lunes, diciembre 21, 2020

Velis nolis

How peaceful life would be without love, Adso. How safe... how tranquil... and how dull.
—Name of the rose, 1980.

Mis escasos amigos, todos modernos, aman desde el descreimiento y la practicidad. No están siempre a salvo, pues abrigan en el fondo deseos de permanencia y reciprocidad que sólo se reconocen cada cierto tiempo cuando la realidad no se aviene a sus deseos y les propina algún pinchazo que los saca, aún brevemente, de su presunta serenidad. En esos casos, los más firmes se reponen de su momentánea contrariedad acudiendo al expediente más o menos oriental —tantas veces hipocresía, tantas sólo aspiración del desapego; los menos fuertes, por una mezcla de decoro y vergüenza, se sustraen por un tiempo a la vista de los demás hasta que se recomponen y encuentran presentables. Ya no tengo amigos que se pierdan por motivos baladíes. Porque no tengo muchos. Porque están bien escogidos. Porque son inteligentes. Porque son fuertes. Porque están heridos mortalmente. Porque están convertidos en vegetales o minerales. Porque nunca tuvieron grandes ideas o las desecharon en favor de un presente eterno, sin pasado ni futuro. Porque rechazan la memoria y la fantasía. Porque tienen experiencia y callan. Porque temen ser divisados y hablan: del clima, de cuentas, de chistes y actualidad. 
Yo desearía poder hacer como ellos, pero soy demasiado occidental como para traicionar la larga tradición de pensar y sentir. Por mucho que del oriente se hayan adoptado algunos gestos superficiales hasta hacerlos parte del bagaje occidental moderno, alegando que con ello la vida es más disfrutable y los problemas resbalan sin apenas distraernos tiempo o energías, no me siento capaz de alienarme hasta un punto semejante. No me creo, además, que el oriente verdadero proponga semejante indiferencia como forma de vida; esta simplificación debe ser sólo una deformación occidental que se ha hecho empatar con el abandono de la religión firme y la relativización moral: la falta de fe —en Dios, desde luego, pero también en cualquiera de sus sucedáneos como el amor o la lealtad— entendida como liberación; el encumbramiento del instante en menoscabo del pasado y todavía más del futuro— reputado como la mayor integración posible y deseable al fluir del universo; la renuncia al conflicto —y por tanto a la defensa o combate de puntos de vista— considerada como sinónimo de armonía y sensatez. 
Mis amigos son pues amañados orientalistas que han conseguido saltar a las formas más frías de la mentalidad occidental moderna sin pagar el precio de reflexionarlas. No les reprocho el atajo, pues si bien semejante operación me los ha robado para todo lo que no sean favores concretos (y ya es bastante disponer de una mano cuando se la necesita), ello ha sido resultado de su incapacidad para tolerar el sufrimiento: el de la decepción amorosa y la soledad, el de la amistad traicionada o inexplicablemente concluida, el de las expectativas largamente acariciadas hasta sentir que estaban al alcance de la mano sólo para que no encontraran nunca cabal cumplimiento. Cansados de barajar, han erigido la alegría superficial en parapeto contra cualquier forma de razonamiento —una pérdida de tiempo, un engorro infructuoso y agotador y así, sin recorrer los diversos estancos del pensamiento moderno occidental, han creído instalarse en él sólo porque apuran el trago del momento, como si la comunión con el mundo consistiera en arder inconscientemente junto con él, sin responsabilidad ni consecuencias. ¿Qué liberación supone no disponer de la esperanza o el recuerdo como motor? ¿Qué integración es posible desde una burbuja impermeable al pensamiento o la emoción asentados? ¿Qué verdad puede haber en la paz conseguida a fuerza de callar y sonreír? 
En mi pensamiento y experiencia, en mi sensibilidad más depurada del envilecimiento causado por la falta de talento para oponer la virtud al acoso degradante de la vida diaria, Oriente y Occidente no discrepan, antes bien, danzan juntos invitándome a su círculo. Yo los persigo como a una mariposa en un campo fresco y soleado. Ahí el amor no es sólo ley ni orgasmo, la amistad no se agota en el acompañamiento o la fiesta, la libertad no se consigue renunciando a la palabra. En ese lugar entrevisto a través de la poesía y en los ojos del otro cuando no ha tenido más remedio que abandonarse a la verdad —el reconocimiento, la comunión la unidad es perfecta y los contrarios se integran, se trascienden. ¿Cómo podría renunciar a la belleza para no sufrir? ¿Cómo sin morir en ese mismo instante? No puedo.

1 comentario:

lightweight summer comforter dijo...

En mi pensamiento y experiencia, en mi sensibilidad más depurada del envilecimiento causado por la falta de talento para oponer la virtud al acoso degradante de la vida diaria, Oriente y Occidente no discrepan, antes bien, danzan juntos invitándome a su círculo. Yo los pe
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