domingo, enero 24, 2021

El homosexual necrológico la emprende de nuevo

A continuación extractos de su diario de juventud que prueban, aún involuntariamente y sin lugar a dudas, su megalomanía, su contradicción intelectual y moral, y su absurda noción del "deber ser" por encima del ser que emerge irremediablemente de sus apuradas palabras, pero sobre todo, de sus torpes ocultamientos. Otro enero de otro siglo.

Silencio de rareza, de fúnebre incomprensión. En el andén me repito que no sé pensar en algo más profundo. Es justo uno de esos momentos en que todo parece estar en blanco porque la retención no va más allá de los últimos tres minutos. Se vuelve imposible recordar, pero un regusto de cenizas nos advierte de recientes incendios, y aunque es totalmente inútil reconstruir los hechos (además de inalcanzable), en el fondo se conoce una tragedia, en la intimidad se oyen como murmullos lo que recientemente fueron los gritos desesperados de la conciencia.
El amanecer fue poluto como mi paz o mi entendimiento. Sólo a este punto llegan hoy mis comentarios atmosféricos. En un afán casi enfermizo pero honesto por comprender el mundo, por percibir en todas sus caras y aristas el poliedro que forman los humanos que me rodean, en ese afán me he desgarrado, me he separado de mí mismo y a la vez me he vuelto a integrar con las nuevas verdades, conocimientos y opiniones. Es demasiado simple pensar que no ha sido fácil, pero no por simple menos cierto.
Y ahora recupero algo fundamental, trato de ordenarme. Cada nuevo encuentro, cada nueva sacudida, cada crisis que estalla entre mis manos me enseña, me parte, me precisa. Me recupero yo mismo a cada paso y esto no es literatura porque identifico mejor los abismos, las piedras que se estrellan miserables y certeras en mi rostro, reconozco y emerjo de las sombras con un cuerpo moral y filosófico más amplio y definido, mas no por definido acabado, no por definido sujeto o claro.
El problema filosófico, el problema moral, lejos de estar resuelto amplía sus expectativas, pero con todo y el espectacular aumento de ideas, teorías y conclusiones en ningún modo definitivas, el carácter esencial de la vida descansa cada vez más en menos pero más elementales principios. Esto es un fenómeno de simplificación y depuración convergente del que no puedo menos que sentirme satisfecho.
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El colegio tridentino varonil fue un hueco que se llenó desde fuera. Nada ni nadie trascendió en forma alguna. Sobre las butacas, en la última clase de algo que osó llamarse Antropología Filosófica o Metafísica, cada uno escribió en una hoja la opinión o mensaje que más le placiera sobre cada uno de los demás compañeros. La idea era evidentemente inútil, una especie de colofón en virtud de que todos terminaban ese día el bachillerato, un colofón crítico que despertaba opiniones y calificativos diversos: divertido, tonto, sano, imbécil.
Y se reunieron las advertencias: “creo que eres buena onda, pero...”, “hubiera querido que... pero siempre fuiste...”, “deberías hacer... y evitar...”. Una o dos réplicas de confianza por muchas señales de humo en tono de emergencia, de consejo grave o hasta insulto (finalmente todo terminaba ¿no? ¿qué más daba? ). Había que decir algo, pero no cualquier cosa, algo auténtico, algo original para estos hijos de papi que lo tenían todo, pero todos sabían que no tenía siquiera el sentido anecdótico de ahora. Todos sabían.
Bomar y sus amigos llenaron el hueco de tanto estudio. Con la inocencia de un niño de diez en un cuerpo de dieciséis y la lectura de uno de cuarenta, yo los recibía con gran libertad, con absoluta independencia. Al final ni lo uno ni lo otro. Aprendizaje de una época de comunión y certeza, de gratitud y esperanza, de congruencia y fe... ¿quién necesita más? A Bomar lo rebasé por la derecha y cuando pensé haberlo rebasado me di cuenta que yo ya estaba en otro camino. Y él, en la distancia cada vez mayor de los años, igual que su precedente, Dulcino, se disuelve y se mira como mera transición, pura cáscara de un huevo que comimos muy temprano, anécdota (ésta sí) que parece conceder superficialidad a lo que era, en realidad, la primera noticia de una piedra en el zapato todavía más antigua y ahora, más actual que nunca.
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El día sigue pasando y ya voy de regreso. Nadie agradece nada, eso ya se sabe. Ni tiene por qué. Cuesta trabajo creer en una vida de total desprendimiento y entrega a los demás igual que en una vida de absoluta independencia Esperar algo, tangible o intangible, es una actitud muy natural. En el espeso contraste de estos días me veo oscilar entre la entrega y la enajenación, la renuncia y el egoísmo. Dualidades insalvables, parteaguas cíclicos, líneas que con aparentes cambios son siempre las mismas como un conjunto de Mandelbrot infinitamente recursivo.
Empiezo a entender no así a abrazar la lógica humana dual, intrínsecamente contradictoria y sin menoscabo de construir ideas y pensamientos “lógicos”, caldo de cultivo propicio de sentimientos de toda especie igualmente contradictorios. Pero este entendimiento comprobado directamente en ciertas predicciones mayoritariamente cumplidas ha tenido un precio: el precio del dolor clarísimo, el precio de la inocencia decapitada., el precio del tiempo de niñez y juventud parcialmente sacrificado.
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No me he podido desprender de la dignidad de los números romanos y vuelvo a titular otra nota necrológica con numeración romana. Probablemente lo que escribo sea cada vez menos inteligible en virtud de que son ya las tres y treinta y dos de la mañana y estoy extraordinariamente cansado, pero trataré de ser fiel al oficio que exige la mayor precisión posible. Vamos esta vez a mil novecientos noventa y cuatro, año de grandes transformaciones y del Mundial de Fútbol, pero bueno, estamos en el contexto personal y el mencionar el Mundial no tiene aquí cabida alguna.
Entre las cervezas tiradas dentro del carro y a lo largo del camino fijo que se trazaban, los marginados experimentaban una manera de vida bastante usual pero que en esos momentos lucía como regalo recién estrenado, como una verdadera afrenta al modo de vida convencional, como una locura, una catarsis por la que todos se sometían voluntariamente a pasar, un momento que se fue volviendo cada vez más breve hasta extinguirse de manera absoluta y convertirse en regusto de la singularidad de una época o la sensación de que era singular. En esos momentos...
También fueron transición y espacio temporal. ¿Hay algo que realmente quede después de una vida humana? Ninguno de nosotros ha muerto y sin embargo aquellas estructuras mentales están completamente fenecidas. La institución que en su momento comportaron los marginados se ha vuelto nuevamente anécdota, contemplación de un estilo de vida que sin el dinero y la irresponsabilidad suficientes sería imposible sostener. De la conciencia ganada en ese juego cínico y de alto riesgo casi todos hicieron caso omiso. Y es que olvidaba de manera imperdonable que mis amigos fueron y hasta donde alcanzo a ver seguirán siendo gente bien, gente acomodada, miembros de una clase pudiente y honorable, miembros de una clase de teenagers que podían darse el lujo de unos cuántos años chupando alcohol y probando distintas drogas mientras sus padres gastaban miles de pesos (de los nuevos) en colegiaturas y hasta en clínicas de recuperación donde también pudieron adquirir por módicas cantidades fe, temor de Dios, el Dios mismo y un esquema de vida donde quedaron perfectamente establecidas las causas de sus comportamientos, causas que, desde luego, no son imputables a la maldad de cada uno de ellos ni a cosa semejante. Nada de eso. Se trata de “experiencias” por las que uno debe de pasar “para apreciar la vida”. ¡Claro! La lógica humana, viéndolo bien, no es tan irracional, o mejor dicho, “loco sí, pero no pendejo”.
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La madrugada está llegando a límites insoportables. No creo aguantar otra reflexión más pero vayan dos últimas notas. La presente que es tema analítico y la última nota necrológica. Bueno, tal vez ensaye otra reflexión final, pero será la última.
Entre algunas de las no pocas cosas de mi vida en que guardo cierta ambivalencia, se encuentra el hecho de que un día me manifiesto seguro y al día siguiente me encuentro completamente cuestionado. En realidad no es tan simple. En el fondo lo que ocurre es que no tengo la cabeza tan pétrea como para no cambiar de opinión. Y una de mis virtudes ha consistido en mamar hasta la médula los objetos de mi interés. Y “beber hasta la médula” significa fajarse los pantalones y vivir en carne propia los acontecimientos, causas y consecuencias. Al final, como es obvio, incorporo a mi esencia aquello que considero de mi propiedad.
Desde luego todo lleva la precisión de la congruencia con mis principios, aquellos mismos que en párrafos anteriores dije que eran cada vez menos, pero más básicos. Y es que un principio se dice tal precisamente por el carácter que tiene de base, de origen, y por origen, un principio es también un generador, una piedra angular del edificio de nuestra estructura. A partir de los principios puede derivarse la validez o invalidez de algo frente a mi propio sistema. Desde luego no tiene la deseable precisión matemática y hay asuntos controversiales y dilemas que son el trabajo arduo de mi teoría, el aspecto inacabado, el trabajo que resta por hacer y que, con toda seguridad, nunca estará terminado.
De modo que, chillen putas, no habrá divergencia al final, no habrá caos sin leyes, relatividad sin ecuaciones, teorías de integración sin claridad, principios de incertidumbre sin el rigor de la mecánica cuántica. Hasta para explicar los desórdenes se ocupa consistencia, rigurosa razón. Esto me recuerda la recomendación daliniana: “Pintor: no te esfuerces por pintar terriblemente mal. Si eres mediocre, por muy mal que te hayas esforzado en pintar, se notará enseguida que eres mediocre”. Tenía razón.
Y vuelvo a repetirlo con mayor claridad para los que no escucharon lo suficientemente bien: no habrá divergencia final. La consciencia tiene tres caminos: el retroceso cobarde, la perdición total o la gloria inagotable de la reconquista de la fe en congruencia con la propia consciencia. Yo lucho en el último sentido, pero obvio es no he terminado de ponerme en el camino. (Ojo: la meta no existe porque el camino es asintótico, es decir, converge pero no se alcanza).
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a. En los Altos el Chivo me confiesa que él también trataba de encontrar amigos en Ciudad Natal, pero creo que en el entusiasmo de su confesión escucho que no se siente satisfecho y que me toma a mí con la suficiente confianza como para cumplir ese requerimiento. Por supuesto que quiero ser su amigo. Los cigarros se consumen, los abrazos se intuyen pero nunca llegan. La habitación encierra la misma fantasía de Bomar y los marginados. La misma necrología. Pero pocas veces fue tan auténtica.
b. Durante el viaje a la costa el Chivo se mostró muy distante, pero cuando me vio borracho y llorando me fue a ver y me pidió alivianarme, me dio un abrazo y pese a que sabía que todo estaba perdido, me sentí muy bien. En las semanas siguientes mis idealizaciones caerían de manera natural porque el arte de la levitación sigue siendo, todavía, un manifiesto fraude y una mentira total. Separar los pies de la tierra, aunque sea con la mente, es una violación universal que se paga bastante caro. Lo sé bien, pero también soy idealista empedernido (¿o un astuto hombre anidado en sí mismo de modo que se engaña de manera perfecta?).
c. El Chivo me dijo en septiembre que me tenía mucha confianza, pero, evidentemente, yo ya no lo veía igual. Ahora lo veía con gran ponderación, con sumo equilibrio, con una distancia prudente y maravillosamente exacta. No era el salvador que me enseñaría a rezar como pensé el año anterior, tampoco era el hijo de puta que me denunció a las autoridades de la universidad privada desglosando con mucha torpeza mi ideología subversiva; era simplemente el amigo que tenía enfrente esa noche de fiesta donde se manoseó sabrosamente con una mujer que todavía recuerdo, pero cuyo nombre me es ya un misterio.
d. Hoy lo volví a ver. Frente a su tumba quise encender un cigarro, conversar. Estaba aturdido porque venía dolido de otra nota necrológica reciente, venía sofocado por el viaje repentino que me decidí hacer hasta los Altos, venía algo confundido porque caminé mucho para dar con el panteón municipal, pese a que el año pasado había venido. El Chivo no contesta, no protege, no maldice. Durante el año pasado opiné de él mientras él se descomponía en esa tumba desde diciembre antepasado. Al principio lo miré como el Primer Ángel Protector de mi vida, la primera persona realmente cercana que había ido a parar con Dios y que se encargaría de protegerme mágicamente. Luego perdí la noción de Dios de una manera cruel y dolorosa, extraordinariamente impresionante y que no vale la pena desglosar ahora. Los escalofriantes hechos del año pasado los atribuí casi exclusivamente al Chivo. Era “su maldición” la causante de todas esas catástrofes, todos esos pequeños infiernos que viví en un año tan dramático y bellamente trágico. Pero ahora estaba frente a su tumba de nueva cuenta, e igual que en aquel septiembre durante la fiesta de la mujer que todavía recuerdo, pero cuyo nombre me es ya un misterio, el Chivo se me presentó con claridad, con el mismo equilibrio y la misma prudente distancia: es simplemente mi amigo muerto. No maldice, no bendice, es mi amigo muerto que ahora ya tenía su nombre en una lápida, que provocaba el llanto de sus padres cuando recibieron mi visita deshaciéndose en recuerdos, que me traía el espejo de otra renovación, otro paso más en mi construcción personal de vida. ¿Otra nota necrológica? Espero después de la más reciente no vuelva a haber una sola más. Sea por amor. Todo sea.
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Y finalmente no podemos declararnos fuera. Soy otra vez e igual que todos en mayor o menor medida, combinación de algo muy mío y las circunstancias que me han tocado vivir, hechas, naturalmente, de personas, hechos y cosas. Creo que a estas alturas del texto estoy más susceptible de perder objetividad o caer en delirios autoalabatorios. Nada de eso, debo ser lo más objetivo posible y portarme como un profesional. Nada más eso faltaba. Hay que dejar hablar a la verdad, la verdad simple y llana que es siempre humilde y soberana.
¿Cuáles son las razones de mi vida? Imposible decir que es algo simple. Durante esta misma transición entre la noche y la madrugada un compañero muy admirable me decía que su vida se reducía a dos objetivos en una simplificación máxima: una misión y una mujer. Lo primero tenía que ver con lo que quería hacer en el mundo: lo segundo, con el amor. Ambas cosas son también una reducción posible de mi esquema. En la misión está la ciencia, está mi país, están las gentes que me rodean. ¿Qué me estimula a ello? No lo sé con certeza y tal vez miento si digo que es algo enteramente desinteresado, aunque casi siempre consigo que sea desinteresado y con la respuesta que obtengo de la gente me basta y sobra. Un solo gesto realmente humano me llena de orgullo. ¿Qué guardo para mí? Mis reflexiones, mi manera de ser que se enriquece. No es como han pensado los estúpidos que quiero ser combinación lineal de todos. Eso es demasiado imbécil y no demuestra sino un análisis superficial de mi espectro. Sólo falta la mujer y el reto más grande de toda mi vida. Lo que ocurra en delante será fundamental, la gloria o el fracaso, el triunfo o la ignominia. Pero difícilmente voy a renunciar mientras tenga vida. Siempre he sido, irremediablemente, terco. Y nunca me había sentido tan orgulloso de ser como soy, pero sobre todo, de querer ser como quiero verme al final.

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