sábado, febrero 13, 2021

El escondite inglés

Había en Ciudad Natal durante mi infancia una tía divertida, preferida de mi madre, que se casó con un hombre divertido. Mi madre no deseaba los sermones de la hermana mayor ni el misticismo y mojigatería de las más jóvenes. Los varones no contaban, anulados como estaban por la violencia de mi abuelo que años después sería un hombre dulcísimo conmigo. Durante su breve soltería, una vez que quedó claro que no tenía el interés ni la capacidad para los estudios que tuvo su hermana mayor, mi madre aceptó a regañadientes hacer carreras breves en secretariado y enfermería, para gran preocupación de sus padres que temieron lo peor cuando ella tuvo que irse de la ciudad a un pueblo del sur con el pretexto del servicio social. Los lápices labiales confiscados, los alfileres con que se alzaba la falda, los restos de rímel en sus párpados, tuvieron de pronto un significado claro para mis abuelos, pero también para mi tía la divertida que desde entonces admiró a mi madre por los mismos motivos y se aprestó a ayudarla en su desdoblada vida, ya procurándole coartadas irrebatibles, ya poniéndola sobre aviso si podían descubrirla en sus excursos. Se hicieron amigas hasta donde podían serlo dos hermanas. 
La divertida espiaba a mi madre cuando la dejaban jugar al escondite inglés con los vecinos, burlando la regla de no doblar la esquina para verla manosearse con alguno de sus novios desde detrás de un coche o unos matorrales, sin importarle que el juego se retrasara por su prolongada ausencia y la llamaran a voces dándose por vencidos. Alguna vez la siguió hasta el interior de la vecindad de azulejos, donde luego de habituarse a la sombra del patio la descubrió entrando de la mano de un chico a una de las casas. Aguantando la respiración para no delatarse, miró a mi madre y al chico desnudos en el salón, desde el orificio de una cerradura. Su boca se secó y un silencio sordo se hizo en derredor suyo como si se hubiera sumergido en una piscina. No le dijo nada a mi madre acerca de lo que vio, pero en los días siguientes manchó la cama por primera vez. Se asomó al taller de mi abuelo con más frecuencia para ver a los trabajadores. Visitó a mis tíos en su habitación maloliente sin arredrarse ante sus quejas. Robó calzoncillos de los tendederos vecinos. Era encantadora y astuta. No le costaba, pues, manipular a los demás para sus fines, ocupados como estaban mis abuelos en reprender y amenazar a mi madre por lo que consideraban un comportamiento licencioso, e inocentes, si no idiotas, los niños y jóvenes con que convivía.
Consideró que era mejor dejar a mi madre el campo de los jóvenes y reservar para ella el campo de los niños, pues la intimidaba el recuerdo de lo que vio hacer a aquella en la vecindad de a la vuelta; no sería capaz, venía a decirse, de lidiar con una cosa semejante que debe doler infinito y hacer sentir el cuerpo como si se partiera en dos, mejor sus propias manos y la asistencia dócil de quienes ella escogiera, mejor el trueque de un beso en la mejilla por un dulce de anís, mejor tocar las nalgas a cambio de una ventaja inexistente la próxima vez que jugaran al escondite inglés. Fueron en vano las quejas de la hermana mayor que, aun entre gruesos tomos de anatomía y fisiología, aun detrás de sus grandes gafas y tras largas horas de estudio, había intuido que algo no iba bien con mi tía la divertida y quiso advertir a mi abuela a fin de que interviniera, quizá le faltaron las palabras precisas que no empleó por no escandalizar a mi abuela, quizá le hicieron entender de una forma cruel e injusta que ella no era la madre de su hermana y por tanto no debía ocuparse de esos asuntos, 'demasiada ropa tengo yo que lavar y planchar', le habría dicho mi abuela, 'como para ocuparme de tonterías, anda ponte a estudiar para que valga la pena mi sacrificio y el de tu padre, anda a tu pupitre y no molestes más que luego hay que fregar los pisos y lavar los cacharros y sacudir los muebles e ir al mercado, tu padre no está de muy buen humor y más vale que no acudas a él, sabes perfectamente que te cruzaría la cara si le insinúas siquiera algo de lo que has venido a decirme, en esta casa no pasan esas cosas y punto'. 
No tuvo pues, mi tía la divertida, que enfrentar ninguna consecuencia por su extraño comportamiento, no al menos mientras mi madre vivió con su familia acaparando los reproches y vergüenzas de la casa; pudo escudarse detrás de ella en las escasas ocasiones en que mis abuelos se percataron de sus escapadas, mucho más frecuentes de lo que ellos suponían, a casa de las Wilbur o de María Belleda, al Club Verde o al de Enfermería; consintió mi madre en que mi tía la acompañara en la esperanza de dividir la culpa y fue inútil; reían, sin embargo, luego de las broncas y los castigos, siempre para aquélla, nunca para ésta, que pudo así cultivar tranquilamente el carácter guasón más o menos simpático, picante y atrevido, que sólo la hermana mayor, ahora médico, veía con sospecha. Así fue su entrenamiento, sin novios conocidos, siempre rodeada de niños, tomando del mundo adulto lo que conviniera para mantener su séquito infantil, hasta que mi madre se fue a un pueblo del sur como pasante de enfermería. No le disgustó mayormente hallarse sola con las bobas de sus hermanas ni ver a los varones partir con mujeres igualmente sosas; aborrecía, sin embargo, verlos volver cada domingo para visitar a mis abuelos, con la vista baja y una conversación de monosílabos, también a su hermana mayor, ahora médico, que usaba cada vez más su creciente capacidad económica para explotar el sentimiento de culpa de sus padres. No extrañaba a mi madre, pero reconocía la necesidad de imitarla cuanto antes yéndose de la casa. ¿Pero cómo sin estudios ni matrimonio de por medio? Sin saber por qué, creyó hallar la respuesta en las excitantes noticias que un día llegaron del sur: mi madre estaba embarazada y no volvería a casa, sino a una pensión. Quería reír y hubo de contenerse porque mi abuela lloraba con la carta arrugada entre las manos. Quería romper en carcajadas, pero no lo hizo, cuando mi abuelo amenazaba con matar al responsable y, borracho, apuntaba al techo o los cacharros con una pistola oxidada y sin balas, mientras el resto de mis tías lloraban suplicándole que se calmara. 'Ridículas', pensó mi tía la divertida. 'Taradas', se dijo entre risas mientras recibía en la puerta los dedos de uno de sus niños más adictos. En las semanas siguientes averiguaría el nuevo domicilio de mi madre, la visitaría con frecuencia a la salida del bachillerato y le daría noticias de casa con las que poder burlarse de sus padres. 'Deberías casarte', le dijo mi madre un día por ningún motivo. 'Tú no estás casada', le respondió mi tía en tono burlón. 'Pero tengo a mi hijo', dijo mi madre acariciándose la inmensa barriga. 
Hubieron de pasar todavía seis años para que mi tía la divertida, siguiendo el consejo de mi madre, pero también el de sus propios instintos, se casara con un hombre divertido. De rostro aniñado y, desde luego, más joven que ella, mi tío hacía chistes y migas con sus cuñadas y sobrinos, un poco menos con mis abuelos que lo consideraban un payaso y casi ninguno con la hermana mayor, ahora médico especialista, que lo censuraba con dureza. Mientras no tuvo hijos, mi madre y sus hermanas bobas llevaban a los suyos a pasar algunos fines de semana con mi tía la divertida: 'Estaré sola porque él se irá a ver a mis suegros a la capital', decía por ejemplo, para luego agregar con voz aniñada, 'así que tráiganlos aunque sea para que me hagan compañía, ¿sí? ¿sí? ¡por favor! ¡no sean malas!'. Entonces nos hallábamos mis primos y yo, también mi hermana, primero en una casa que tenía un salón amplio con alfombra, un pequeño librero y tocadiscos, luego en un condominio con estudio, su segunda casa, al fondo de un andador más o menos privado. 'Qué bonitas pompis tienes', decía mi tía refiriéndose a mis nalgas, riendo para que entendiera que sólo estaba bromeando. Me sentaba entonces yo sobre la alfombra del salón de la primera casa o en el sillón del estudio de la segunda, y cogía un libro para no moverme más de ahí. Debía aburrirle con mis preguntas y comentarios acerca de los libros que leía, porque ella prefería la compañía de mis primos más pequeños que accedían a hacer todo lo que les pedía mientras ella no paraba de reír: mostrarles el trasero, besarse entre ellos, tocarse las chichis o la entrepierna. Mi hermana a veces se quedaba con ellos y me lo contaba todo, otras veces se quedaba conmigo aunque no pudiera leer más de cinco minutos sin salir corriendo de la habitación. A la risa de mis primos solían seguirle lagunas de silencio o murmullos en los que sólo reparaba después de varios minutos, a veces media hora si tenía los auriculares puestos con algún disco de Cri Cri, pero prefería seguir absorto a levantarme de mi asiento como no fuera para ir al baño (y sabía aguantar muy bien las ganas de orinar) o para ir a la cocina (donde había siempre pastelillos y chocolate caliente), después de todo confiaba en mi hermana para comunicarme aquello que valiera la pena no perderse (pero todo era perdible según mi joven criterio). Leía Miguel Strogoff y La pequeña Dorrit, El libro de la selva y Robinson Crusoe, pero también los libros que sobre fenómenos sobrenaturales y mil y un posiciones sexuales tenían mis divertidos tíos en sus estantes. Aprendí mucho, aunque también era muy sugestionable. Rechazaba por este motivo jugar al escondite inglés en casa de mi tía, pues temía que en el interior de un closet o ropero, debajo del lavadero o en los rincones oscuros del jardín, alguna de las apariciones descritas en el libro se materializara y me llevara consigo. Calmaba mi ansiedad masturbándome y mi tía protestaba porque acaparaba el cuarto de baño, de modo que pronto impuso la regla de que los chicos debíamos bañarnos juntos para ahorrar agua y con la puerta abierta para que ella no tuviera de qué preocuparse. Alguna vez quiso hacer un baño mixto, con todo y mis primas y hermana, pero me negué argumentando que tenía que consultarlo con mi madre: 'no es necesario, dejémoslo', dijo mi tía divertida, riendo y ofreciendo chocolate caliente. Alguna vez llegó su marido antes de lo esperado y mi tía lo riñó. Desde la mecedora del estudio donde me había puesto a leer, hube de bajarme los auriculares sólo para captar palabras aisladas: 'no es tu asunto', 'ya habíamos hablado', 'debes involucrarte más', 'es mi dinero'. Me sorprendió comprobar que algunas veces mis tíos no eran divertidos. 
Nosotros crecimos. Ellos tuvieron sus propios hijos. Sus hijos tuvieron otros primos de su edad. Ya nunca coincidimos. Mi prima, su hija, conociendo mi afición por los recuerdos, me ha llamado desde Ciudad Natal para decirme que, si no quiero quedarme con ellos, echará a la basura los discos (no tiene ya dónde tocarlos y no le interesan) y videocassettes (¿pero quién tiene ya dónde reproducirlos?) con las grabaciones caseras de su ahora fallecida madre, mi tía divertida. He pagado por su envío hasta Santa Teresa y, ahora que han llegado, surgen aquí y allá imágenes de la vida familiar de mi tía la divertida, a veces sola con sus hijos, a veces con los primos de la edad de éstos, a veces con su marido haciendo de camarógrafo: 'vamos, dale un beso y un abrazo a tu hermana, sí, así, no seas payaso, no huele mal, muy bien chiquitín, ¿ya viste el culito de tu primo? ¡qué bonito es!, ¡a que sí! voltea a ver a tu tío, ¿ya viste lo que tiene ahí? ¡qué grande, eh! vamos a apagar esto y nos vamos todos a jugar al escondite inglés, ¿eh? ¿qué tal?'

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