sábado, septiembre 23, 2017

Nostalgia de las ciudades

'Ya está', pensaba aquella calurosa tarde de verano mientras luchaba por no dormirme frente a la pantalla cubierta del código C de aquel sistema inocuo cuyos clientes se resistían a pagar poniendo en aprietos mi salario, 'la carrera está por concluir y de aquí en adelante todo será ir de empresa en empresa, deseablemente subiendo de salario; no está mal, no es que me queje, después de todo ya estoy instalado en una de ellas desde antes de graduarme, ¿quién lo dijera? ¡yo ganando dinero en vez de ser un científico o un escritor, un pensador o un artista! Tendré que batirme para que esta ciudad y el mundo reconozcan mi genio, para salvarme de la cretinización que...' Fue entonces cuando me despertó la música que la grabadora de Chésare reproducía a partir de un cassette viejo en cuya caja aparecían una mujer con aretes largos y profundas sombras negras en los ojos y un letrero que decía Ciudad de ciegos. 'Es de una película', me dijo Chésare en el desenfadado tono de los cholos del oriente de la ciudad. 'Un cholo brillante', me dije, 'que demuestra que no hace falta terminar el bachillerato para programar como un experto; un cholo sensible a las herencias, dueño de una discreta nostalgia de las ciudades, los murmullos y los alimentos; que está de momento a merced de los capitalistas que lo descubrieron; que siempre será para bien o para mal joven.'
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Tenía dos suéteres que mi mamá había mandado tejer para mí, uno negro y uno rojo, ambos con un cuello de tortuga que me hacía parecer romántico o maricón, si no ambas cosas. Me agradaba que las lociones baratas que guardaba en mi clóset se fijaran en el cuello por mucho tiempo cuando llevaba los suéteres puestos y que la habitación quedara oliendo a aquellas gotas que prodigaba con una generosidad directamente proporcional a mis temores e inseguridades. A menudo evocaba la casa de mis abuelos a la que ya no podía ir por haberla heredado una tía con la que mi madre se había enemistado y entonces la recorría con la mente rincón por rincón y, cuando la agotaba el piso debajo de la cajonera donde reposaba el reloj, el olor a calcetines del clóset de mis tías o el olor a pedo del de mis tíos, las cenizas de cigarro bajo la cama de mis abuelos y los baños azul y amarillo donde me masturbara en posiciones cada vez más extravagantes contra la esquina de los respectivos lavabos iba hasta el departamento de aquel edificio blanco frente al Reloj de las Tres Caras y me encerraba en el baño de la entrada o en la habitación por cuya ventana se asomaba el niño con polio que iba y venía oliendo a orines, o me acostaba boca abajo sobre la hamaca fascinado por ver la turgencia entre mis piernas asomar por los agujeros de la tela colgante; si aún este rincón tabasqueño se terminaba o no estaba en condiciones de reproducir sus humedales, entonces iba todavía más lejos hasta el piso donde tenía mis juguetes la caballeriza y el explorador lunar, los trailers y las figuras de la Guerra de las Galaxias y me ponía a hojear mis libros de colorear o a sentirme protegido por el sinfín de adornos y figurillas del librero enclenque que como un biombo separaba al comedor de la sala. Ahora que trabajaba quizá había llegado la hora de vivir por mi cuenta en otra casa. Cuando ello ocurriera pensaba durante la larga duermevela del viaje de vuelta a casa desde el trabajo me vería precisado a recrear esta casa que a partir del momento de mi partida difícilmente esperaría para empezar a cambiar y distanciarse de mí. Llegaría el día en que no pudiera volver a recorrerla, porque ya no me acercara más a ella, porque estuviera ocupada por extraños, porque ya me habría movido a otra ciudad. Pero entonces tampoco la ciudad resistiría y al cabo de poco tiempo y más conforme este transcurriera se me apartaría hasta hacérseme irreconocible y dolorosa, como un rostro amado al que una terrible enfermedad fuese deformando. Me despertaba con el cuello de tortuga babeado a escasas cuadras de la casa, me levantaba de prisa y me acercaba a la puerta trasera buscando el timbre para pedir la parada. 
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Mi amigo Jorge me decía que no me preocupara, que aún si las cosas cambiaban demasiado siempre quedaría el registro fotográfico y la memoria, tal vez alguna película. Pero aún entonces yo ya estaba acostumbrado a pasear por lugares desaparecidos y a acariciar objetos que en las distintas mudanzas y peregrinaciones se habían perdido. 'No es nada extraño', le explicaba, 'pues lo mismo debe ocurrirles a nuestros padres en estos precisos momentos al contemplar aquello en lo que se ha convertido la ciudad, ¿no te das cuenta? No es ya lo que conocieron en su juventud, se les va volviendo ajena.' Jorge, cuyo carácter dulce se contagiaba rápidamente del humor de sus amigos, me miraba genuinamente concernido y preguntaba: '¿Y a dónde pueden ir nuestros padres para recuperar la ciudad de su juventud si todavía no contamos con una máquina del tiempo y, de contar con ella, no podríamos salvar las contradicciones inherentes a semejante desbarajuste?' Fumábamos en estas conversaciones sesudas a las afueras de mi casa o de la suya apenas separadas por otra casa y, mirando al cielo de vez en cuando en aquel año cósmico, le respondía: 'Al pasado como tal no es posible viajar. Pero lo que le ha pasado a esta ciudad le ha pasado antes a otra y lo que le ocurre ahora le ocurrirá mañana a una todavía más pequeña. En este momento podemos ir a los años en que nacimos si escogemos la ciudad del tamaño y situación correctos. Apenas instalarnos ahí, por ejemplo, veríamos una notable disminución del tráfico y las distancias, gente más asilvestrada, gustos más elementales, mayor contacto con el campo o las periferias, desplazamientos más cortos, conoceríamos aproximadamente lo que nuestros padres sintieron en aquellos tiempos y, sobre todo, compartiríamos sus nociones de lugar y duración, que son las que más padecen con esta carrera enloquecida en que está metida la humanidad.' Un escupitajo porque siempre he salivado demasiado. Un eructo de Jorge con olor a chorizo requemado y a tripa de cerdo. '¡Vaya idea, cabrón! Muy interesante, sí, eso de las nociones que maltrata la civilización. A lo mejor para eso está la guerra: para refrenar y proteger los recuerdos, ¿no?' Tiro el cigarro entre la hierba todavía verde del verano que acaba y le miro fijamente: 'No Jorge. No creo que ni tú ni yo ni nuestros padres sepamos bien a bien qué es una guerra. La destrucción, en todo caso, siempre llega.'
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Chésare ha venido a mi fiesta de despedida. Llevo el suéter rojo aunque prefiera el negro porque este último ya estaba demasiado sucio y la loción ya era insuficiente para impedir que un olor a baba subiera desde el cuello de tortuga hasta mi nariz. Ha sido un año frío y el invierno promete ser crudo, al menos para la sensibilidad meridional. No sólo dejo la empresa para seguir estudiando, sino que el dinero ahorrado y el que me promete una beca serán suficientes para irme de casa. No más somnolencias frente a las interminables líneas de código C luego de comer en la improvisada sala de estar de las oficinas, no más tardes de disfrutar de los cassettes de Chésare mientras se me va la cabeza recorriendo los rincones de casas antiguas, adiós al estribo del camión donde solía irme colgado cuando todo mundo salía de trabajar y al suave ronroneo que mecía los asientos arrullándome cuando tenía la suerte de encontrar uno libre. Jorge se viene conmigo, no porque vaya a estudiar sino porque la fábrica donde lleva dos años trabajando le queda más cerca. Podremos jugar ajedrez y visitar a nuestras madres juntos los fines de semana: la comida en casa de ellas sigue siendo mejor que cualquier cosa que podamos preparar. Para que la casa de mi madre no se me vuelva demasiado ajena convendrá pernoctar allá una vez a la semana, quizá los viernes en que podemos cenar tacos dorados de Doña Tina y ver la telenovela y luego el noticiero. O quizá suceda que me harte de masturbarme aprovechando que tendré la casa para mí solo aquellas noches en que Jorge tenga ese turno en el trabajo y, como viene ocurriendo cada vez más seguido, encuentre alguien en el camión o en alguna calle inadvertida que quiera acompañarme a mi casa para consumar lo que quizá ya viene siendo hora de que haga más seguido. Chésare me ha hecho un regalo y lo he guardado en el clóset para cuando reúna el dinero suficiente para comprarme una videocasetera. Quizá tenga una cuando lleguen las vacaciones de invierno.
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Nevó. Por la noche pongo la cinta que me regaló Chésare y que no lleva etiquetas ni nada. Es la película Ciudad de ciegos y, como en mis repasos de todos los días, el director recorre la vida de un departamento con el pretexto de sus inquilinos. Ya estoy acompañando a mis abuelos y sus diez hijos en una sala de estar que preside una consola gigantesca, ya a mi madre sirviendo ron con coca cola en el departamento donde se quedó embarazada de mí entre colillas de cigarro y un tocadiscos de aguja desgastada, ya a mi padre que huye de casa mientras se fracturan las paredes durante el gran sismo para no volver a reunirse jamás. Me voy quedando dormido con mucho frío no sólo porque esta casa está en las afueras de la ciudad, rodeada de gélidos valles, sino porque apenas tengo muebles y cobijas que guarden el calor. Jorge no ha podido pagar la renta más y estoy solo de nuevo. En vez de contar ovejas recorro las baldosas de barro de la casa, los azulejos marinos del baño, el pretil de la cocina con su par de quemadores, las paredes amarillas de los patios, las litografías del calendario del año que termina y que, si reúno dinero, quizá deba mandar enmarcar...

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