domingo, diciembre 20, 2015

Le mat

Ha resultado una casualidad notable que en vísperas de la involuntaria resurrección de su viejo y hasta entonces supuestamente terminado conflicto con el centro de investigación haya estado leyendo Giving offense: essays on censorship, de John Maxwell Coetzee, como si se hubiese estado preparando para enfrentar las consecuencias de un antiguo ejercicio de la libertad de expresión: artículos mal escritos, dibujos a los que sólo piadosamente podía calificarse de caricaturas, parodias verbales más propias de un diario de revista decimonónico que de una tesis científica. ¿Quién lo hubiera dicho? Casi veinte años lo separaban de aquella época en que siendo estudiante del centro se dedicó a escribir y dibujar como pudo lo que en su opinión era criticable, primero con la ingenuidad de quien cree estar en el medio propicio para el librepensamiento —un centro público de investigación científica dedicado exclusivamente a posgrados, nada menos; luego contaminado de decepción y repugnancia, el miedo paranoide que hace presa fácil de aquel a quien le fueron afeadas con la mayor seriedad sus expresiones y conducta, sus opiniones e ideas; finalmente amargado y resentido hacia quienes no sólo trataron de aplastarlo desde sus posiciones de poder, sino que, como buenos hombres de negocios, han prosperado a la sombra cómplice de los tiempos obscuros que le siguieron, plagas de productividad devorando su ciudad hasta hacerla inhabitable
'Qué oportuno' —pensaba— 'que esto se presente justo cuando más instalado estaba en mi trabajo y más conforme (o acaso resignado) a las circunstancias de mi vida, las públicas y las privadas, demasiado acomodado quizá para mi habitual carácter sublevado, peligrosamente cercano al ideal aquel de distinguir lo que se puede cambiar de lo que no, aunque en modo alguno asimilado a la holgazanería y mediocridad que me circunda, antes bien, al margen de ellas, limitado a volar con las alas de una palabra escrita que nadie lee ni entiende, atravesando un saludable solipsismo en el cenit de la edad madura. Habité un tiempo en que los adolescentes más conspicuos peleaban contra su familia, contra sus maestros, contra los trabajos en que la sociedad deseaba culiatornillarlos; un tiempo de lucha —no importa cuán estéril, no importa cuán ingenua por la libertad. En este tiempo en que cada vez más me acostumbro a mirar y callar, nadie combate. La libertad ha muerto porque los hombres, aun los más jóvenes, han renunciado voluntariamente a ella'. Tiempos anodinos de claudicación casi perfecta: si alguna vez los adalides del Estado, la Religión o el Dinero creyeron necesario actuar directamente contra los disidentes en una variedad de formas que iban de la destrucción espiritual a la física, ahora el brutal adocenamiento de las mayorías hacía del todo innecesario estos extremos. Idiotizada por pantallas y bienes de consumo, homogeneizada en un amasijo de flexibles supersticiones, la humanidad hace realidad el 1984 orwelliano sin necesidad de aparatos represivos ni totalitarios. Su característica más perversa es la absorción: todo cabe dentro de ella, todo disenso se integra.
Y, sin embargo, esta generosa inclusión moderna no lo alcanza: helo aquí enfrentado de nuevo a los ahora geriátricos habitantes del centro de investigación a los que una visita estudiantil por él dirigida ha bastado para que —fuera de toda proporción— los más exaltados fueran a por las antorchas y declararan reabierto el caso. Lo he visto sinceramente sorprendido de la velocidad vertiginosa con que se fabricaron pruebas y reunieron testimonios, del empeño puesto en inquisiciones y pesquisas por quienes se suponen demasiado ocupados en la ciencia como para perder el tiempo en intimidaciones montoneras que, si bien torpes o francamente idiotas, no le han sabido bien. '¿Te das cuenta?' —me ha dicho— 'esto ha ocurrido como si hubiese visitado una aldea medieval que llevara siglos encerrada en sí misma y, aterrada ante mi otredad, escandalizada por mi extrañeza, se dejase llevar por una histeria colectiva imparable y contagiosa, para condenarme. No puedo explicarlo de otra manera puesto que el día de la visita todo se desarrolló de principio a fin con normalidad, bromas más, bromas menos, pero con la aquiescencia de todo el mundo. Ninguna queja. O quizá la historia no sea medieval, sino más bien de signo totalitario: una purga comunista, alguien que cae en desgracia y de pronto es un apestado, un culpable que es sacado de la cama una noche y conducido a una celda sin que ninguno de sus captores le dirija la palabra y que un buen día es presentado ante un juez que hace una lista de sus delitos con verbos elípticos que nunca definen ni habitan hechos concretos: "ofendió y agredió" (¿pero cómo?), "usó lenguaje soez" (¿pero cuál?), "insultó y atacó" (¿a quiénes? ¿en qué forma?). Sólo hay tiempo para la condena. Las aclaraciones salen sobrando porque quien puede formularlas ya no goza de crédito alguno: es un gusano en la Cuba castrista, el camarada al que Stalin ordena borrar de la foto. O quizá tampoco ha sido así, sino todavía más primitivo, más animal. Como ocurrió a ese reportero occidental que en las calles de Kabul fue asesinado por un grupo de niños, niños que de pronto fueron siguiéndolo con lo que él creyó curiosidad —hacia su cabello rubio que al principio trataban de tocar saltando, hacia su cámara fotográfica que hacían amago de arrebatarle en medio de tímidas risas y de forma cada vez más violenta— y que terminaron apedreándolo tal vez azuzados por una benevolencia que se confundió con debilidad. Quién sabe.'
Por supuesto, el caso no es lo que se ha fabricado ahora, sino, tal y como se lo dijo sin asomo alguno de vergüenza el Estrábico, producto de una vieja resolución de la Junta Geriátrica de no permitirle la entrada al centro de investigación. Y detrás de esa vieja disposición no hay nada más que los viejos agravios: aquellos escritos, aquellos monos desguazados. ¿Cómo pudieron esos hombres que se creen parte de la intelligentsia del país, que leen diarios de digamos izquierda todos los días, que abjuran por sistema de los gobernantes que los sostienen, reaccionar con virulencia ante los balbuceos de un ridículo estudiante idealista que se las daba de cáustico? ¿Cuánta incultura o mala fe hace falta para no advertir la contradicción entre el dicho y el hecho? ¿Cómo se consigue sobrevivir a semejante escisión  de la personalidad? Las amonestaciones y correos que de ellos me mostró —los de entonces, los de ahora— rezumaban odio y descalificación, una necesidad imperiosa de demostrar que del lado de ellos estaba, si no la razón, sí la moral y las buenas costumbres. Resultaba inexplicable que no percibieran cuánto los acercaba su discurso al lenguaje de la derecha más recalcitrante que él, a diferencia de ellos, sí conocía de primera mano por haber sobrevivido antes a los ultramontanos católicos tridentinos que dirigían su universidad. Habiéndose librado de aquellos personajes de Cristiada, creyendo incorporarse a una institución pública laica y republicana, debió ser enorme su decepción al descubrir que el fascismo era más compatible con presuntos científicos populares que con declarados santurrones. 'Es que no me lo explico' —decía un tanto retóricamente— 'si estos individuos han estudiado en escuelas públicas, si no vienen de hogares precisamente sobrados de recursos, si están, por así decirlo, bañados de pueblo, ¿cómo pueden darle tranquilamente la espalda a todo ello para desarrollar un espíritu de clase que a su vez explote a los suyos? ¿cómo pueden abrigar en el fondo aspiraciones nobiliarias e ideas retrógradas incompatibles con el liberalismo más elemental que auspició sus carreras? Muchos de ellos estudiaron y vivieron en países democráticos plenamente desarrollados —becados por sus coterráneos, por supuesto conocieron la prensa más ácida e insobornable del planeta, gozaron de los beneficios de instituciones que no existirían hoy de no ser por el duro, tortuoso, a veces violento abrirse paso del pensamiento racional, democrático y científico. ¿Cómo pueden entonces ser tan primitivos y silvestres cuando ellos están al frente de las instituciones en su propio país? No me lo explico.'
Pero yo creo que sí se lo explicaba. Que el centro de investigación decidiera maltratarlo de nueva cuenta casi veinte años después al tiempo en que leía ese interesante libro sobre la censura, cuando ya era un hombre hecho y a la vuelta de una vida poblada de sustancia y experiencias, le permitió reflexionar sobre varias cosas y despertar de nuevo su para entonces algo adormecido espíritu de lucha. En algunos momentos se divertía, pese a todo, como cuando leyó que la blasfemia era la forma arcaica de la ofensa y que ponía al ofendido (el que escuchó la blasfemia) en el embarazoso ridículo de formular su acusación sin repetir las palabras exactas que la sustentaron. Imaginaba entonces a la Junta Geriátrica del centro de investigación como a un montón de viejas aterradas y argüenderas que, sin dejar de persignarse y apretar sus rosarios contra los pechos, acudían al Estrábico para pedirle la expulsión del blasfemo por haberle oído proferir ofensas que, por supuesto, sus sacros labios no serían capaces de reproducir sin perjuicio de su propia alma. Sus caricaturas, obscenidades emparentadas con la pornografía; sus textos, herejías moralmente reprensibles. 'Dios no ríe, ¿no era ese el argumento central de El nombre de la rosa? ¿no es toda la novela un paseo por la oposición entre gravedad y humor? Ello demuestra que el problema de los censores ha sido siempre el lugar desde donde se dice el discurso, no tanto su contenido, sino adivinar la intención, leer entre líneas, detectar a como dé lugar cuando el escritor o el artista se está burlando de la autoridad o de los principios o de la palabra sagrada o —ese hermoso eufemismo que puebla las amonestaciones de la Junta Geriátrica— cuando se está faltando al respeto: que la crítica sea constructiva y no mordaz; que se dibujen caricaturas que no ridiculicen; que el alcohol no emborrache; que el sexo sea deportivo o para la procreación, pero sin morbo. ¿Ignorarán que en los países democráticos uno no pone bosales a los críticos ni la condición de no faltar al respeto a la libertad de expresión, toda vez que la difamación y la calumnia se establecen en juicios interpuestos por los que se sienten agraviados y no a través de juegos donde un funcionario como el Estrábico hace de poder judicial para proscribir blasfemos mediante sentencias, documentos con el mismo valor que los certificados de matrimonio de una kermés? ¿Puede la incultura de un doctor en ciencias contemporáneo ser de tal magnitud que lo haga indistinguible de la de un campesino del ancien régime? ¿es posible que en su esfuerzo por distorsionar la realidad consideren que semejante embrutecimiento los acerca al pueblo cuyos sueldos, por el contrario, los distancian astronómicamente? ¿es esa su colaboración a la lucha de clases? ¿su ortografía de arrabal una toma de posición política deliberada?'
Yo, siempre más concreto que él, solía aludir a la envidia profesional para explicar la renovada virulencia de la Junta Geriátrica, pero él desdeñaba esta explicación. Insistía en que se trataba de un problema psicológico antes que moral: simple complejo de inferioridad. 'Si la vida del hombre civilizado exige un cierto grado de representación para poder funcionar en sociedad, si esta representación obliga a una hipocresía mínima para lubricar el trato, si algunos dependen críticamente de la representación construida para que su desnudez intelectual o moral no nos deslumbre, ¿cómo será con aquellos a los que, si no su esfuerzo, sí las circunstancias han colocado en posiciones de poder? ¿cómo vivirán la tensión de sostener su figura de autoridad mientras una vocecilla les susurra burlonamente que son inferiores a la tarea que se les ha encomendado? Esquizofrenia y desdoblamiento: una conducta pública retorcida por la investidura que se sienten obligados a desplegar y una necesidad de agradar a toda costa por encima de contradicciones. ¿Te acuerdas de Él, la película de Buñuel? Abandonados a sus miedos cada uno de ellos terminaría como su protagonista: imaginando que todo mundo conspira y ríe en su contra, que hacen el ridículo sin convencer en su fuero interno a quienes han vencido por la fuerza. Una locura'. En un contexto semejante, lograba persuadirme, era lógico que se interpretara como agravio personal lo que era una discusión de orden público, que se percibiera como amenaza la difusión de representaciones alternativas a las oficiales, caricaturas y escritos cuyo sarcasmo e ironía aguijoneaban directamente la psique de quienes en su paranoia buscaban afanosamente verse representados. Quienes tienen tantos pájaros en la cabeza no son capaces de distinciones sutiles: separar su cargo de su persona, diferenciar la institución de su patrimonio, la crítica del insulto personal, la ficción de la realidad, el narrador del autor. Una vez más, a la hora de cortar cabezas, lo que importaba era la intención por ellos percibida; ellos, constituidos en juez y parte.
Desvirturar la discusión hasta hacerla pasar por un simple intercambio de acusaciones entre particulares, rebajar los contenidos del que argumenta desviando la atención de lectores y curiosos hacia el aspecto de sabroso escándalo de lo que ya se inclinan por considerar pleito de verduleras, en un medio acostumbrado al sensacionalismo y la irreflexión, al efecto de lapidarias frases de telenovela, es —en mi opinión— la estrategia de quienes pretenden sepultar lo ocurrido bajo los productos de su coprolalia. ¿Lo estarían provocando a fin de que él se uniera al intercambio de obscenidades, homologándose al estilo por ellos impuesto, o sería sincera la andanada de adjetivos que le han dirigido a lo largo de los años? "Con múltiples traumas y complejos fuertes [...] más bien digno de compasión", "falto de ética", "[carente] de toda creatividad e imaginación", "[sin] ninguna calidad moral", "[sin] siquiera un mínimo de los valores académicos, morales y humanos"... Hasta donde tengo entendido, sus caricaturas y artículos eran meras opiniones; el último de éstos, encima, respondía a una convocatoria lanzada por el propio centro de investigación para que egresados, estudiantes y empleados del mismo, proporcionaran memorias de su paso por ahí. Evidentemente, esperaban recibir sólo relatos inocuos de experiencias maravillosas y no estaban —ni están— preparados para el más mínimo disenso. Cuando este aparece sus recursos son los mismos que los de la larga tradición de censura que ha acompañado a la humanidad desde hace siglos: retirar al interlocutor el carácter de persona, primero con la histérica condena de su conducta, luego, si no existe arrepentimiento convincente y la importancia del enjuiciado no permite su ejecución, el ostracismo en forma de insania, la declaración de su incompetencia psiquiátrica, la sencilla explicación que no explica nada, pero todo cubre: está loco. En el juicio del Estado Soviético contra Brodsky se admite de entrada el nombre de audiencia contra el parásito Brodsky; se le niega a él o a su abogado recitar los textos ofensivos aun en el contexto del juicio; finalmente se le declara legalmente irresponsable y es enviado a un sanatorio mental. Erasmo escapa a la hoguera porque, a diferencia de Moro, escribe desde un personaje víctima de la locura y, por lo tanto, indigno de ser tomado en serio.
Todo este asunto es una mierda, qué duda cabe. Pero quizá el aspecto más lamentable de todos no esté en las múltiples facetas de su viejo y ahora renovado conflicto con el centro de investigación, ni en los insultos del Estrábico o Cabeza de Vaca, de la Chilindrina o la Sapienza, personajes que a la larga —lo dice él— 'seguramente se harán entrañables, como los buenos villanos'. Lo más lamentable radica en que este conflicto le ha recordado la magnitud de su soledad, el abismo que lo separa ya no de quienes lo detestan o ven con saludable indiferencia, sino incluso de quienes lo apoyan o quieren. 'Luego de aconsejarme que dejara todo en paz, mi jefe me ofreció el decidido apoyo de no hacer nada, de mantenerse al margen, lo que bien visto quizá no sea tan malo. Luego, con una pícara sonrisa de complicidad, agregó: "pero te gusta hacerlos enojar, ¿verdad", como si yo me estuviese divirtiendo con una travesura. Quizá tenga razón y deba abandonar. Quizá tenga razón también el Estrábico cuando me dijo que yo no era Richard Feynman y por lo tanto no me estaban autorizadas las extravagancias. No soy Dalí ni Jelinek ni Proust. No me está autorizada la representación de tetas y penes ni la cruda descripción del machismo nazi austríaco ni la homosexualidad aun velada. Más vale que me convenza de que no soy un genio cuanto antes y vuelva al redil, que no exagere, que no levante la voz, que no piense apenas ni escriba nada porque lo que sale de mi pluma es execrable y no va a trascender. Mejor rendirse de una vez y aceptar el consejo de mis mayores, de personas moralmente superiores. Mejor escribir de una vez, como Margarita Aliger, mi samokritika:
"Puedo ahora, sin evasión ni reservas, sin el falso miedo de perder el sentido del valor propio, decir franca y firmemente a mis camaradas que es totalmente cierto que en realidad cometí los errores de los que habla el Camarada Kruschev [el Estrábico], los cometí y persistí en ellos, pero [ya] los he entendido y admitido deliberada y conscientemente... He conseguido entender más profundamente las causas de esos errores [y] ahora debo liberarme de la inclinación al pensamiento abstracto, [corregirme] más rigurosamente... en breve, hacer lo que el Camarada Kruschev [el Estrábico] enseña y urge en sus discursos."
Sí, claro. [Risas] Mejor morir'.