sábado, abril 23, 2016

Todos los días se acaba el mundo

'Esto ya lo he visto', me dije, y seguí conduciendo por las calles del centro sin prestar demasiada atención al incendio de la tienda de muebles que, cuando me iba alejando, hizo una explosión sorda a la que parecieron acallar los escombros que hasta hace unos momentos eran paredes y techos. Llevaba más de una hora buscando algún jovencito que quisiera subir al auto, pero Santa Teresa, como es su costumbre, deja sus calles desiertas apenas pasan las diez de la noche. 'Sí, esto ya lo he visto', pensé, '¿no fue caminando por López Mateos luego de una desvelada de trabajo con los compañeros de la maestría? Una mañana de diciembre, seguro. Hacía frío entonces y los proyectos de la escuela nos mantenían ocupados incluso de noche, de modo que había pernoctado en casa de José (¿o fue Ambrosio?), y al salir por la mañana los ojos me ardían de tanto acercarme a las placas de los circuitos "Al menos no hace sol", recuerdo haber pensado mientras me calaba las gafas oscuras bajo un cielo nublado, somnoliento lo mismo la garganta que llevaba irritada de tanto fumar y gritar por encima del ruido de la música de los Smashing Pumpkins con que Marcos nos había castigado por horas. Entonces, cerca del bolerama, vi la columna de humo espeso sobre la mueblería y las lenguas de fuego asomarse por dos o tres ventanas ya rotas. Era temprano, sábado o domingo, no recuerdo, pero casi no había gente en la calle y la poca que pasaba no se detenía a mirar, apenas giraban sus cabezas mientras se alejaban como si temieran que aquello los alcanzara traicioneramente. "Se está acabando el mundo", pensé de pronto como si me lo hubieran susurrado, yo mismo asombrado de lo que pensaba. Me esperaba un largo camino a través de la ciudad para volver a mi casa: la ruta 258-D, Plaza del Sol, el extraño descenso por Prisciliano Sánchez, el hedor de San Juan de Dios, la vista de la ciudad desde las alturas del Estadio (¿o era Circunvalación donde daba vuelta el camión? ¿quizá desde Federación?) y luego el ascenso por Belisario Domínguez como quien se adentra en territorio seguro, el sol siempre dando por culo a la derecha por la mañana y a la izquierda por la tarde, luego la cima del cruce con el Periférico donde me apeaba, antes de que el autobús se acercara a la terminal de Huentitán, ya en la Barranca. "Se está acabando el mundo", me repetí apropiándome de las palabras que hasta hace unos segundos me parecían prestadas, imbuidas. Me detuve. Examiné mi mochila y pude hallar todavía dos cigarrillos entre el montón de cables, alambres y estaño que había utilizado la noche anterior. Llevaba dos libros: Sistemas de Control Discreto, de Ogata, con la portada negra despintada por el uso, y La Nueva Mente del Emperador, de Penrose, préstamo de Manolo que la noche anterior había dicho que nos morimos muchas veces en la vida, no recuerdo ya en qué contexto. Encendí el cigarro, anduve unos cuantos pasos y me senté en la parada de autobús, viendo la columna de humo en la distancia y repentinamente nervioso. Una mujer muy delgada, joven y elegante, con una mascada de rosas pálidas sobre fondo marfil, también con gafas oscuras, se acercó a la parada y se quedó de pie con las dos manos muy juntas sujetando un bolso pequeño de color verde esmeralda. Se apoyaba en un pie, se apoyaba en el otro, ella misma también inquieta o desesperada, me parecía. No pasaba ningún autobús. Entonces era frecuente que hubiera lagunas de tiempo en las que los camiones de determinada ruta no pasaban, lagunas que a veces podían durar hasta media hora, sin importar si eran horas pico o ya estaba por terminar el servicio. El incendio de la mueblería, a lo lejos, ya no dejaba ver tanto el fuego como la sombra de un humo denso. Después de cinco minutos de evadir mirar hacia mí, me abordó:
¿Tienes fuego?
Sí, claro, permíteme y al rebuscar en mi mochila sin encontrar el encendedor (aquello era un desorden: vi que había un hueso de aguacate entre los cables), preferí interrumpirme y acercarle mi cigarrillo al suyo, delgado y largo, que ya llevaba en los labios pintados de carmesí brillante.
Muchas gracias me dijo dando una profunda calada Es un día muy extraño, ¿cómo es que estás en la calle?
Su pregunta me cogió por sorpresa, llenándome de temor.
¿Lo dice por el incendio? dije sonriendo tímidamente mientras que con la mano que sostenía el cigarrillo apuntaba a la columna de humo. Sentí ganas de besarla.
No contestó con una sonrisa aplanada pero creo que sabes a lo que me refiero.
Pensé en la letra de Ángel, de Mecano, esa canción de mi infancia en la que se describía el fin del mundo como el frustrado intento de organizar a una humanidad precipitada e histérica para que entrara por las recién abiertas puertas del Reino. "Y sólo pudo entrar el ruido del viento", repetía el estribillo. Como los años setentas con los ovnis, los ochentas estaban obsesionados con el fin del mundo, la amenaza del holocausto nuclear que reprodujeron numerosas películas en formato beta y en autocinemas. Nada asombroso, pues, que en mitad de esa década haya venido Mecano con esto. «Pero estos son los noventas. Y casi terminan», me dije para mis adentros comprendiendo demasiado tarde que era mi turno para contestar.
Sí, creo que sé a lo que se refiere dije mintiendo y pensando luego (o queriendo pensar): «Esta mujer está loca».
Una explosión sacudió la mueblería, algo moderado y poco vistoso que apenas consiguió hacernos mirar hacia allá. Ella dio una última calada a su cigarrillo y yo me preguntaba cómo era posible que ni el camión ni los bomberos acudieran, que la calle pareciera desierta, que esta mujer se condujera de forma tan enigmática. Me decidí a traer el mundo de vuelta a la normalidad:
¿Y usted a dónde va, si se puede saber?
Yo... 
Un auto largo y negro, con los vidrios velados, se detuvo frente a nosotros. Ella subió por la puerta trasera sin contestar mi pregunta, pero abrió ligeramente la ventanilla para gritarme mientras el auto avanzaba:
¡Se está acabando el mundo!
Me quedé aturdido y el sueño retrasado que llevaba desde anoche me invadió súbitamente. Cuando desperté, seguía sentado, apoyada la cabeza sobre uno de los postes de la parada. Circulaban autos, esperaban al camión decenas de personas, el sol ya estaba en alto. Del humo de la fábrica ya no quedaba nada.'
Frené repentinamente cuando se atravesó un tipo drogado cerca del mercado municipal, se acercó por la ventanilla y dijo que traía globitos de cristal y mota. Lo despedí como pude y decidí orillarme para tranquilizarme, encendiendo un cigarrillo. 'Hace tanto de eso', pensé, 'y el mundo no se acabó, ni en dos mil ni en dos mil uno ni en dos mil doce; o es más bien que se está acabando todos los días, que a todos nos toca vivirlo y presenciarlo, advertir los signos, leer la historia de una humanidad en decadencia que un buen día —mira qué casualidad, ¡este día!— se acaba. El muchacho que anduvo López Mateos, el que llegó aquel día a tirarse en su cama mientras su hermana cocinaba, el que pasó la noche en casa de Ambrosio (¿o era José?) no existe más, su memoria distorsionada la recoge este hombre de cuarenta años que ha salido a buscar jovencitos qué follar y se ha encontrado con un incendio, ¿se está acabando el mundo? ¿son ciertos los libros de historia? ¿el armagedón que viene, el que ya pasó?'.
Bajé del auto buscando un rincón oscuro para orinar. En medio del chorro largo vi pasar a lo lejos las torretas de la policía. 'Una ciudad peligrosa según el Departamento de Estado, Santa Teresa', pensé divertido. Terminaba cuando escuché unos tacones acercarse.
—¿Tienes fuego?