domingo, noviembre 06, 2016

Traiciones

La sinceridad es imposible, según me enseñaron mis padres. Asumo que mis abuelos debieron enseñarles a ellos a comportarse debidamente y, al hacerlo, igual que ellos a mí, consiguieron convertirlos en personas normales que vivirían el resto de sus vidas interpretando papeles lo más naturalmente posible y, al mismo tiempo, cuidando naturalmente el artificio. Existe la idiotez, qué duda cabe, que todo lo facilita y hace que lo más abyecto sea interpretado eficazmente sin que una persona consciente deba parapetarse detrás de la máscara como el autor deliberado de los gestos externos y las palabras externas y los sentimientos adecuados. Pero sea por estulticia o cálculo, lo que vemos es la escenificación de ideas y sentimientos que casi nunca responden a la verdad o que, si lo hacen, no son capaces de hacerlo sin reticencias y matices, sin deformaciones y dobleces. Que conste que no hablo de lo que obviamente exige ser falsificado: una reunión de negocios, un juego de ajedrez, la labia tramposa de quien intenta sacar ventaja de otra persona. La sinceridad es imposible en todos los terrenos, absolutamente, incluidos aquellos que nos son más caros, pensaba la otra vez al doblar la esquina de la casa mientras apagaba el cigarrillo pisándolo decididamente y me echaba una menta en la boca para no apestar. Acababa de despedirme de ese laboratorista que me dobla la edad y que se empeña patéticamente en que utilice sus servicios. 'Puedes llamarme para lo que sea', me ha dicho, 'sabes que cuentas conmigo', y yo he encontrado sus declaraciones molestas y engorrosas aunque he fingido agradecerlas al tiempo en que he puesto un rostro comprensivo y una mirada que bien podría calificarse de amistosa. Cuando he necesitado consultarlo por alguna tarea con la que él está perfectamente familiarizado, sin embargo, no lo he buscado. Cuando he querido hablar con alguien, fuese algo personal o profesional, habiéndome pasado su persona por la cabeza, sus ofrecimientos, su disposición, no he cedido. Habiendo perdido diversos beneficios por no echar mano de su ayuda, prefiero seguirlos perdiendo a buscarlo. No es que encuentre su disposición impostada ni que, como ha ocurrido con otras personas, se trate de un regalo envenenado que me acarreará más perjuicio que beneficio, una ayuda hecha para apropiarse del otro a través de una factura aplazada de altísimos intereses. No es que sea insoportable: es un amigo y encuentro útil su amistad, siempre que no me demande demasiado tiempo. Es mi educación la única responsable de mi actitud, la que encuentra intolerable a la gente que como él no se aviene con las formas convenidas de trato y lenguaje, la que se ve obligada a asumir que él también está fingiendo. El de él es un fingimiento refinado y atrevido que no se arredra ante las dificultades, una locura cuya excesiva franqueza es prueba de que debe ser falsa. Se empeña en esgrimir la verdad como bandera, pero es claro que se cuida de soltar sus verdaderas opiniones, no vayamos sus escasos amigos a hacerle el vacío. Por supuesto que finge, pero no sólo eso, sino que como todas las personas, también desea obtener algo. Quiere utilizarme como su amigo. Quiere utilizarme como una persona de confianza, sin considerar si lo soy realmente o si puedo o quiero serlo para él. Es un gran amigo al que no puedo perder, qué duda cabe, pero al que debo mantener con dosis adecuadas de verdad y mentira. U omisión, como dicta el mea culpa católico, ese que me enseñaron en casa, donde seguramente saben desde hace tiempo que fumo de vez en cuando y fingen no saberlo. Es imposible que lo ignoren porque el olor del tabaco no puede desaparecer en el trayecto de ocho casas que separan la esquina de mi puerta, ni en el trayecto más o menos errático e inquietante de un coche sin placas por la siniestra Santa Teresa, ni siquiera luego de pernoctar en casa del laboratorista con la misma ropa que llevaba puesta el día anterior. No obstante, nadie me dice nada, dando por sentado que no fumo y que soy un chico sano, como no duda en calificarme mi madre frente a otros familiares o amigos. Un buen hijo, dice ella con la aquiescencia de mi padre que vive anulado desde hace muchos años y cuyas opiniones se limitan a escrutar el clima y acotar la televisión. Ellos no desean conocerme aunque me conozcan ni desean saltarse el guión aunque éste no se corresponda con la verdad: exigen una reproducción fidedigna y civilizada del mismo para continuar funcionando. Ignoro si su actitud es producto de una evolución que reconoce en la verdad una entelequia cuyo espejismo debe evitarse a toda costa o bien es la consciencia de que aquélla existe lo que la hace peligrosa. Es imposible saber cuáles son sus deseos en relación conmigo, pero sí que puedo conocer lo que desean para mi avatar, para con el hijo irreal que entre todos estamos construyendo, el que no fuma, el que hace obsequios, el que piensa en los demás. El guapo, el inteligente, el de grandes sentimientos. Desean lo mejor, ese resumen indefinible y acomodaticio que ahorra pensar. Desean mi bien, aunque luego no se molesten en rellenar semejante perogrullada con nada. No son ellos los únicos que disponen de un personaje ad hoc porque yo también tengo otras relaciones que exigen su propio guión. Amigos. Una novia. Todos los argumentos tienen en común, sin embargo, un grado nada despreciable de impostura que, como exige la sociedad a la que no podemos sustraernos, debe presentarse como todo lo contrario, es decir, como veracidad y virtud. Se presentan así, incluso, las discusiones y desavenencias, los conflictos y las discrepancias, un ritual como el del apareamiento las gobierna e integra de manera que no sean manifestaciones de verdadero desacuerdo, mucho menos de algo que escapa a la alienación reinante. De ahí que de vez en vez mi noviazgo deba incluir el intercambio de amargas divergencias a las que luego allanan no menos predecibles acuerdos. No sé si ella o yo o algo superior a nosotros dirige los diálogos hacia esos contenidos tan deleznables como imprescindibles, las palabras románticas absolutamente increíbles, repartidas un tanto para ella, otro tanto para mí, a veces nuestra conducta toda dictada por los testigos que nos acompañan; si sus padres, recato mustio y formalidad para que ellos jueguen a romper el hielo con ridículas condescendencias; si los míos, ambiente doméstico como de quienes ya saben que un día estarán casados y otro día tendrán hijos a los que transmitir las mismas enseñanzas y a los que reconocerles las mismas excepciones; si sus amigos, nos vestimos de liberalidad y hedonismo; si los míos, nos vestimos de hondura y cabalidad. Hay quien dice que sólo el sexo es verdadero, pero es mentira. Como el propio laboratorista me lo señalara poco antes de que yo bajara del carro, todavía con el cigarro encendido, no son escasas las personas incapaces de una desnudez verdadera aún en la cama, donde el gemido o la eyaculación son sólo el resultado de malos entendidos fundamentales. 'Dos personas que se mienten para abstraerse por unos segundos si el sexo ha sido satisfactorio, o que, si no, se concentran en el egoísmo del otro tratando de colmar con sus sevicias una desigualdad profunda e irreconocida'. 
Negué con la cabeza estando de acuerdo.

No hay comentarios: