Quienquiera que sea el hombre que ahora entra
en casa, cuelga la chaqueta, besa a su hijo y luego descubre que su esposa no
se encuentra, tiene un aire resignado y poco dispuesto a las sorpresas. Le
extraña que la puerta trasera esté entreabierta, que haya un vaso roto —los
añicos cuidadosamente reunidos dentro del muñón vidrioso— en la cocina,
que sobre la estufa sólo esté el caldo helado del día anterior. En la planta
alta no hay nadie, pero tampoco cosas de las qué extrañarse. La habitación
donde solía pintar sigue intacta, con su caballete ya no tan tenso —seis
meses desde que se vio obligado a trabajar en el supermercado y no ha podido
reunir las fuerzas para reanudar lo suspendido en el poco tiempo libre que le
queda— y el fuerte olor a aceite de linaza y trementina. Dos pensamientos le
hacen bajar deprisa con una súbita punzada en el estómago, como si unos
segundos pudieran salvar varias horas: que el niño lleva tiempo solo en la sala
y que lleva aun más tiempo desde que su madre desapareció.
Las escaleras crujen a cada paso que da para
volver al salón donde el niño se ha quedado construyendo edificios bajos con
bloques de madera pintados de colores. Tiene tres años y a la pregunta de dónde
está su madre responde con una frase obvia que no puede menos que inquietarle todavía
más: "se fue", repite sin apartar la mirada de los bloques de madera;
"se fue", repite mientras imita el sonido de un motor y da marcha
atrás con su carrito de fricción frente a uno de los edificios que unos
segundos después sucumbe a la embestida. Nuestro hombre cree entrever en su
hijo a un enajenado voluntario que trata de evadir la realidad. Nuestro hombre
desea respuestas. O indicios. O algo que detenga la maquinaria de su cabeza que
otra mano ha arrastrado sobre el piso para que salga disparada como el carrito
de fricción a estrellarse con la realidad. 'No puede estar pasando', se dice
para sus adentros. 'No otra vez'.
Se sabe desde siempre que las mujeres
abandonan. O bien que hay ciertos hombres que son permanentemente abandonados
por esas mujeres. El hombre comprende desde hace tiempo que pertenece a esta
categoría y aunque se prestó en repetidas ocasiones a creer que ya vivía
asentadamente y para siempre con esta mujer que ahora no está en casa y que
probablemente reunió los pedacitos de vidrio en el resto del vaso roto y que no
tuvo reparo en dejar al niño solo en el salón con la puerta trasera
entreabierta, sabía —sabe ahora de una forma más acuciante— que se
engañaba y que nada había cambiado desde los tiempos en que sus primeras novias
lo abandonaban por individuos más populares y vistosos, probablemente más
adinerados, pero también más inseguros; luego las mujeres que ya no eran
adolescentes lo dejaban por hombres más prácticos y desconfiaban casi
completamente de sus presuntas certezas. Al final, sus dos matrimonios sólo
pudieron consumarse con mujeres fracturadas y extranjeras, ávidas de sumisión y
consejo, mujeres a las que el tiempo curaba y que una vez sanas, se le iban.
Recorre con los ojos el salón buscando alguna
carta de despedida (su primera esposa le dejó una que empezaba con un firme
"me voy con otro hombre"), pero no hay nada a partir de lo cual dar
por sentado lo que hasta ahora sólo es una suposición que gana peso y velocidad
a cada minuto, aturdido e inmovilizado como está por el agobiante silencio de
la calle, el constante acariciar de un viento ligero por entre las copas de los
árboles —se advierte tormenta— y los gruñidos del crío que no ha
dejado de jugar sin apenas reparar en su presencia. Nunca ha sido un hombre de
lágrimas. No lloró por su primera esposa y tampoco lo está haciendo ahora, pero
sufre no tanto por razones sentimentales cuanto por el orgullo herido de no
llevar razón, como si el verdadero agravio fuese que la realidad no esté a la
altura del bagaje teórico sobre el cual ha construido esta relación y el resto
de su vida.
Pronto caerán la noche y la lluvia y
evadiendo las primeras gotas de esta última irá hasta la casa del vecino
('¿cómo no se me ocurrió antes?' se ha reprochado) para preguntar por su
esposa. El anciano Pardon sabe lo que está pasando apenas verlo: ella no ha
venido por aquí, pero ¿le apetecería un trago? Nuestro hombre se sienta, bebe
la mitad del whisky que le ofrece el vecino y le dice que debe regresar a casa
porque el niño se ha quedado solo.
—Ella no va a regresar y el niño está bien,
termine su copa por favor— le dice el viejo Pardon sin moverse del sillón a
cuyo costado ha ido a tumbarse un enorme gran danés.
—¿Cómo lo sabe?
—La vejez, supongo, nos hace obvias ciertas
cosas.
—Muchas gracias, pero yo...
—No se preocupe y siga pintando. ¿Recuerda
que me vendió ese retrato de allá, el de la izquierda?
—Sí, el retrato de Finch. Señor Pardon, tengo
urgencia de localizar a mi esposa y ahora mismo no...
—Debió pintarla al dejarlo su primera esposa,
¿verdad? No se asombre de la deducción, creo que es bastante obvio que trate de
deshacerse de lo que le traiga malos recuerdos. Se fue con él, ¿verdad?
—Sí. Con Finch, que es un hombre de negocios
y un alcohólico y un desequilibrado. Pero ella también lo es, desde hace muchos
años, desde siempre, sólo que yo no supe verlo. Y ahora si me permite, debo
retirarme, quizá ya volvió mi mujer...
—No sea injusto con sus mujeres. Si aquélla
se fue con Finch, ¿a quiénes ha retratado recientemente?
Nuestro hombre se para en ese mismo momento
como succionado desde las alturas. El gran danés le imita sin parpadear, atento
a cualquier movimiento en falso para atacarlo y defender a Pardon de cualquier
agresión. Éste lo tranquiliza pasándole una mano por el cuello. El perro vuelve
a sentarse.
—Buena suerte vecino— remata mientras le
señala la puerta.
Apenas cruzar el patio que separa una casa de
la otra queda empapado por la lluvia. El niño se ha quedado dormido en un
sillón, por la puerta trasera aun entreabierta se ha metido algo de agua
encharcando la cocina. Sube de prisa a su habitación-taller y empieza a revisar
los últimos retratos. Hace tantos meses que no viene a aquí que a algunos
modelos los confunde y a otros prácticamente no los reconoce. Son pocos
hombres, apenas cinco; las mujeres en cambio rebasan las sesenta. '¿Con quién
pudo irse?', piensa repetidas veces desesperado. Encuentra un boceto de su
primera esposa, desnuda y con la cabeza apoyada en la mano izquierda cuyo brazo
a su vez se apoya en una de sus piernas entreabiertas. Detrás encuentra una
escritura que no es la suya ni recuerda haber visto jamás...
Ahora sabe dónde está su esposa. Ya destruye
el taller, enfurecido.
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