viernes, agosto 25, 2017

Cerraduras

Una de esas mañanas del nuevo tiempo suyo se levantó, abrió las cortinas de la habitación y la sala, se dispuso a preparar café en la cocina y, mientras borbotaba la cafetera y él se quedaba de pie contemplándola incapaz de articular pensamientos concretos que no fueran imágenes antiguas —manos gesticulando en medio de una amarga conversación nocturna, una hoja de papel que cae desde el balcón de un hotel europeo, el recorrido por las calles del Camino Real, cuando niño, buscando flores para su abuela— advirtió que la puerta de la casa no tenía la llave echada. 'Debí olvidarme de poner el cerrojo anoche', pensó, un poco apesadumbrado por lo que entendía —y entendía bien— era una prueba más de las nubes que se cernían sobre su cabeza desde que se separó de su mujer y que no habían hecho más que aumentar desde que se quedó solo en casa del amigo que lo había recibido durante los primeros meses de separación. Abrió la puerta, recogió del buzón una postal de aquel y —ahora sí— cerró con llave:
'He aquí una visión del Foro desde la colina del Capitolio. Aunque no me vaya a quedar en Roma tenía que sacar provecho de mi visita a Europa yendo a un lugar menos muerto que el norte francés. ¿París? Es una vieja puta que huele a orines. De la Ciudad Luz no vale la pena enviarle ningún recuerdo. La Ciudad Eterna, en cambio, está tan viva como llena de ladrones. Reciba un fuerte abrazo, Maestro.' 
Hacía dos semanas que su amante también lo había dejado y, para su sorpresa, había disfrutado de un súbito alivio por haber sido descargado de la obligación del sexo. Alguna vez, de vuelta a casa de su amigo desde la casa de su amante, cerca de la medianoche, apoyado sobre el quicio de la puerta de la habitación de aquel, con el aire satisfecho de quien se ha refocilado bien y alcanzado turgencias que ahora se traducían en un saludable cansancio, le hizo la siguiente observación: 'Envidio a mi madre, ¿sabes? No sólo porque está retirada y así puede por fin dedicarse a lo que quiere, juzgar con equilibrio el mundo y sus pobladores, tomar distancia de competiciones y mezquindades, dar consejos sin segundas pretensiones, sino porque ella ya es posterior al sexo. ¿Me entiendes? Mi divorcio es un problema sexual. Mi amante es otro problema sexual. El sexo es siempre un engorro que nos impide pensar con claridad y acceder a niveles superiores de concentración, un trastorno desde la niñez hasta ese momento en que, aliviados, comprendemos que ya está y ella, mi madre, ha por fin alcanzado esa dicha. Lamento no estar preparado aún para dar un paso así y desear todavía acostarme con mi amante un día sí y el otro también, pero créeme y recuerda lo que te digo: dichoso aquel que sabe que ya no va a coger más'. Cuando su amante lo dejó —insolente y vulgar luego de ser descubierta en otro affaire con alguien mucho más joven que él— volvió a la casa de su amigo donde éste ya no vivía, cerró con llave y se recargó sobre la puerta repentinamente feliz, incapaz de resistir la sonrisa que se le dibujó en el rostro: 'Ya está', se dijo, 'ya está...'.
Ser relevado de sus obligaciones sexuales, sin embargo, no se tradujo en la esperada lucidez. Semanas con el pensamiento en brumas habían sucedido a los meses de culpa, como si el pasado hubiese decidido volver en forma de fantasma a todas horas del día y de la noche, el sueño y la vigilia cada vez más confundidos e indistinguibles. ¿Cómo podía sentirse culpable luego de haber sido maltratado hasta el hartazgo por su mujer, esa perra frígida que pasó de la noche a la mañana de llamarlo, con lágrimas en los ojos, el amor de su vida, a no hallarse jamás en su domicilio por, según ella misma dijo, rehacer su vida? ¿Cómo por esa que demostró ser capaz de violencia y estudiado desdén, que le quitó la posibilidad de ver a sus hijas, que no tuvo empacho en utilizar el dinero que él se sentía en obligación de proporcionar? Y ahora que la amante había desaparecido también —¿pero quién creía que eso iba a durar y cuán merecidos son los sufrimientos derivados de traicionar con nuestros actos lo que ya era del conocimiento de nuestros pensamientos?— se veía tan libre como falto de referencias, como un hombre en el espacio. No había durado nada la sensación de haber pagado una deuda quedándose completamente solo, esa ligereza de ánimo que sucede al ajuste de cuentas, cuando hemos devuelto lo que no nos pertenecía y nos ha sido dado nuestro merecido. 'Quizá no he perdido lo suficiente', se sorprendió pensando una noche.
Otra mañana de calor sofocante en Santa Teresa y la puerta de la casa entreabierta. Ya no es sólo que no estuviera echada la llave, sino que la puerta misma estaba emparejada. Había pasado la noche así y, luego de un rápido vértigo en la boca del estómago durante el cual consideró la posibilidad de ser sonámbulo o de haber sido visitado por ladrones, recogió otra postal de su amigo y leyó:
'Los ricos productivos son gringos, los improductivos europeos; éstos últimos —que heredan fortunas y pulen apellidos y heráldicas— están siendo reemplazados por los primeros —que compran costosísimos muebles de pésimo gusto en los mall de Houston. Pero si quiere entrevistarse con los últimos vestigios de los segundos antes de que se extingan definitivamente, venga a Madrid. O vaya a Chapalita, que le queda más cerca. Salud de roble, Maestro, para sus andanzas.' 
No había tales: las andanzas habían terminado. En el trabajo estaba nervioso y dejar de tomar café no había ayudado de mucho. En las clases, fugazmente asomados entre los estudiantes que semejaban sacos de aserrín, distinguía cada vez más frecuentemente los rostros de sus abuelos, de su hijo fallecido, de algunas viejas amantes a quienes ya no había forma de volver a contactar por haberse perdido en la noche de los tiempos. Haciendo esfuerzos por no alterarse, repitiéndose para sus adentros que sólo eran alucinaciones, volvía a su oficina pasando primero por el baño donde se mojaba la cara y se humedecía el cuello en la esperanza de centrarse. Pero apenas transcurrían unos minutos y la niebla de su cabeza volvía a instalarse, cerrada, como un impenetrable enigma. Por las noches, antes de dormir, empezó a dejar de tomar agua por el temor a levantarse después a orinar, pues el pasillo que comunicaba al baño se le aparecía poblado de presentimientos y la puerta, al final, siempre estaba abierta sin que pudiera recordar nunca si la había cerrado o no. Se acercaba, encendía la luz de la cochera que nunca dejaba apagada por considerar que ello daba mayores ventajas a los ladrones, examinaba la calle y el piso lleno de cucarachas en medio del sopor de Santa Teresa, cerraba y volvía a la cama con el corazón desbocado. Se cubría con las cobijas que olían a sudor y almizcle y en el que aún se distinguía —tenue y lamentable— el perfume de su amante, pero a pesar de sus esfuerzos no conseguía aprehender su rostro ni su cuerpo que se intercambiaban con los de cientos de personas —algunos hombres— sin que el alivio erótico ni la paz de haber terminado esos escarceos lo condujeran de nuevo al sueño. 
Una mañana estaba la puerta abierta con las llaves sobre la cerradura. 'Ya no es momento de alarmarse', pensó. 'Sé lo que debo hacer'. Recordó haber leído hacía varios años sobre Philip K. Dick y el tres-dos-setenta y cuatro, de modo que echó las llaves a la basura y dejó la puerta abierta, no sin antes recoger la última postal que recibiera de su amigo:
'Es invierno, Maestro, al final del golfo de Botnia. De niño dibujaba mapas, afición que mi madre alentaba comprándome libros de geografía y que luego quiso quitarme cuando me vio levantar, cada vez más frecuentemente, planos de sitios inexistentes, algunos con divisiones políticas, otros relativos a ciudades con malecones, avenidas, centros históricos. "Eso te va a pudrir la cabeza", decía la buena señora. Y Usted comprenderá ahora, mientras disfruta del ejercicio de su virilidad, cuán importante es tener esta u otras actividades para no dedicarse al sexo exclusivamente. No lo critico, Maestro: le envidio. Escandinavia es limpia: aquí están las ciudades que dibujé. Ojalá se decida a venir cuando ocurra esa liberación de la que Usted me advertía con frecuencia. Le esperaré y no me sorprenderé de verlo, ni siquiera si se me aparece como un fantasma. Un abrazo.'
Al pasar por casa de su madre la encuentra atareada a la mesa con un dibujo. '¿Qué es esto, madre?', le pregunta. 'Una ciudad', le responde ella levantando la mirada para verlo por encima de sus lentes, una escuadra sujeta en una mano, una pluma fuente en la otra. Ella sonríe, pero advierte debajo de su sonrisa la angustia de quien trata de advertirle de un peligro inminente sobre el que no le está permitido hablar. 
Despierta de madrugada, empapado. Una larga sombra se acerca por el pasillo...

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