domingo, septiembre 03, 2017

El paseo

Después de varias semanas de negociar consigo mismo el reconocimiento de la necesidad de realizar un mayor número de actividades físicas, comprendiendo que en ellas difícilmente podía considerar las regulares descargas que por vía sexual le causaban sudoraciones y palpitaciones ni, por otra parte, volver a los antiguos aparatos que semioxidados adornaban una de las habitaciones de su casa súbitamente ampliada por los muebles y cosas que ya no la ocupaban merced a su divorcio, se decidió a matar varios pájaros de un tiro echándoles la correa al par de perras que se aburrían en el sopor del patio donde convivían lo mismo con sus propios meados y cagadas regularmente recogidas y vueltas a poner que con cucarachas nocturnas (escasas) y palomas que bajaban por la mañana hasta sus platos de corquetas cuidando de no ser pilladas in fraganti devorando el pienso que no estaba destinado a ellas, y se dispuso a pasear con las perras hasta casa de su madre a quien visitaba más bien poco a pesar de las escasas cuadras que lo separaban de su domicilio, así podría estirar un poco las piernas y desaburrir a los animales y estar más al tanto de su progenitora cuyos días transcurrían en el más completo silencio, metida en su casa o yendo únicamente a las tiendas cercanas, dos veces a la semana hasta el domicilio de él para fregar los pisos y sacudir los muebles, cambiar las cosas de sitio de manera que él se irritara por la noche cuando volviera del trabajo y tuviera que añadir un par de minutos más a sacar las cosas de donde ella las ponía y a reacomodar las almohadas de una forma que no fuese tan ridícula, quizá descubrir con resignación si el día fue suave o con contenida ira si el día fue ingrato, que ella preparó un nuevo guiso que a él no le apetece comer y que lo ha hecho en cantidades aptas para un regimiento, poco salía la señora de casa de cualquier manera y poco convivía con él pues las visitas a su domicilio las hacía cuando él estaba en el trabajo y no hacía falta ni darse los buenos días; ahora, en cambio, podrían darse las buenas noches si se convertía en sana costumbre esto de sacar a pasear a las perras hasta la casa de ella, donde él vivió, donde le gustaría vivir más que donde vive ahora, la casa actual no tanto contaminada por el infeliz derrumbamiento de su matrimonio ni por los escasos aunque pertinaces fantasmas reunidos en el par de años de habitarla, sino demasiado expuesta a la calle y con escasa profundidad, tanto de espacios como de historia, una especie de costoso escaparate superficial que no podía protegerlo contra la invasión de las preocupaciones externas, ya por el matrimonio que se iba, ya por los escarceos extramaritales que no respetaron la casa como en cambio sí lo hacen los católicos burgueses bien pertrechados de hipocresía, la sinceridad de su vida escaso consuelo, ahora que lo pensaba mientras daba la vuelta por la larga calle que conducía hasta casa de su madre, difícil el pensamiento no sólo por la naturaleza desagradable de lo considerado sino también por el ingente calor que sofoca Santa Teresa durante casi todo el año y que en el mes de agosto es particularmente desagradable, casi lo había olvidado, pero ahora con las dos perras tirando de las cuerdas y la irregularidad de las calles y banquetas haciendo de sus pasos una marcha errática y cansina, los mosquitos que en nubes se abalanzaban sobre sus piernas y los bobitos pegados al rostro y los brazos, algunos invadiendo sus ojos, recordaba precisamente por qué casi nadie caminaba por las calles de este horrible lugar y por qué sólo conocían el interior de lujosos vehículos refrigerados y el interior de casas convertidas en prisiones por elevadas rejas y cámaras de circuito cerrado, por qué no tenían casi espacios dónde convivir y la única actividad al aire libre era el ejercicio físico como dramático subproducto de su inmenso aburrimiento y sus escasos medios intelectuales o morales para salir de él, pobres diablos en los que ya es imposible distinguir si su idiotez causó el desastre cultural en el que viven o fue la naturaleza del lugar la que los volvió idiotas, qué más da si aquí está, cruzando una avenida llena de agujeros que lleva el pomposo nombre de París, cerca de su trabajo donde el aislamiento en el que él por su cuenta se ha sumido para mejor disfrutar de su misantropía no ha sido suficiente para exentarlo de angustias, pues cuando es requerido padece las solicitudes casi siempre imbéciles y ociosas de sus jefes y colegas, pero cuando no es solicitado por días y días siente crecer la amenaza de que se trame algo en su contra para perjudicarlo de la manera más deshonrosa posible, echando mano ya no sólo de lo que estaba bajo su égida y que cualquiera puede torcer si la intención es hallarlo en falta para eso están los abogados y los psicólogos y los contadores, para tergiversar y torcer y justificar las distorsiones según la consigna del que pague sino también escarbando en su vida privada donde siempre será más fácil volver impresentable lo que no debe ver la luz, desde la cama hasta la cocina, desde la abstracta expresión de anhelos en descuidadas confidencias con las personas más inadecuadas hasta la muy concreta revisión de su reciente divorcio que lo desacredita y recrimina y mancha y hace dudoso, poco confiable, víctima apta para que se le aparten amigos y conocidos y, finalmente, se le eche, como es el destino de todo personaje que, como él, no condescendió ni aceptó como natural el envilecimiento ambiente al que tan cordialmente se le invitaba, un poco más de convivencia habría ayudado a limar asperezas, un poco menos de opiniones le habrían facilitado la vida, pero el daño ya estaba hecho y mientras el ruido de los coches se añade a todo lo que hace insoportable este recorrido hasta casa de su madre y los ladridos de los muchos perros encerrados como objetos de decoración y estatus en las casas de miserables déspotas rancheros alteran a las perras que están tan poco acostumbradas a salir a la calle, la correa de la mayor se zafa suavemente de su cuello y de pronto está ahí, libre, como en aquel primer día en que llegó corriendo a casa desde la calle, una cachorra abandonada que de pronto estaba en la cochera mientras su ex-mujer y él descargaban la despensa del coche y la metían en esa casa en la que ahora vive su madre y hacia la que se dirigen en medio del repiqueteo incesante de este gigantesco establo donde mugen las mujeres-vaca y gruñen los hombres-cerdo, el tiempo se solidifica mientras se da la media vuelta para alcanzarla y, enredado con la correa de la que todavía está sujeta, cae al suelo de rodillas y mira a la que está libre alejarse con las orejas gachas durante unos segundos detenidos, compuestos de su mujer adentrándose en la noche en medio de gritos sin que nadie pueda detenerla, de su hijo descendiendo a la tumba una vez que alguien libera el ataúd del último palo de madera que lo retenía de su descenso sujeto a cuerdas, de la antigua perra blanca de dulces ojos negros que se volvieron blancos y a la que saca en brazos de la veterinaria, envuelta en una bolsa negra, luego de quince años de gozar de su cálida compañía silenciosa y casi siempre alegre, inteligente, y entonces grita apagada y difícilmente el nombre de la que ahora se aleja, estirando la mano para atraerla, 'ven, preciosa, ven, ven por favor', aquélla se detiene un instante y gira la cabeza considerando la súplica del hombre que cae, que ha caído, una mirada transfigurada que se congela por unos segundos, entonces accede y vuelve y él la sujeta de su lomo negro y blanco y deja que ésta le lama la cara y le pone de nuevo la correa al cuello y se levanta cojeando para continuar el camino a casa de su madre, la que fue su casa y la de su mujer, tiene las rodillas lastimadas, pero experimenta en ello un gran alivio y no le extraña entonces en lo más mínimo descubrir que en la casa de su madre nadie contesta al timbre y vuelve, evadiendo a los perros que todavía andan sueltos por ahí, a los vehículos siniestros de vidrios polarizados, a los gritos de hombres que tiran latas sobre el pavimento en medio del olor atroz a carne quemada...
Y se encierra.