sábado, agosto 12, 2017

La marcha del orgullo gay en Santa Teresa

Querido Jorge:

Todavía no hace todo el calor que suponíamos cuando decidí venir para acá, ¿recuerdas? Los preparativos para el viaje, las maletas, los abrigos europeos que se quedaron colgando de las percheras del Reino porque en este desierto resultarían totalmente inútiles (ello no fue completamente cierto, como quedó probado en febrero cuando se congelaron los cultivos de alrededor y los vidrios amanecieron cubiertos de un hielo finísimo; pero eso fue una excepción). Nos dijeron que hacia junio el calor sería peor que todo lo que hubiéramos conocido con anterioridad. Llegado junio, nos dijeron que en julio sería peor. Pero julio llegó y nos dijeron que esperáramos a agosto. La providencia ha querido que el crío y yo viviéramos en esta vieja casa sin aire acondicionado para mejor entender qué significa el calor. Una vez nos metimos juntos a la ducha con todo y ropa, antes de irnos a la cama: despertamos completamente secos y con la frente perlada de sudor. Curiosidad científica, supongo.
Curiosidad. La misma que me ha hecho recorrer las calles de nuevo en busca de chicos y a desentrañar con minuciosos patrullajes las zonas y horarios en donde puedo encontrarlos mejor dispuestos a mis inclinaciones. Plaza dieciocho de marzo, plano oriente, la calle Galeana o la California, los alrededores de la central camionera. Soy un gran geógrafo, ¿recuerdas? Desde pequeño adoro los mapas. Explorar, saber, hacer taxonomía. Pues bien: esta no es la ciudad del Reino con sus escandalosas discotecas y centros comerciales, con ese saludable anonimato que anima a los homosexuales a salir del clóset. Hoy he pensado en el poco mérito que tiene todo ello cuando ningún conocido te ve: ¿de verdad son libres y desprejuiciados quienes se exhiben de noche en zonas señaladas, quienes se circunscriben a guetos? Te apuesto a que la mitad de esos cuya exhuberancia te hacía estallar en carcajadas tanto como te excitaba tienen jornadas laborales ordinarias y discretas o, en el peor de los casos, vidas familiares contritas, hechas de padres y hermanos que dicen quererlos mucho mientras no hablen de su modo de vida ni se acerquen a los niños. Esto tampoco es una ciudad europea, desde luego. En aquellos sitios, como alguna vez te comenté, se entiende por mente abierta la capacidad hipócrita de guardarse las opiniones verdaderas que tenemos sobre los demás, mientras ellos, los otros, pasean libremente por los estrechos canales que dejaron despejados los ojos y la censura de las mayorías. Es ominoso. Salvo en la zona detrás de la mairie de París o el madrileño barrio de Chueca, no hay manera de ver una sola pareja de hombres de la mano. Cuando por fin se divisa alguna, las personas fingen no verlos mientras sus ojos giran hacia ellos; si encima hay una diferencia de edad notable, apenas resisten la tentación de girar la cabeza con desaprobación. Y olvídate de la banlieu parisina o las periferias de Madrid, donde es impensable semejante atrevimiento so pena de ser atacados como, curiosamente, no lo serían en el sureste mexicano donde las categorías sexuales son más bien difusas. Como en muchos otros rubros, también en materia sexual los europeos son extremadamente respetuosos de la ley: por supuesto que la homosexualidad no es un delito y que en no pocos países dos hombres pueden casarse o adoptar hijos, pero es una libertad de forma cuyo objeto es contenerlos y eventualmente apartarlos de la mayoría, proporcionándoles el espacio que sobra. Exactamente como con otras minorías, el europeo parece decir 'la discriminación de los negros está prohibida, pero no nos mezclamos con ellos porque nadie puede forzarnos y en el fondo seguimos teniendo miedo y repulsa', así que la tolerancia se traduce en compartimentalización: cada quien dentro de su aburrido perímetro con el trabajo como único espacio donde se tocan siempre tangencialmente. La libertad sexual latinoamericana, en cambio, es real: no espera leyes para salir a la calle ni pide que un hombre diga que es homosexual para ponerse de rodillas a practicar una felación: se ejerce. Medida en palabras puede parecer mezclada y turbia y ambigua, capaz de herir a los teóricos; pero no desmerece de sus lúbricos resultados prácticos.
Pero me estoy desviando, ¿verdad? Estarás esperando que te comparta algo más picante en vez de disquisiciones sociológicas improvisadas, ¿no? Ya habrás deducido que Santa Teresa, con todo y sus modestas dimensiones, no me ha decepcionado: gente de variadas condiciones se ha ido a mi cama à la mexicaine, es decir, sin considerandos: casados con hijos, jóvenes con novias, toxicómanos con lencería femenina puesta o dispositivos mecánicos imposibles de creer si no los hubiera visto. Los pueblos, ya se sabe, son tan atrevidos en lo privado como las grandes ciudades en sus escaparates nocturnos: es un error frecuente menospreciarlos. Casi no hay vida nocturna y una cochera de techos altos improvisada como bar hace de único local gay, pero ello no obsta para que en pleno mediodía uno pueda salir en el vehículo a abordar chicos más que dispuestos a subir al carro de un desconocido. De ahí en adelante ya depende de uno. Desde luego, están presentes todos los signos del provincialismo que me recuerdan a la ciudad del Reino hace veinte años: los hombres piden discreción, temen ser vistos, su lenguaje está plagado de eufemismos que les facilitan la tarea de no asumir lo que son. A mí me da igual, desde luego, en tanto abran las piernas. A la mayoría no vuelvo a verlos ni aunque me lo pidan. Store policy, me digo.
Quizá pienses que esta es una postura bastante cínica, pero optimista, de abordar el hecho de que nunca había estado en un sitio tan retrógrado en materia sexual. Puede ser. Pero déjame compartirte algo de lo que el crío y yo fuimos testigos esta mañana cuando nos disponíamos a hacer la despensa como todas los domingos. Si bien los habitantes del pueblo no se caracterizan por conducir sus vehículos de forma mínimamente eficaz ni segura, el tráfico cerca del mercado estaba particularmente lento, lo que me hizo preguntar a uno de los policías del área qué ocurría. 'Hay una marcha de jotos', me dijo riéndose. ¿Una marcha gay en Santa Teresa? ¿Uno de esos desfiles con carros profusamente decorados, hombres en ropa interior ajustada bailando y drag queens que lucen más esbeltas y femeninas que las ballenas locales? Estacioné el auto donde pude y, junto con el crío que ya soltaba pequeñas risitas de curiosidad nos acercamos a la marcha. Nadie se había reunido para verlos. Los transeúntes apenas hacían pausa o giraban la cabeza perezosamente para ver pasar el único carro de la marcha. Una veintena de hombres y mujeres sostenía cartulinas con letreros improvisados hechos a mano en los que se leían cosas como 'No discrimines' u 'Orgullo gay'. Algunos, quizá sobrepasados por el referido orgullo, se tapaban la cara con esas mismas cartulinas, lo que fue todavía más evidente cuando llegaron los del periódico local con cámaras fotográficas. El crío reía a carcajadas y yo no pude evitar reírme con él porque aquello me pareció ridículo comparado ya no con las marchas de Amsterdam o Berlín, sino con las de la ciudad del Reino. Pero luego lo pensé mejor: ¿no demostraban los miembros de esta patética marcha una mayor convicción y valentía que los de los sitios más cosmopolitas? ¿no hacían falta más huevos para hacerse visibles en un sitio con semejante modorra intelectual y moral, aún vestidos como obreros, que en las calles de San Francisco con las nalgas al aire y un jockstrap por única vestimenta? Ya lo creo, Jorge, ya lo creo.
No sé cuánto tiempo vaya a vivir en este lugar, querido amigo, pero por lo menos ha de ser hasta que el crío termine sus estudios. Veo remoto e indeseable que mi pareja se reúna conmigo, primero porque aún no estoy suficientemente asentado aquí, pero también porque estoy disfrutando mucho ser padre soltero. Te confieso que me emociona la perspectiva de reunir estudiantes en mi casa quizá los amigos del crío a beber cerveza y tocar música hasta tarde, discutiendo con la pasión generosa de quienes aún tienen la vida por delante, intentando contestar la única pregunta que vale la pena: ¿cómo vivir? Un fuerte abrazo, Jorge.

Luis

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