domingo, enero 31, 2021

Historia de perros

Perros, ¿queréis vivir eternamente?
Fritz Wöss

De las mesetas occidentales que rodean las últimas montañas de la sierra, el Crío de entre los cañaverales y el Enano de la favela, bajaron un día hacia el corredor costero del noroeste y emigraron hacia el norte hasta instalarse en el valle de Santa Teresa, una plancha desprotegida entre un golfo estancado y una muralla de picos, donde fueron acogidos con curiosidad y escepticismo por la población recelosa, primero en una habitación cerca de la empresa de Práctico a donde fueron a estudiar y trabajar, luego en una casa inquietantemente parecida a la otrora fundacional de Santa María Tequepexpan con muebles rústicos y un cintillo decorativo que recorría las paredes de la sala, a poca distancia un canal y luego otro a lo largo de los cuales corría la carretera donde el Peregrino blanco hizo sus primeros recorridos conducido por el Enano que se empeñó inútilmente —como en tantas otras cosas— en enseñar al Crío a conducir, ni borracheras ni convivencias pudieron sacar a éste de su cordial parsimonia, no los animales salvajes a punto de extinguirse en la empresa de Práctico para ser sustituidos por criaturas asexuales sin asideros, no el ejemplo del Enano que recorría alegremente las calles polarizadas para liberar a jóvenes sombras de sus urgentes efluvios, lo mismo en la casa de muebles rústicos y rosas negras que en la infestada de ratones a un lado del callejón, lo mismo en oscuros descampados de la periferia que en la casa de dos pisos cuyo patio de adoquines vigilaban tres indios incrustados en la pared de ladrillos, tres las mudanzas necesarias para concluir un ciclo convergente de peregrinaciones, siete los meses transcurridos en completarlas con la consecuente domesticación de la aventura inicial y la insinuación cada vez más sostenida de una institución que amenazaba en la distancia, así acumulaban deudas en alguna contabilidad oculta el Crío y el Enano, lo mismo por desperdicio que por abuso, cuando al fugaz enamoramiento etílico y foráneo del primer año lo sustituyó el también alcohólico pero colectivo del segundo, la incestuosa paternidad repartida en cuatro víctimas mortales ofrecidas por Práctico, con el pretexto de la ciencia, para su masticación y procesamiento, modo elegante e inesperado de encaminar al Crío hacia la madurez por abandono mientras se ensayan sucesivamente la amistad patológica, el intrigante hermetismo, el compadrazgo impensable y el acompañamiento testimonial, dos años o tres de preparación para la isla geográfica y sentimental, con océano o tierra de por medio, de los que se van pero también del que se queda, el Enano a la vez solo y acompañado por la institución que baja finalmente desde la meseta para ocupar un lugar que ya no es suyo, así lo descubren poco a poco a través de señales ominosas como la de un hombre que se aleja hasta volverse un punto en una playa de arenas blancas y remotas, un dolor de muelas de difícil extracción en la soledad más bien fétida de la semana grande, la rendición y posterior entierro bajo una bugambilia del can que guardaba la memoria de su juventud, anticipaciones todas que no supieron leer ni conjuraron como si de antiguos faraones se tratara, advertencias del cielo o de los libros que no les hicieron marcar la puerta de su casa con sangre de cordero ni huir del valle de Santa Teresa sembrado de cuerpos desmembrados, envés de la superficie por la que transitaban y desde cuyo seno inescrutable llegó el cataclismo que acabó con el incipiente hombre que era el Crío en mitad de un día de primavera, atrás dejó sólo un par de calcetines y una caja de curación para un hombre súbitamente envejecido que ya no bebía para celebrar la vida ni recorría las calles para salvar a los cuerpos de su virginidad, sino para adormecerse en los brazos de la institución cada vez más impotente y desorientada, gran paliativo de viajes y bienes materiales, de una nueva y asfixiante casa, de dos perras secuestradas, así los encontró una nueva tentación de oponer el sexo a la muerte con pretextos vagamente fraternos, ya no como en el caso de los cuatro perros ahora perdidos en sus islas respectivas, ya no como en las primeras generaciones de esa camisa de fuerza que para los miembros de la empresa diseñaron Práctico y el Enano, acaso creyó este último que las cuentas estaban saldadas y que la vida le estaba en deuda, pero se enredó torpemente en sus afectos y ambigüedades, en sus compromisos y campos, hasta que la inmoralidad le abrió las piernas del Único y el valle de Santa Teresa dejó de ser extranjero y la institución se derrumbó como lo hicieron las murallas de Jericó con el terremoto de ese año, más señales de que las plagas no habían terminado aún de cernirse sobre él y de que sus nuevos pecados no se lavaban escapando del país por seis meses ni volviendo luego anónimamente para esgrimir el amor entre Único y él como justificación última del elevado endeudamiento moral de esos años, un amor ferozmente mordido y cuestionado, sujeto a mentiras y negociaciones y cálculos, enmarcado por el desplazamiento del poder político hacia la ignominia y la posverdad, de la carne humana hacia las pantallas y los artilugios por causa de la nueva peste, Práctico habría de caer víctima de ésta para mejor significar el completo agotamiento de las razones originales que lo trajeron a Santa Teresa, acaso la necesidad de un nuevo pacto fundacional o un nuevo viaje, ¿pero qué desiertos quedan luego del desierto? ¿hacia dónde hay que mirar en busca de signos? ¿hay vida después de la muerte?

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