domingo, noviembre 15, 2015

Ideología

Hijo natural, desde luego, pues aunque las mujeres siempre han sido lo mío yo también soy mujer y en mi accidentada vida sentimental no faltó un matrimonio con su correspondiente divorcio como remate a años de separación. Luis Gala me dio el hijo que perdí y sería insincero decir que no le guardo rencor, incluso por estar vivo mientras mi hijo está muerto, hecho en el que desde luego no tuvo ninguna culpa ni participación. Pero una cosa es la cabeza fría que razona y otra la alegoría que busca sentidos e intenciones donde no los hay, a veces de raíz religiosa, a veces como andamios psicológicos más o menos conscientes que se superponen al edificio de la realidad. Y no importa cuánto tenga uno presente que se trata de hilos narrativos que cuentan a uno mismo la propia vida, porque éstos terminan por ser la vida, la que cuenta y la que incluso permite tomar decisiones que incidan en la realidad. Y yo me cuento el cuento de que Luis Gala tiene alguna responsabilidad en ese agujero negro que es la muerte de mi hijo.
Una muerte prematura, pero no infantil, no vayan a pensar que soy una de esas locas que andan con un muñeco de trapo por haber enterrado un angelito, lloronas que ya no quieren volver a embarazarse sólo porque ocurrió lo que hasta en tiempos de mi madre era de lo más normal: parir hijos muertos, abortar productos malformados, correr el riesgo de morir cuando aparecía la criatura de nalgas o con el cordón enredado; sábanas ensangrentadas, paños mojados con agua tibia, cortinas corridas y salpicadas de viscosidades. No. Mi hijo murió apenas concluida su carrera, trabajando, un hombre en lo físico aunque no en lo práctico, al que quizá mi personalidad haya influido en su carácter apocado: mi energía contra su pasividad, mi rebeldía contra su obediencia, mi cólera contra su calma. Me niego, eso sí, aunque sólo sea por consistencia narrativa, a dar crédito a las habladurías de la gente que no pierde ocasión de atribuir la delicadeza de mi hijo a la ausencia de su padre. Para nada: ese macho ridículo tal vez lo hubiera hecho extrovertido, pero al precio de convertirlo en un payaso, un personaje impostado e hipócrita de los que más abundan en estos tiempos de negocios.
No hablo con Felicia de estos temas, no sólo por ser incompatibles con su juventud o porque, no habiendo conocido ni a Luis Gala ni a mi hijo, el asunto pudiera serle indiferente (que no le es, como no le son los asuntos de mi vida), sino porque sólo tocarlo me transfigura irremediablemente en una fuente de amargura cuya hiel termina por alcanzarla. A los agravios reales o imaginarios que Luis Gala me causó se añade siempre el del hijo que ya no tengo, da igual si la conversación empieza en otra parte de ese pasado remoto en que decidí vivir con un hombre y aun formalizar aquella relación con un acta de matrimonio; da igual si, por ejemplo, me ubico en alguno de esos largos fines de semana en aquella casona de Bellavista a la que solíamos invitar otras parejas a cual más de insulsas para que nos hicieran menos aburridos nuestros bostezos: menús compuestos de salmón con aceitunas y alcaparras —mi favorito o espagueti en salsa de pesto o platillos chinos que Luis Gala preparaba con minuciosidad mientras divertía con ingeniosas bromas a nuestros invitados, bromas que —no se me escapaba— solían tantear el terreno para acostarse con ella o con él, a veces le daba por ahí, lo que quizá me escandalizó al principio sólo para terminar considerándolo un modus vivendi más que aceptable, pues me proporcionaba la compensación necesaria para meter jovencitas en los horribles moteles de Santa Teresa luego de levantarlas en plena calle con el pretexto de acercarlas a su destino ("¿A dónde vas?", "Qué bonito vestido", "Mira, este escote quedaría mejor así"). Un matrimonio feliz, ya se ve, que hubiera durado muchos años una vez reconocido y aceptado el carácter infiel de sus elementos, pero que no resistió ni dos semanas la deslealtad de Luis Gala cuando ganó el premio Guaralfa de novela, quién sabe si por haber estado trabajando previamente al director de la editorial con quien finalmente se instaló, dejándonos a mí y a mi hijo con casi todo su dinero (¿y para qué querría él el suyo si el director ya le había extendido un cheque en blanco?).
Sufrí lo justo, más por la vergüenza de haber cedido a una pulsión heterosexual de la que me curé para siempre, que por la pérdida de esa relación que, una vez desaparecida y obligada a rehacer mi hilo narrativo, me pareció lógica y deseable. Tenía la casona (a la que hice reformar radicalmente), compré la casa grande de atrás donde inicié la librería que aun conservo, pero sobre todo tenía a mi hijo, quien desde entonces nunca se extrañó de que con mamá durmieran otro montón de señoras a las que luego llamó mujeres y terminó diciendo muchachas. En la distancia, seguí el fulgurante ascenso de Luis Gala que no perdía ocasión de hacerse entrevistar hasta para contar detalles idiotas sobre lo que él llamaba con pompa "el proceso creativo" y que no era otra cosa que el soporífero recuento de su aburrida vida y cómo incorporaba elementos de ésta en sus obras, explicando así los guiños que en sus páginas hacía al "lector inteligente, no cualquiera, sólo el perspicaz". Tramas predecibles, lugares comunes, literatura de aeropuerto o para estantes de supermercado, lo cierto es que Luis Gala fue haciéndose famoso en el estrecho círculo cultural de Santa Teresa, dentro de una región que no podía ser más burra de entre las que conforman este país. Le agradezco, al menos, que ni a mí ni a su hijo nos haya hecho parte de su ánimo exhibicionista: en sus apariciones públicas jamás nos mencionaba.
Cuando comprendió que sus ambiciones no podrían rebasar la esfera local, que los autores y editores del centro del país, auténticos dueños de la "cultura nacional" (no por eso universal ni menos ñoña que la de él) le desdeñaban con mordaces reseñas ("un robavacas escribiendo", "cuando se confunde el azadón con la pluma", "autor de folletos eróticos para quinceañeras de rancho"), armó un escándalo que por supuesto tampoco trascendió, pero que llamó mi atención por tratarse de un tema que me interesaba. Fue un ensayo que en principio poco o nada tenía que ver con nosotros, aunque creí entrever alusiones a nuestro recientemente fallecido hijo, un ensayo sobre la necesidad humana, tanto entre científicos escépticos como entre obcecados religiosos, de justificaciones que al menos parecieran racionales, como si la postura cartesiana fuera no una opción más de entre las filosofías, sino una necesidad inherente al ser humano, sea para sostener que los cuerpos caen con una aceleración fija en el vacío como para decir que Jesucristo es hijo de dios. De ahí deducía Luis lo que alguna vez le escuché decir a Sergej en un aeropuerto, a saber, que el premio Nobel de literatura era un premio a la ideología. Y que, por lo tanto, lo mismo ocurría con los premios nacionales de letras y cuanta invención a este respecto hubiera existido: se premiaba la adopción de tal o cuál postura, pero no la literatura en sí (sobre qué era entonces esto último, Luis no abundaba). Pero la idea, así repetida, se me quedó grabada.
Ideología. Muerto mi hijo me volví más intolerante a las estupideces, pero no lo suficientemente sabia como para ponerlas a raya excluyéndolas sencillamente en vez de contestarlas. Aproveché el dolor de haber perdido a una de las escasas personas con las que no tenía necesidad de fingir, dueña de toda mi confianza y complicidad, para deshacerme de aquellas a las que yo consideraba prescindibles. Vi reducidos mis contactos a algunos familiares y amigos, proscrita la hipocresía que antes consideraba un signo de civilización deseable para lubricar los contactos sociales (¿cómo, si no, sobreviví con éxito y aun agrado a las innumerables comidas que Luis Gala y yo ofrecíamos en nuestros mejores tiempos a amigos que ahora mismo sólo abofetearía de tener enfrente?), intolerables las posturas fanfarronas o idiotas de muchos conocidos míos en materia de política o cultura, de historia o literatura.
Hace poco, luego de una de esas discusiones con gente más o menos desinformada e imbécil, me encerré en la biblioteca todavía furiosa, sentándome frente a todos los estantes cargados de libros reunidos a lo largo de toda una vida. Felicia me trajo un whisky y se fue enseguida, respetuosa como siempre de mi espacio y mi necesidad de soledad (¿cómo si no hemos podido ser pareja por varios años luego de toda una vida —la mía— de insaciable desfilar de mujeres por mi cama?). Mi respiración se normalizaba con los primeros sorbos, descendidos mis hombros tras ceder la tensión, la mirada haciendo foco en algún libro. Ideología, volví a pensar. Doctrina, o sea, punto de partida o prejuicio, axioma si se quiere. Base. Algunos hombres registraron lo que vieron y lo pusieron en libros que ahora tenía yo delante de mí. Imposible saber si mentían o exageraban, si omitían o eran inexactos. Imposible saber si yo los leo adecuadamente, si el traductor se aproximó lo más posible al espíritu original de las obras o, inconsciente o deliberadamente, las alteró de manera importante. ¿Y los copistas previos a la imprenta? ¿Y los censores? La ciencia puede recorrerse una y otra vez, dicen. La historia no. La filosofía no. Se ve uno obligado a escoger por simpatías, porque tal o cual autor le parece a uno más acorde con la opinión prejuiciosa que ya teníamos o la personalidad que deseamos observar en quien nos cuenta el cuento. Ideología. Prefiero al historiador Krauze porque parece moderado y coincido con sus ideas, no porque sepa él o yo o nadie si Juárez autorizó o no el traicionero tratado de McLane-Ocampo. Lo prefiero a él en vez de Paco Ignacio Taibo II porque este último es un exaltado y desconfío de los que gritan y dan sombrerazos, me producen desconfianza y de la desconfianza salto cómodamente a la descalificación: lo que diga debe ser falso porque se opone a mi hilo narrativo, ese que algunos llaman liturgia. Mi cuento. Cada hombre culto con su propio index, excluyendo lo que no acomoda a su narrativa.
Y recordé a Sergej en el aeropuerto. Apenas habían nombrado al nuevo premio nobel una semana antes y, terminado el vaso de whisky, mi respiración serena y la cabeza lúcida, lo comprendí: 'Claro, ¿cómo no lo vi antes? Otro escritor desconocido, detestado en su país por refregarles sus mierdecillas a una población anodina, un misfit que paradójicamente encaja como guante en el grupo de premiados al denunciar en lo político las dictaduras totalitarias o los abusos de las democracias, en lo moral la crueldad hacia grupos vulnerables (mujeres, homosexuales, tullidos, animales), en lo económico la idolatría moderna por el dinero y la desigualdad consecuente, en fin, todo tan predecible, todo tan correcto. Ideología, sí. Ideología. ¿Qué pasaría si alguien publica una excelente novela sobre la vida de un pedófilo?'. Me levanté de mi silla y salí al encuentro de Felicia, que otra vez estaba metida en la tina tomando uno de sus largos baños con agua caliente, espuma, aromas y velas.
'Pero Luis Gala es un pendejo, no el autor de temas ideológicamente esquinados', pensé mientras le daba un beso a Felicia. "¿En qué pensabas?" —preguntó. "Creo que borraré más gente del Facebook" —contesté desvistiéndome para meterme a la tina con ella. 
'Hasta que no quede nadie', pensé sonriendo.

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