciones de hotel le saturan la cabeza de fragmentos: acá una imagen, allá un diálogo, aquí un presentimiento, allá un texto que no alcanza a leer y en el que sabe con angustia que está la clave del misterio, ¿se duerme en el sueño o se cierran sus ojos en este mundo frente a la página desleída? Luego el sol.
Le he visto anoche revolverse incómodo en su asiento frente al televisor cuando en esa película de malos actores animales el perro inválido tiene una experiencia cercana a la muerte y se mira en campos idílicos brincando y agitando la cola. Parecía preguntarse sin esperar respuesta y aun censurando su propio atrevimiento interrogatorio así como la vulgaridad de la comparación, si él estaría ahora brincando en algún campo, superada su invalidez cualquiera que fuera (y todos tenemos alguna), por fin fuera de su silla de ruedas mental o anímica, libre, ¿pero de qué si no de la vida que es el único terreno conocido y donde hubiera valido la pena ensayar algo? ¿libre para qué si los que lo echamos en falta estamos en este otro sitio donde hombres vestidos de negro predican desde púlpitos sobre los hijos que no tienen y los matrimonios que les están vedados y los muertos que no son suyos y un más allá del que saben lo mismo que el perro callejero que entra al templo para orinarse en una banca en mitad de la consagración? Ya daba pasos hacia atrás, ya lo creo, deshaciendo lo pensado como quien se espanta una mosca, pidiendo un pico y una pala para ir ahora mismo hasta el cementerio y comprobar que ahí están los despojos, intentar asociar el rostro recordado con aquellas oquedades y pellejos, meter los dedos como Santo Tomás y retirarlos hirviendo de gusanos, toser y escupir y echar la pota tras respirar los vapores putrefactos, ya lo creo que quisiera, sí, hacerse entender de todas estas formas lo ocurrido para no seguir padeciendo los tormentos del alba con sus puntiagudas hipótesis de que sigue vivo en algún lugar: la montaña desde la que alguna vez contemplaron el pueblo y donde no había nada, el arroyo donde se mojaron los pies y bebieron cerveza hablando del futuro, los pasillos de la universidad cuando está a punto de ocultarse el sol y en los que se proyectan larguísimas sombras en el hálito diabólico del verano, vivo en este mundo porque no conoce otro y representarlo entre putti y vírgenes, dioses barbados o profetas, le resulta todavía más ridículo que imaginar a estos niñatos sobrevivientes de su propia torpeza y mezquindad, ejerciendo de doctores y sabios y demasiado humanos, grandes representantes de la canalla contemporánea a la que, si hay suerte y los tiempos históricos sometidos a la teoría pendular lo permiten, serán un día arrastrados en la plaza pública y quemados para que nazca el hombre nuevo. Y vuelta a empezar.
Lo veo leer historia y detenerse en los combates antiguos y modernos donde los hombres quedaban malheridos o muertos en mitad de los campos, desear que como entonces hubiera forma de ir a comprobar que ha ocurrido una desgracia, ir junto con los pobladores a visitar el yermo sembrado de cadáveres y luego de minuciosa comprobación (aquí el cráneo reventado, allá la lanza que salió por la espalda o la deformación causada por las balas), levantar el cuerpo reconocido con los brazos y estrecharlo sin reparar en las moscas impacientes, llorar al caído tal vez con la misma histeria y cercanía con que aun los envuelven en banderas en Oriente Medio y los pasean por las calles y aun permiten que su cuerpo siga relatándonos su tragedia sin que corra prisa alguna por apartar de la vista al caído para volver a los negocios, no dejarnos presionar por la salubridad y tener manera de volver como los elefantes en peregrinaje hasta donde dejamos el cuerpo, hasta que no queden más que huesos y hayamos tenido una larga y dolorosa pendiente para ser nosotros mismos forenses de lo que amamos y hemos perdido. Entonces de verdad creería que él ha muerto, qué digo creer, lo sabría, y aun se mostraría dispuesto a abandonar este domicilio donde vivió con él algunos años sin pensar que le traiciona, como si no fuese ya suficiente traición la de la memoria que le hace pasar por destacado lo que en su momento fue rutinario o aburrido, que hace criba del desplazamiento que en su atención, si no en sus afectos, causaron estos niñatos que ahora lo acompañan sobre el único que ahora falta.
Pero como no habrá comprobación ni forma de encajar nada está condenado a abrigar esperanzas que sabe falsas, a descreer de lo que sabe cierto, a acariciar la ambigüedad que dejó el súbito partir como quien se entretiene, muy a pesar suyo, en imposibles. Yo le observo y le doy mi mano y mi alimento y mi comprensión. Le doy mi sueño y mi firmemente acumulado cansancio. Le comprendo. Le amo. Y lo preparo para lo peor. Que no ha llegado.

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